Durante mucho tiempo me incliné sobre él, con los ojos muy abiertos y la boca abierta: ¿llegaría a leer el texto del mundo? Todo es oscuro y complicado, lo visible y lo invisible se entrecruzan, cada uno empuja al otro y encierra al otro, proyectando sombras, y sin embargo algo parece estar sucediendo, como en los grandes dibujos rupestres».

Agnès Castiglione

L’accouplement est un cérémonial – s’il ne l’est pas c’est un travail de chien.

El apareamiento es una ceremonia -si no lo es-, es trabajo de perros.

Pierre Michon

El último libro de Pierre Michon editado en España, Las dos beunes, se compone de dos textos escritos con más de veinticinco años de diferencia, cuya primera parte se publicó en 1996. La Beune es un río que fluye por el corazón de un pueblo de Périgord, en la tierra de las cuevas prehistóricas, una tierra que parece engullida por la escritura altamente metafórica de Michon, que esculpe un paisaje enteramente saturado de signos como un largo poema.

En este pueblo del Périgord el narrador, un profesor recién llegado, entabla una relación peculiar con los lugareños, : ahí están Hélène, que regenta la posada donde los hombres se reúnen, comen embutidos y beben calvados; Jeanjean, un granjero local, cuyo granero alberga la entrada a una cueva que podría ser prehistórica; Jean el pescador, que, como su nombre indica, rastrea incansablemente carpas en la Beune ; y, sobre todo, Yvonne, la estanquera, una mujer alta de belleza californiana cuya estatura y considerables carnes se convierten en fuente de obsesión para el narrador, que la espera todos los días en los caminos, y cuya existencia entera está consagrada a la fantasía de poseerla.

El libro se lee como una narración continua. Las dos partes, La Grande Beune y La Petite Beune, apenas se separan, lo que demuestra la coherencia estilística de Michon y, sobre todo, su búsqueda de una doble obsesión: la espectacular obsesión sexual del protagonista y la obsesión literaria del escritor por su historia, que, al parecer, viene a ser lo mismo. Es una historia complicada, y eso se debe al estilo de Michon, que trabaja en un material léxico a la vez pleno de barroquismo y puntuado por la repetición obsesiva de ciertas palabras que se disponen como en una red ; también se debe a la naturaleza reducida de su escritura compacta, un pequeño libro que parece contener el mundo, y a sus direcciones constantemente contradictorias: las personas que aparecen en él son a la vez grotescas y sublimes, los lugares familiares -como una posada con máquinas de pinball y gramolas- e inquietantes -como cuevas secas como huesos-, los tiempos situados a la vez en la modernidad rural de los tractores John Deere y en el deseo inmemorial de todo homo erectus.

Hay una palabra que se repite una y otra vez a lo largo del libro, y es «vientre», una obsesiva sinécdoque del sexo constantemente erecto del narrador, rígido como una pluma. «Empujar» el vientre es el movimiento permanente del libro, y la erección masculina funciona básicamente como el propio proceso literario. Escribir es empalmarse. Michon ancla la escritura en algo muy arcaicamente masculino arrasando en el proceso con la inmensa cantidad de falsa literatura que abarrota las estanterías de novedades para consumo de imbéciles inclusivos y despistados analfabetos.

Evidentemente, este movimiento formal, y las representaciones que transmite, son inquietantes para el lector moderno. Hay algo intrínsecamente reaccionario en el gesto estilístico de Michon, y las binariedades supuestamente inmemoriales que pretende abrazar -las del pescador de carpas y el mujeriego- son una construcción cultural evidente, y como delata la exquisitez de sus páginas, veinticinco años de lectura y escritura no han cambiado en nada las obsesiones y representaciones del autor intensificándose incluso ciertos motivos: la mujer como bestia pasiva y temblorosa, el hombre como zorro depredador. Pero es imposible no rendirse a todo su animal erotismo porque es tan bello, tan rico, tanto de la singularidad de Michon que permanece en las palabras.

A excepción de algunos textos muy breves, Pierre Michon no había publicado nada desde Les Onze, en 2009. La publicación de las dos Beunes, que reúnen La Grande Beune, publicada por separado en 1996, y su continuación inédita, La Petite Beune, es por tanto un acontecimiento que plantea interrogantes sobre la finalización de los textos, su publicación y la relación entre las dos mitades de un díptico. Mientras que La Grande Beune era una obra suntuosa impulsada por el deseo, su hermana pequeña tiene que reconciliarse, al menos un poco, con el mundo tal y como es. El estilo es más duro, menos grandioso, menos perfecto quizás, y sin embargo Pierre Michon sigue demostrando ser un gran escritor, con su capacidad para enlazar temas con la fuerza de la metáfora, para expresar el éxito y la carencia, lo ridículo y lo creativo, todo al mismo tiempo.

