Si, he amado aquellas tertulias nocturnas, los vasos helados diseminados sobre la mesita, la fina nube fragante sobre el negro café.

Anna Ajmátova

El arte de la vida, de la vida del poeta, es estar siempre ocupado sin tener nada que hacer.

D. Thoreau

Camuflando intenciones, maquinando ideas que anudan literatura, música, psicoanálisis y lecciones sublimadas de acontecimientos secretos, al borde de lo apócrifo, en el fondo Pascal Quignard siempre escribió sobre leer. Para él la lectura es una insistencia del pensamiento, o mejor dicho: el mecanismo predilecto a partir del cual los seres humanos hacemos del exterior un lugar ajustado a nuestra medida equívoca de las cosas. Un acto destructor, que elimina el afuera, anula lo que es, lo que no necesita de semántica para discurrir en un presente sin moral, ni frustraciones, ni resabios de consecuencias más allá de la muerte, que jamás será el fin porque en definitiva tampoco hubo nunca un principio.

El Hombre de las tres letras, (décimo primera entrega de la serie el último reino), habla del robo que tiene lugar cuando se abre un libro en su ángulo de soledad máxima. El lector se abisma en la metamorfosis de la lectura. Al leer se convierte en un fur, la figura verbal que los romanos encontraron para el ladrón, el agente de un reino que no pertenece al mundo de este lado. “Lo que caracteriza a la sociedad secreta de los que leen es la soledad de cada uno”, propone Quignard. “Es una furtividad que es en verdad, sin duda alguna, felina. La lectura es un robo [vol] sin ruido. Como el vuelo [vol] mágico de las lechuzas, cuyas alas no se despliegan más que para apoyarse, sin el menor ruido, en el aire que pasa por encima de la tierra y que rebota en ella. Predación invisible”.

La cita resume el estilo del libro y prácticamente la obra entera del francés. Hay en ella nocturnidad destilada, correlato con el plano animal —no importa si está debatiendo sobre el amor, arte rupestre o cualquier otro asunto: sus inventarios suelen terminar en menciones a la piel, la carne, la sangre, la materia primitiva y siempre sexual de la existencia— y las súbitas concomitancias entre significados que parecían distantes. El músculo etimológico, esa “autorización arcaica” que la humanidad precisa para mantener su clandestinidad en la tiniebla, choca en El hombre de las tres letras con inesperados callejones. Ante la sentencia de Benveniste de que “la palabra ‘literatura’ no tiene origen”, Quignard da rodeos, cambia de estrategia sobre la marcha, persigue un resquicio por el que huir o penetrar, y al final se aleja sin reconocer la derrota. O más bien sin expresarla, aceptándola en el doblez de argumentos que quizás le permitan decir lo mismo de otra forma.

En un pasaje famoso de las Confesiones (VI, 3), San Agustín relata un hábito de su maestro, San Ambrosio, quien leía en silencio mientras estaba rodeado de gente: “sus ojos eran conducidos a lo largo de las páginas y su corazón escrutaba su sentido; en cambio, la voz y la lengua quedaban quietos”. Más que a una forma distinta de lectura, frente a la costumbre de leer en voz alta, Agustín explica este comportamiento por una especie de retiro interior: el maestro quería no forzar más su voz, que se le ponía ronca con facilidad, y que reservaba para el ejercicio retórico de las exposiciones públicas, o bien no quería perder demasiado tiempo teniendo que explicar lo que leía a los otros presentes, porque demoraría mucho el recorrido del volumen que tenía en sus manos. También se interpretó la escena como el descubrimiento de la lectura silenciosa, que con el tiempo se haría mayoritaria, aunque muchos pasajes de textos antiguos refieren la práctica de leer sin abrir la boca, de la comprensión tácita de las letras.

J’aime les livres. J’aime leur monde. J’aime être dans la nuée que chacun d’eux forme, qui s’élève, qui s’étire. J’aime à en poursuivre la lec-ture. J’éprouve de l’excitation à en retrouver le poids léger et le volume dans l’intérieur de la paume. J’aime vieillir dans leur silence, dans la longue phrase qui passe sous les yeux. C’est une rive bouleversante, à l’écart du monde, qui donne sur le monde, mais qui n’y intervient en aucune façon. C’est un chant solitaire que seul celui qui lit entend. L’absence de son externe, l’absence totale de tapage, de gémissement, de huée, l’éloignement maximum de la vocalisation et de la foule des humains que les livres per-mettent, ramènent une très profonde musique qui a commencé avant que le monde apparaisse. La vraie musique peut-être la relaie elle aussi dès lors qu’elle est écrite. Amo litteras. J’aime les lettres. Musique silencieuse des styles des écri-vains que l’on préfère : ils sont comme autant de nudités, bouleversantes, particulières, intimes, touchantes, incomparables

