Una meditación sobre Americana, de Don DeLillo
«I did not see myself clearly in any of the things I looked at.»
—Don DeLillo, Americana
Algunas novelas se gestan como respuesta a un malestar anterior al lenguaje, a una grieta que no tiene forma de pregunta ni de cifra.
Americana no se instala en la tradición de las historias que avanzan. No finge resolver nada. Tampoco propone un diagnóstico. Su movimiento es otro: lento, contenido, sin afirmaciones, como quien avanza por la niebla con la conciencia de que nada esperará al final.
La voz de David Bell no llega desde la emoción ni desde el pensamiento. Habla desde un umbral incierto, un lugar donde la mirada no alcanza a configurar una identidad.
Lo que observa se le ofrece, sí, pero como reflejo opaco, como imagen desprovista de profundidad. Su percepción es nítida, sin embargo no toca lo real. Esa disociación no se explica. Se encarna en la sintaxis, en el ritmo, en la reticencia precisa de cada párrafo.
En Americana, DeLillo organiza el relato desde una especie de progresiva desaparición.
El mundo representado no estalla ni colapsa. Se desgasta.
Primero es el ascensor, la oficina, la televisión.
Después, la carretera, el falso documental, las voces que ya no se proyectan.
Finalmente, el silencio de una identidad que no regresa.
No hay caída. Hay disolución.
Lo trágico no ocurre. Es previo, está dado desde la primera página, como condición de lectura.
Nadie lo dice, pero se percibe.
El viaje —tan central en la tradición narrativa estadounidense— no representa aquí una búsqueda ni una fuga.
Se impone como gesto vacío, repetición de un rito sin mapa ni dioses.
Bell filma, pero no registra. Su cámara no revela.
Solo deja constancia del vacío.
Los paisajes no se abren. Se retraen.
Cada imagen parece devorada por su propia superficie.
Lo esencial no es la crítica cultural ni el retrato de una América desquiciada por sus pantallas.
Eso sería limitar la lectura a su epidermis.
Lo que pulsa más hondo es otra cosa.
Una pregunta sin forma:
¿qué ocurre con la conciencia cuando ya no puede reconocerse en lo que ve?
La prosa no busca representar. Tampoco dramatizar.
Se retira con cuidado.
No hay adornos. No hay conclusiones.
Las frases se pliegan sobre su propia duda.
Hablan como si pedir permiso para hablar ya fuera parte de la honestidad que sostienen.
La escritura no afirma.
Sostiene.
Resiste.
Queda la imagen:
Bell atraviesa su antiguo barrio. Los niños salen de clase.
Él camina entre ellos.
No lo miran. No lo nombran.
Él mismo no se reconoce.
Esa escena —la más tenue del libro— contiene su densidad más exacta.
El regreso no ha tenido lugar.
O quizá no hay lugar al que regresar.
Lo que se ha perdido no es una historia ni un vínculo.
Es la posibilidad misma de pertenecer a una imagen que nos incluya.
Leer Americana hoy exige silencio.
No silencio reverencial.
Un silencio que acompañe.
Como el que ocurre cuando alguien escucha el eco de una voz que se va alejando,
no porque haya huido,
sino porque ya no tenía nada que decir
sin traicionarse.
Let´s be careful out there