En La Petite Beune, encontramos a los personajes donde los dejamos en 1961-1962, en la ciudad mercado de Castelnau, en la Dordoña rural, todavía ligada a la Tercera República tanto como a la prehistoria, de la que la región, entre Lascaux y La Madeleine, Les Eyzies y Font-de-Gaume, contiene muchas huellas. Recapitulando, en La Grande Beune, el narrador, un joven profesor recién nombrado, conoce a Yvonne, la bella estanquera, por la que siente un deseo inmediato e intenso. Su prometida, Mado, vino a visitarle, como un paréntesis, una irrupción desplazada del mundo urbano en este microcosmos que entrelaza la obsesión sexual y la invención del arte, la exacerbación de los sentidos y el misterio de las grutas, ornamentadas o desnudas. Sin nuevas figuras, sin nuevos territorios, la Grande Beune cede el paso a la Petite Beune. El vínculo entre los dos textos se refuerza con la imagen de Jean le Pêcheur, cantando a coro «bajo su ron». Jean, personaje secundario en el primer relato, tiene más espacio en La Petite Beune. Despreocupado y canalla en toda circunstancia, cazador-recolector retrasado , desafía las reglas, sobre todo cuando se trata de la pesca nocturna, clandestina y milagrosa. Pero tiene la otra cara de la moneda: es un hombre incapaz de ganarse la vida, pero que ha hecho de esta incapacidad su propia vida

No creo en las bellezas que se van revelando poco a poco, a poco que nos las inventemos; sólo me importan las apariciones. Ésta me puso al instante pensamientos abominables en la sangre. Decir que era un bocado soberbio es poco. Era alta y blanca, era leche. Era algo amplio y copioso como las huríes en las Alturas; anchuroso, pero estrangulado, con la cintura apretada; si los animales tienen una mirada que no desmiente sus cuerpos, era un animal; si las reinas tienen una forma propia de llevar erguida en la columna del cuello una cabeza plena pero pura, clemente pero fatal, era la reina. Aquel rostro regio iba desnudo como un vientre; y, en él, esos ojos muy claros que tienen, milagrosamente, las morenas de piel blanca, esa índole rubia secreta bajo el pelo de ala de cuervo, ese enigma que nada, si por azar posees a esas mujeres, ni los vestidos remangados ni los gritos, resuelve. Tenía entre treinta y cuarenta años. Todo en ella era conocimiento del placer, ese mismo, desde luego, en que suele pensarse, pero también ese otro que dispensaba a todos, a si misma y a nada cuando estaba sola y dejaba de verse, sólo con apoyar las yernas de los dedos, volviendo un poco la cabeza, y entonces los discos de oro que llevaba en las orejas le tocaban la mejilla, mientras te miraba o miraba hacia otro lado, y aquel placer era agudo como una herida; lo sabía; lo llevaba con valor y con pasión. Bien está, no es posible hablar de ello; no, no es nada nacido de la arcilla: es como el latido furioso de miles de alas, en tempestad, y, no obstante, no existe materia más plana, más grávida, más ensartada en su peso. El peso de ese medio cuerpo, grácil en resumidas cuentas pese al acampanamiento de los pechos, era considerable. Unos paquetes de cigarrillos, bien colocados detrás de ella, la aureolaban. No le veía la falda, pero estaba sin embargo allí, detrás del mostrador desmesurado, imposible de levantar. La lluvia brusca, fuera, azotaba los cristales: la oía crepitar en aquella carne intacta.

Me seguía chorreando el pelo por la frente.

Aquella mujer, con los labios algo entreabiertos, benevolente y apenas extrañada, observaba pacientemente mi silencio. Estaba a la espera de lo ve las estrellas emocionaba a las estrellas, allá detrás, las pintaba de afeites, las adornaba como a unas Esther, las desnudaba para que, muy blancas, apareciesen dentro de un momento; unos rayos de luz le acariciaban el pelaje rojizo al zorro; unos niños en el campo veían relucir un pedrusco rejuvenecido y era un bifaz que me traerían mañana con algo parecido al amor; allá arriba, en la plaza, la estanquera se estremecía con las fiestas brutales de la noche, quizá le temblaba fugazmente la mano en un paquete de Marlboro, la falda le acariciaba los muslos. Honey cuando está bajando el sol, cuando llega la noche, cuando las mujeres tienen el alma desnuda como la mano

