Una deriva entre arquitectura y literatura posmoderna norteamericana
La perfecta aeronave de la historia no puede, por lo visto, equivocarse, siempre está en su hora en punto, en su altitud exacta, en la velocidad de crucero prefijada. La aparición de un león en Düsseldorf es un error del león, nunca un error del principio que establece que en Düsseldorf no hay ni puede haber leones
Rafael Sánchez Ferlosio
No existe una única posmodernidad. Hay una multiplicidad de gestos, de interrupciones, de desplazamientos que no configuran un estilo, sino una sensibilidad. Una forma de leer cuando ya no hay fondo. Una forma de construir cuando la estructura deja de sostener o sus muros de carga son demasiados pesados. El mundo, entendido como texto o como espacio habitable, ha dejado de organizarse en torno a la idea de origen o finalidad. Persisten los signos, pero ahora bajo la promesa luciferina de que no tendrás nada y serás feliz.
Propongo un metatexto, un trayecto oblicuo a través de dos lenguajes que, sin coincidir, se contaminan: el de la arquitectura posmoderna norteamericana y el de la narrativa que emerge, muta o se descompone bajo la misma atmósfera. No se trata de establecer equivalencias, sino de constatar que la disolución de la profundidad, el vaciamiento del sujeto como garante de sentido, y el desancaje de la superficie como espacio operativo, operan en ambos dominios como variaciones sobre una misma crisis.
Lo que se erosiona no es la capacidad de hacer sentido, sino la creencia en que dicho sentido habita en un nivel profundo. Frente al gesto moderno de “interpretar”, el posmoderno se limita a recorrer. Frente al edificio como estructura racional, la fachada como ficción insistente. Frente al relato como destino, la novela como deriva. El relato posmoderno ya no busca revelaciones, busca patrones; ya no avanza, busca una resonancia que encierre un latencia.
El edificio AT&T de Philip Johnson no dice más de lo que muestra. Su frontón es signo sin necesidad estructural, reminiscencia cultural sin herencia. Es un fragmento de historia convertido en gesto. No se esconde nada tras él. Se presenta como imagen que reconoce su condición de cita. Su ironía no es paródica, raya un desdén encubierto: se inscribe en un contexto saturado de referencias y, como toda arquitectura posmoderna, no aspira a fundar, sino a ser leída.
American Psycho tampoco representa una interioridad. No hay conciencia, solo protocolo. Patrick Bateman se deshace en su propio decorado. Cada prenda de ropa, cada restaurante, cada músculo, cada asesinato, repite el mismo signo: nada hay detrás. La identidad no se oculta. Se ha disuelto en el inventario. La novela avanza por acumulación. Cada gesto, cada elección estética se pliega sobre sí misma. No hay dialéctica. Hay iteración. En ese entorno, el horror se vuelve contable.
Robert Venturi escribió que la arquitectura moderna negaba la complejidad, buscaba la pureza de una razón formal. Su arquitectura, en cambio, asumía la contradicción como principio. «Menos es un aburrimiento», decía. El posmodernismo en arquitectura no es exceso. Es conciencia de que ya no hay centro. Las formas ya no responden a necesidades, sino a memorias deformadas, a lógicas afectivas, a contaminaciones deliberadas. Una cornisa decorativa puede no sostener nada, aunque ancle en el imaginario una ventana que no necesite abrirse.
Lo mismo ocurre con House of Leaves de Mark Z. Danielewski. Su texto no busca revelar un significado oculto: la casa no tiene fondo. Se expande. Se bifurca. No hay espacio simbólico que sustente la narración. Hay una topografía inestable que obliga al lector a deambular por la forma como si fuera arquitectura. La lectura no ocurre en línea recta, sino en espiral, en fuga, en suspensión. Los márgenes, las notas al pie, las tipografías múltiples, todo remite a una desorientación deliberada. La sensación de profundidad es una ilusión producida por la proliferación de capas, no por la existencia de un centro.
Esta convergencia entre edificios y novelas mas que una analogía, pretende ser un acontecimiento compartido. Aspira a la intención de poner el ojo en la transformación histórica dentro de la cual el lenguaje, la materia, y la cultura dejan de operar bajo la gramática de la representación. Ya no se espera que el arte revele. Se acepta que inscriba. La función expresiva ha sido sustituida por una función cartográfica. Las obras ya no muestran un mundo interior, sino una forma de organización. Lo político no desaparece: muta de eje.
Lo que Charles Jencks llamó «doble codificación» puede leerse también en The Crying of Lot 49. En esa novela, Pynchon no propone una alegoría cerrada. Edipa Maas, lejos de descifrar un mensaje, se ve arrastrada por una proliferación de signos cuya coherencia nunca llega a descifrar. El sistema de comunicación oculto que persigue no revela una verdad, sino su propia imposibilidad. El texto no es una máquina cargada con bombas semánticas, es mas bien una superficie interferida. Cada dato parece significar algo, pero no se alcanza nunca una totalidad. La paranoia, a fortiori, ya no es enfermedad del sujeto, sino forma posmoderna de lectura.
La ciudad norteamericana, pensada desde Venturi o narrada desde Calvino, abandona su sentido como espacio ordenado para devenir en campo de signos. No se transita para llegar, sino para leer. Las fachadas, los centros comerciales, las autopistas, los no-lugares, configuran una narrativa sin argumento. El texto urbano y el texto literario se contaminan de una misma lógica: lo importante no es lo que significan, sino cómo se organizan. Leer una ciudad, hoy, es interpretar un sistema sin clave. Caminar no es desplazarse, sino activar recorridos semióticos discontinuos. Como si cada semáforo, cada letrero, cada sombra, participara de una sintaxis invisible que no conduce a ninguna frase.
Jameson lo formuló con claridad: la posmodernidad no es una época estética, es la forma simbólica del capitalismo tardío. No es una moda, sino una condición material. No se trata de elegir entre profundidad y superficie, sino de entender que la superficie se ha convertido en el nuevo campo de operaciones. Donde antes se buscaba origen, ahora se cartografía. Donde antes había sujeto, ahora hay espectador. Donde antes había verdad, ahora hay código. La estética posmoderna es un síntoma, pero también una estrategia.
No busco concluir, trato de abrir una forma de lectura: una lectura que no busca decodificar lo oculto, sino aprender a moverse en lo visible. Leer un edificio, atravesar una novela, no como representaciones de un mundo, sino como dispositivos que piensan su propio lenguaje.
No hay fondo. Hay inscripción.
Hay persistencia de la forma.
Hay superficies que piensan.
Como la fachada de una torre sin interior.
Como un mapa que no representa nada.
Como una frase que se escribe sola.
ZIA · Zona Imaginal Autónoma
ramonacrobata · 2025
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