Amo los libros. Amo su mundo. Amo estar en la nube que forma cada uno de ellos, que se eleva, que se estira. Amo proseguir su lectura. Siento excitación al recobrar su peso leve y su volumen dentro de mi palma. Me gusta envejecer en su silencio, en la larga frase que pasa ante los ojos. Es una orilla emocionante, apartada del mundo, que se abre al mundo, pero que no interviene en él de ninguna manera. Es un canto solitario que solo escucha el que lee. La ausencia de su exterior, la ausencia total de escándalo, de queja, de abucheo, el alejamiento máximo de la vocalización y de la multitud de los humanos que los libros permiten, vuelven a traer una música muy profunda que comenzó antes de que el mundo apareciera. La verdadera música quizá también la trasmita desde el momento en que es escrita. Amo litteras. Amo las letras. Música silenciosa de los estilos de los escritores que preferimos: son como otras tantas desnudeces, perturbadoras, particulares, íntimas, conmovedoras, incomparables.

Pascal Quignard

 

De un modo similar, Quignard, propone ver en el asombro de Agustín más bien la confirmación de que lo escrito no es una representación de lo hablado, sino una introducción al silencio, donde la voz y la lengua están quietas. Quignard, como es su costumbre, cita en latín: “Vox autem et lingua quiescebant”. La conjunción autem indica una leve contraposición con lo anterior: el movimiento de los ojos por las páginas, el escudriñamiento de un sentido por el ánimo o el corazón o la mente. “Su voz y su lengua se mantenían en el más completo reposo”, traduce Quignard. Tenemos aún ecos del verbo quiesco y del sustantivo quies, respectivamente: “descansar, dormir, permanecer tranquilo en paz, guardar silencio, no inquietarse” y “reposo, descanso, tregua, calma”, en las palabras más comunes de nuestra quietud y en el solemne llamado del réquiem, entre otros términos. Pero Quignard alude además al aislamiento, al silencio en medio de la multitud, porque de alguna manera el que lee se retira del mundo, evita el diálogo, se fabrica un rincón quieto en el ruido del mundo. Y lo que Ambrosio buscaría, aparte de la reserva de Agustín sobre su intención, cuando dice “no hay duda de que aquel varón lo hacía con una buena”, está más allá del libro que lee, que lo llevará a otros libros, porque no estaría viendo las letras sino el silencio del sentido, el acallamiento de los sentidos, la tregua de la escucha, “es un silencio de los siglos sucesivos”, escribe Quignard, “que se acumula y se contrae en la penumbra de la basílica antigua”. Como si todos los siglos de escritos anteriores, el pensamiento de los muertos que no hablan, que no dialogan, envolviese al lector que sigue las líneas con la mirada, “cuyo rostro no se mueve, pero cuyo cuerpo en verdad ya no está ahí”.

“La lectura es un robo sin ruido”, dice Quignard, porque sería un acto furtivo, y las tres letras de la palabra latina fur quieren decir “ladrón”. Sin embargo, por las extrañas vueltas de la etimología y la derivación de las lenguas, en francés, vol, “robo”, también significa “vuelo”. Parecía entonces que leer era meterse en un rincón, en silencio, movido por la pasión y el insomnio y la falta de normas horarias, como un ladrón que acecha, que entra de noche en una casa ajena para llevarse algo que todavía desconoce, pero luego esa pose furtiva es una actividad felina, con los ojos adaptados a otra luz, que sale afuera o que anticipa una salida, y es también un vuelo sin ruido. Pero hay una zoología circular en las letras: el ave que planea en silencio puede ser acechada por el gato furtivo. Y el lector que le roba tiempo al día también es arrebatado por el libro. El objeto que buscaba en la oscuridad parece siempre al alcance de la mano, a la vuelta de la página, pero se escapa cada vez un poco más allá, como si el libro nunca fuera a terminarse; y al final, ningún mensaje le estaba dirigido, porque lo escrito no era el comienzo de un diálogo ni un llamado a la acción.

La littérature aime une voix qui ne sonne plus dans l’espace mais qui s’entend au fond de l’âme. Une voix qui monte de l’invisible. Au-delà de toute musique, les lèvres devenues muettes aiment ce chant qui ne s’entend pas. C’est seulement aux yeux de l’illettré que l’écri-ture est morte. C’est seulement aux yeux de Térée que Philomèle est devenue muette sous le fer de son épée. C’est seulement aux yeux des ferndecteurs que les lettres ne semblent pas être la vie vivante. Viva vita. Vie sans mort. Vera vita viva. Vraie vie totalement vivante. Quatrième et ultime leçon. La littérature est la vraie vie qui raconte et rassemble la vie disloquée, blo-quée, désordonnée, violée, gémissante. On disait <<«langue coupée», en Grèce archaïque. On disait «bouche cousue >>> au nord de l’Europe. On disait << oreille mordue » en Asie.