Pierre michon, La Grande Beune

En esta primera parte de La Petite Beune se escriben pequeñas vidas: la de Jean le Pêcheur y la de su compañero, el campesino Jeanjean, amante de Yvonne. Jeanjean, que también se burla de la vida a su particular manera, es otro «tipo gracioso», que 2tira del diablo por la cola» y enseña a los visitantes una cueva prehistórica perfectamente vacía. En La Grande Beune, la mirada del narrador se fijó en estos dos con una especie de aura enigmática. Admiraba su facilidad para enfrentarse al mundo de sensaciones que estaba descubriendo. Pero aquí, aunque él mismo sea divertido, porque como profesor se pasa el tiempo «enterrando capa tras capa la máscara de Hollywood en el fondo de lo relativo, de lo inesencial», los ve como repelentes. El joven profesor -cuyo nombre de pila, nos enteramos, es Pierre- dice que no quiere convertirse en lo que es Jean le Pêcheur, y no quiere creer, como Jeanjean, que «en este mundo no hay absolutamente nada».

En otro orden de cosas, Yvonne se adorna con la máscara de Hollywood, maquillada, vestida, engalanada, cuando el deseo se apodera de ella, «esta máscara que buscó Sumeria, que buscó Micenas, que supongo que buscó Cromañón», algo «exagerado, ridículo» pero que es también «el colmo de la civilización». Les deux Beune, por sus metáforas, por su deseo del estanco, por su prehistoria, trata también de la creación. En La Petite Beune, volvemos a encontrar la escritura de Pierre Michon, sus placeres – «la algarabía de coraceros enanos y antediluvianos» por cangrejos de río huidos-, su ojo único, su riqueza de expresión que le permite vincular sexo, autoridad erudita, pesca y arte. Pero hay algo furioso, colérico y reticente en el libro y en la carrera del narrador hacia la resolución de su deseo por Yvonne. La lluvia y la nieve que dominaban La Grande Beune han dado paso a la niebla en la que los personajes se mueven a tientas. Todos están menos alegres, menos felices. Yvonne sigue siendo suntuosa, pero también vulnerable y risible. Cuando, con falsos pretextos y demasiado vestida, entra en la posada llena de hombres, su elegancia se convierte en cursilería. El propio narrador, consternado, vagando por el bosque, incapaz de encontrar la Petite Beune donde espera que le espere Yvonne, se vuelve grotesco: «Mi traje […] estaba hecho polvo; la corbata frotada con musgo era un guiñapo. Las ramitas arrancadas de las ramas bajas formaban pequeños cuernos aquí y allá en mi pelo. Estaba perfecto. Sin embargo, siguió adelante. La desmitificación no funcionó: imperfecta, humana, Yvonne era tan deseable como siempre, y el entusiasmo del héroe nunca decayó.

La Grande Beune era un libro de elevadas aspiraciones y promesas, interrumpidas por la imposibilidad de que el acto estuviera a la altura de las expectativas. La Petite Beune retoma el problema y se enfrenta a él, sumergiéndose en el fango de la culminación. Tras el despegue, el aterrizaje siempre es difícil. Frente a la grandeza de las salidas, los finales pueden parecer más pequeños, pero tienen el mérito de resistir. «El Presente se encontró al fin», dice el narrador. En Tablée (2017), el autor reunía un cuadro que Manet había cortado en dos. Aquí, completa el cuadro que lleva veintisiete años en suspenso. Y no es menos bueno; es otra cosa.

«Disfrutar es una condena», dice su héroe. Para gran alegría del lector. Esperemos que nos lleguen muchos más textos. Allí: el vientre, los sueños, el sentido. Lo esencial. El erotismo de Michon comienza en el Paleolítico, sigue las grietas de la roca, el origen del mundo, y nos devuelve hoy a la confluencia triangular del Beune, el grande y el pequeño, que desembocan de cabeza en el Vézère. Michon localiza, sitúa, es preciso.

Oí brincar en el río una trucha.

Repitió para mí la exhibición pública de la hostería: se abrió el abrigo y sostuvo separados los faldones con ambas manos.

Dobló un poco la pierna; movió las caderas. Con su voz tan sabia en el bien decir, en la inflexión en el lugar preciso, con el deslizamiento exquisito del ceceo y su deseo que se estremecía en él, dijo: «Es como el zorro de noviembre»; al oír la palabra zorro me había empalmado más si ello hubiera sido posible.

-Ay, si aquel día hubiese usted hecho el gesto, si hubiese querido, si hubiese tenido el gesto.

