Ni siquiera soy el más rápido de mi poblado».
—Samson Kimobwa, tras batir el récord mundial de 10 000 metros en Helsinki, 1977
Ayer, mientras entrenaba con dos amigos, llegó hasta mí la figura de Samson Kimobwa, del mismo modo en que suelen aparecer las anécdotas que captan mi interés. Me hablaron de un fondista keniano que había batido un récord mundial y que, para sorpresa general, afirmó no ser siquiera el más rápido de su aldea.
Helsinki, 30 de junio de 1977. Una tarde gris, el cielo encapotado que parece perpetuo en el verano finlandés. El Estadio Olímpico vibra con un murmullo contenido. Once vueltas largas a la pista, un hombre delgado que corre con paso sostenido, los últimos 400 metros que se abren como un túnel de gritos y respiración. Cuando cruza la meta, el marcador electrónico muestra un número que apenas unos pocos comprenden al instante: 27:30.47. Récord mundial de 10 000 metros.
Lo esperado: aplausos, fotografías, cronómetros levantados como testigos de una verdad mecánica. Lo inesperado: el hombre que acaba de correr más rápido que nadie en esa distancia parece desconcertado.
Los periodistas se lanzan a la pista. No hay sala de prensa, no hay podio con micrófonos: improvisan una rueda de prensa en el tartán todavía húmedo. Preguntan en inglés, gritan, quieren la emoción inmediata, la frase redonda. Una intérprete traduce con esfuerzo. Kimobwa escucha y sonríe con cierta incomodidad. Cree haber entendido: le hablan de una marca, de un buen tiempo, quizá el mejor del año. Asiente con timidez.
La corrección no tarda:
—No del año —insiste un periodista—. Has conseguido el mejor tiempo de toda la historia. Nadie ha corrido nunca tan rápido esta distancia como tú esta tarde.
La intérprete traduce. El silencio es denso. Kimobwa niega con la cabeza.
—Eso no puede ser. Es imposible.
—¿Por qué?
—Porque ni siquiera soy el más rápido de mi poblado. Allí había un chico que siempre me ganaba.
La frase cae como un objeto extraño. Los periodistas dudan, anotan, algunos sonríen con incredulidad. Pero lo que ha sucedido es más hondo: un cortocircuito.
Porque para la prensa europea la palabra récord es incuestionable. Un número validado por jueces, máquinas, reglamentos. El archivo universal de la gloria. “El mejor de todos los tiempos” es el cliché que se repite en titulares y crónicas. El héroe solitario, dueño de un instante absoluto.
Para Kimobwa, en cambio, no había nada absoluto. Su verdad era otra: un recuerdo de la infancia, un chico de su aldea que siempre le ganaba cuando corrían. Ese recuerdo invalida, en su conciencia, la categoría de “el mejor del mundo”. ¿Cómo puede ser el mejor de la historia alguien que no era el mejor entre los suyos?
No se trata de humildad. Se trata de desubicación. Kimobwa no entiende el ritual al que ha sido arrastrado. Está fuera de lugar en la liturgia occidental de la épica deportiva. La prensa habla de cronómetros; él recuerda cuerpos anónimos, polvo de caminos, carreras que nunca nadie midió. Dos lenguajes que no se traducen, dos maneras de otorgar valor que se cruzan y se desconocen.
El récord duró un año. En 1978 lo batió Henry Rono, otro keniano, también salido de las universidades norteamericanas. Kimobwa quedó registrado como una línea en la evolución de la marca. Los archivos lo guardan como dato, una cifra entre otras. Pero lo que sobrevive de aquella tarde no es el número, sino la escena absurda de un hombre que no entiende qué le celebran.
Quizá ahí esté lo verdaderamente valioso: la grieta que muestra la fragilidad de nuestras narrativas. Decimos “el mejor del mundo” cuando en realidad queremos decir “el más rápido bajo estas condiciones, en este instante”. El cronómetro no mide lo invisible: el sufrimiento, el entrenamiento en soledad, el chico anónimo que corría más rápido en un poblado keniano sin jueces ni estadios.
Después de Helsinki, Kimobwa no se dedicó a perseguir récords. Volvió a Kenia, fue profesor de matemáticas y física, entrenó a jóvenes como Ismael Kirui o Boaz Cheboiywo. Murió en 2013, a los cincuenta y siete años, lejos de los focos. Su vida siguió otra lógica: la de quien corre, enseña y transmite sin preocuparse por los archivos de la historia universal.
Lo más importante de esa tarde de Helsinki no fue un número. Fue la frase que todavía resuena: “Ni siquiera soy el más rápido de mi poblado”. No es modestia ni broma. Es un recordatorio de que hay mundos que no caben en nuestros cronómetros, hazañas que nunca serán registradas, gestas invisibles que no pueden convertirse en récord.
Y es que el verdadero récord de Kimobwa no fue corre aquel día más rápido que ningún otro hombre los 10.000 metros, sino haber puesto en evidencia, sin proponérselo, la distancia entre dos formas de medir la grandeza: la del archivo global y la de la memoria íntima.
Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there