Pascal Quignard, L`homme aux trois lettres

A la literatura le agrada una voz que no suene ya en el espacio, sino que se oiga en el fondo del alma. Una voz que ascienda de lo invisible. Más allá de toda música, los labios enmudecidos gustan de ese canto que no se oye. Solo a ojos del analfabeto está muerta la escritura. So-lamente a ojos de Tereo se ha vuelto muda Filomela bajo el filo de su espada. Solo a ojos de no lectores las letras no se parecen a la vida viviente. Viva vita. Vida sin muerte. Vera vita viva. Verdadera vida totalmente viva. Cuarta y última lección. La literatura es la verdadera vida que cuenta y se asemeja a la vida dislocada, atascada, desquiciada, violada, gimiente. En la Grecia arcaica se dice ,»cortar la lengua». En el norte de Europa se dice «coserse la boca». En Asia se dice «oreja mordida».

Pascal Quignard, El hombre de las tres letras

Así, tanto leer como escribir son actos que hay que pensar, según Quignard, en completa oposición a la lengua hablada, que surgen de la separación del flujo del habla y de la interrupción de la obediencia y la pertenencia a la comunidad, a la familia lingüísticas. Por lo tanto, escribir no sería transcribir un habla, sino más bien hacer marcas en una corriente que la memoria tiñe de falsa continuidad. Se trata de escuchar un curso interior, insonoro, mientras se pasan a la mano unas incisiones o curvas y círculos que al mismo tiempo escanden esa escucha intrasensible y la impulsan a revelarse, como piedras que hacen notar la fuerza de lo que fluye en forma de burbujas y espuma. Acaso el que lee pueda entender que se le dirige un mensaje, cuando en realidad se hunde en la espuma de una voz, que nunca se pronunció, nunca atravesó el aire. Entonces, furtivo y raptado, el que clava la vista en las hojas y no mueve ningún miembro, con la lengua fija entre sus mandíbulas, se pone a escuchar el silencio mismo, el absoluto que no existe de ningún modo en la naturaleza, y que es su propio murmullo interno de repente sentido como otro. “Yo soy otro”, se dice, pero también: “él es un yo, que no está acá para hablarme y sin embargo me llama, me sigue llamando, no puedo dejarlo, no me acuerdo de nada que no esté en el libro”. El libro no me dice algo ni me da una orden, no retransmite su novedad, no designa un objeto, no nombra siquiera esa marca absurda que envuelve su rollo o su encuadernación, no hace que alguien llegue o aparezca. Un libro no habla sino que, escribe Quignard, “se detiene en silencio en la lengua que la psique emplea por costumbre”, entonces su espíritu sopla sobre las letras, barre los residuos que dejaron los materiales de escribir, se olvida de los nombres, los tacha más bien, busca algo distinto en el mundo invisible, interno, silencioso, allí donde fermenta un tesoro huidizo, que el sentido quisiera robar volando, donde se detecta, se esconde y se individualiza lo previo a todo nombre.

Para finalizar resaltar que los treinta y ocho capítulos recorren penetrantes meditaciones iluminadas por microrrelatos sobre «el miércoles de ceniza», la «cama», el alba y el canto de los pájaros, «la letra tau de la cruz» de cristo que salva y la «theta» de la muerte, «la letra y», la «tipografía garamond», la bruma de los textos antiguos… antes de concluir con una zambullida en las «profundidades mágicas del amor». Aunque la escritura de Quignard es erudita, recurriendo a las fuentes de la literatura latina, fluye con total claridad. Cada capítulo es un collage de notas, casi en estado bruto, pero sutilmente afinadas como una partitura. Entre el Evangelio y Mahoma, Heráclito de Éfeso y John Donne, Petrarca y Emile Benveniste, un mito griego o una cita de Cicerón, el hombre de letras explora y exhuma toda una arqueología de nuestra civilización, jugando con la autobiografía con una rara delicadeza: El palimpsesto nos permite adivinar cómo el niño de Le Havre que decía misa en latín o el pequeño organista de la iglesia de Ancenis se convirtieron en este humanista enamorado de la lengua francesa (en cuerpo y alma), este fabuloso erudito tan consciente de su memoria.

El hombre de las tres letras es el «rey lector» de la alegría del primer reino, el buen ladrón liberado del tiempo, el ladrón del sentido furtivo en la noche de nuestra humanidad, tanto más preciosa por estar al borde de la extinción.

Le’ts be careful out there