Supe que entonces (pero ¿no lo había sabido siempre?), en la revuelta del bosque, no había girado la cabeza y exhibido el cuello más que para mostrarme el cuerpo escrito e invitarse a marcarlo a mi vez con miel negra.

¡Por supuesto que me había ansiado desde el primer día! Cuando mis ojos le habían atravesado el brazo al aire con la misma cantidad de flechas que atravesaban al mártir de la postal; que bajase los ojos entonces no era ni apuro ni indiferencia, era turbación. Nuestro deseo era mutuo, nuestra fechoría, nuestra pasión inmediata. Me le había aparecido como se me aparecía ella a mí. Y en cada ocasión en que iba a comprar mi paquete escarlata, era la boca escarlata de la petición sacrílega la que me sonreía.

Seguía exhibiéndose a dos manos, con el pubis ofrecido.

¡Cuánto me ansiaba!

Las manos de veinte años son trémulas, rabiosas, terribles: quería mis manos, desde luego. Pero me dije que lo que había deseado en mí era la infinitud de mi deseo siempre aplazado que se parecía a su goce infinito: gozábamos sin cesar con esa espera, ambos. Una inminencia eterna. Habíamos esperado mucho tiempo; ahora aplazábamos. ¿Había tan siquiera que consumar? Mi deseo interminable era el igual exacto de su goce interminable; siempre satisfecho, insatisfecho siempre, explícito y necesario como el brinco de una vaca paleolítica.

Habíamos aplazado con pasión.

Ella quería seguir hablando, mostrar sus palabras del todo desnudas para que la abrasase más la inminencia de su desnudez. Quería seguir; continuaba abriendo el abrigo con ambas manos; siguió diciendo:

-Y sobre todo el día en que… el número de los coches. El día en que el señor Jeanjean me forzó… me forzó a ponerme colorada.

Noté que esas palabras en su boca le clavaban dos espuelas en los costados, las mismas espuelas que en

los míos. El fingido titubeo en el verbo duplicaba su femineidad y mi deseo.

-Creí que iba a entregarme allí mismo, en el suelo, delante de usted.

Se le quebraba la voz. Agachó la cabeza. Estaba a punto de gozar.

Por la lengua se atrapa a los peces y a los hombres.

Pierre Michon, Le petite Beune

El vientre de Michon avanza, empuja, asusta incluso al hombre cuya sexualidad impensada está en todas partes y todo el tiempo presente. El pubis estira los tejidos tanto como el vientre de Pierre, pues el hombre y la mujer proceden del deseo más vivo e irreductible. El valle se dobla, los árboles se enfrían, el frío se calienta, lo húmedo pesa, el vientre del viento moja: «El mundo se había puesto los cordones para que yo lo arrugara, me seducía en todos los sentidos; el mundo es una mujer. Es el acto, la liturgia, la asunción. Se le quebró la voz. Bajó la cabeza. Estaba a punto de correrse: Los peces y los hombres se atrapan con la lengua.»

El hombre y la mujer aparecen aquí como dos especies diferentes, atraídas la una hacia la otra por el abismo creado por su diferencia anatómica: el hombre es un cazador poseído, y su falo un «pedernal» que talla su huella en el cuerpo de la mujer. La mujer aparece a veces como una «reina» inalcanzable, intocable, a veces como una presa de mirada «angustiada», «una perra» que hay que «coger» y «embutir» en un cuadrado de hormigón como un pinball en un café.

Michon es extraordinariamente ajeno a las convulsiones de las relaciones entre hombres y mujeres a las que asistimos hoy en día, e incluso se llega a pensar que, al distanciarse de estas transformaciones, pretende demostrar su soberanía como escritor. Seamos francos: ningún otro escritor contemporáneo podría escribir lo que él escribe hoy sobre el sexo sin ser visto como el último reaccionario. Sin embargo, al cerrar su historia, nos queda preguntarnos si es nuestro nuevo discurso sobre el amor, como la Kärcher (hidrolimpiadora) que utilizan dos personajes de la historia para borrar los dibujos de una cueva, lo que ha privado a la sexualidad de su dramaturgia arcaica. ¿O es que esta dramaturgia pertenece a una época pasada, y que en las paredes encaladas de la cueva del mañana está naciendo un nuevo escenario sexual que aún espera ser puesto en imágenes y palabras?

Densa, tensa, llena de fogonazos y arrebatos, la novela convierte esta tierra en el espacio bruto de una búsqueda del amor. Yvonne, la bella estanquera, lleva en su interior el deseo ardiente, el misterio de la diferencia entre los sexos, el origen del mundo.

Let’s be careful out there