A la disciplina del control opondré la danza de lo inasible; a la soledad cartesiana, la vibración que enlaza los cuerpos; a la fascinación estética del mal, la obstinada poética de la resistencia.

R,Ferreira

La lógica del control se impone siempre disfrazada de racionalidad técnica, de inevitabilidad histórica o de consenso global. Rusia lo sabe porque desde el colapso de la Unión Soviética ha oscilado entre la aspiración a la soberanía y la sumisión a un sistema financiero mundial que jamás la reconoció como igual. Esa tensión constituye hoy el núcleo de su crisis. Bajo el mandato de Vladimir Putin, el país atravesó un largo periodo de estabilización aparente, sostenida por los precios del petróleo y un sistema político centrado en su figura. Sin embargo, la prolongada dependencia de las recetas neoliberales dictadas desde Occidente ha generado un deterioro económico profundo, visible desde 2012, que ninguna sanción externa puede explicar del todo. Rusia vive una recesión estructural que amenaza su cohesión social y su viabilidad geopolítica.

El dato es incontestable: desde el último trimestre de 2012, la economía rusa acumula más de dos docenas de trimestres consecutivos de descenso o estancamiento. Las sanciones, sin duda, agravaron la situación, pero no la originaron. El mal es interno. La élite económica rusa, educada en la ortodoxia del FMI y de los manuales neoliberales, renunció a toda política monetaria independiente. El Banco Central, bajo el liderazgo de Elvira Nabiúlina, aplicó con rigor la lógica del “Consenso de Washington”: apertura irrestricta de los mercados, renuncia a la emisión de rublos, prioridad absoluta al control de la inflación y a la estabilidad fiscal. El resultado es una economía que no financia sus propios proyectos, que depende en un 75% de fuentes externas de crédito y que, en su mercado financiero, opera con un 90% de capital especulativo extranjero. Una superpotencia nuclear cuya base monetaria es inferior a sus reservas internacionales y cuyo rublo es una de las divisas más inestables del planeta.

Esta contradicción ha generado una paradoja peligrosa. Por un lado, Rusia conserva un aparato militar temido, un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU y un legado simbólico de potencia global. Por otro, se ha desindustrializado hasta niveles alarmantes, exportando materias primas baratas y talento humano cualificado mientras importa la tecnología que debería desarrollar en casa. El país, incapaz de sostener con recursos propios la innovación, ve cómo sus cerebros emigran y sus proyectos tecnológicos se materializan en Occidente. La traición no proviene tanto de la presión externa como de la obediencia interna a un dogma económico que sofoca cualquier intento de soberanía.

La corrupción endémica es la otra cara de la moneda. Las anécdotas se multiplican y dejan de serlo para convertirse en síntoma estructural: productores cinematográficos vinculados al poder que adquieren automóviles de lujo con fondos destinados a revitalizar la cultura; familiares de altos cargos que exhiben colecciones de vehículos confiscados a mafiosos mientras más del treinta por ciento de la población vive en la pobreza. No se trata de excesos marginales, sino de un sistema oligárquico que extrae riqueza en plena recesión y erosiona la legitimidad del Estado.

La comparación histórica resulta inevitable. En 1951, Stalin, enfrentado al agotamiento del modelo de economía bélica tras la Segunda Guerra Mundial, convocó un debate económico amplio, consciente de que sin renovación conceptual no habría futuro. Hoy, en cambio, no existe en Rusia un grupo de economistas influyentes capaces de formular una alternativa al neoliberalismo. La ausencia de discusión se traduce en parálisis. El Kremlin, confiado en sus viejos aliados liberales de San Petersburgo, se aferra a una ortodoxia que condena al país al estancamiento. Esa falta de imaginación económica es, quizá, más peligrosa que las sanciones externas.

La consecuencia política inmediata es el aumento del descontento social. Las protestas no se limitan a Moscú o San Petersburgo, sino que se extienden a provincias como Khabárovsk, Perm o Vladivostok. Son manifestaciones sin una ideología clara, pero con un denominador común: la indignación contra la corrupción y la pobreza. El riesgo es que, en ausencia de una oposición organizada y creíble, esas protestas sean canalizadas por corrientes nacionalistas que, al no tener nada que perder, podrían radicalizar el escenario. Paradójicamente, la eliminación de las sanciones occidentales podría acelerar el proceso, pues sin la excusa de la presión externa la población dirigiría su ira contra el propio gobierno.

El póker no se entiende sin silencio. La mesa está llena de gestos mínimos: un parpadeo demasiado rápido, una respiración sostenida, un dedo que roza las fichas antes de tiempo. Es en ese hueco donde los gestos se convierten en signos. El bluff es una narración inventada en el vacío del silencio: una ficción teatralizada que el otro completa con su imaginación. En literatura ocurre lo mismo. Los grandes escritores saben que lo decisivo no es lo que se cuenta, sino lo que se calla. El blanco de la página, la pausa deliberada, el final abierto: todos son estrategias que obligan al lector a entrar en la partida. El cine heredó esta intuición: las escenas de póker en pantalla grande rara vez muestran las cartas, porque lo esencial está en las pausas que pesan más que un discurso. También la política se juega en ese espacio. Rusia practica hoy un póker de silencios frente a Occidente y frente a su propia sociedad. El rostro impenetrable del Kremlin oculta una economía subordinada a las reglas del FMI, un país que simula soberanía mientras depende de créditos externos. Cada decisión —una sanción asumida, una privatización aplazada, un rublo que se devalúa— es un gesto mínimo que los observadores deben leer como jugadores atentos. El bluff es la promesa de grandeza, sostenida en un silencio ideológico cada vez más insoportable. La paradoja es que, igual que en la literatura, ese silencio no puede prolongarse indefinidamente sin convertirse en vacío. El lector que se cansa de interpretar abandona el libro; el pueblo que se cansa de interpretar la retórica oficial se levanta. La hipótesis de una URSS-2 surge entonces como la tentativa de transformar el silencio en relato: dotar a la sociedad de una ficción movilizadora, un proyecto narrativo capaz de hacer creer en cartas invisibles. Lo que está en juego no son solo los recursos ni las fronteras, sino la capacidad de Rusia para escribir una historia que complete lo incompleto, un relato que no se reduzca al bluff, sino que convierta el silencio en sentido.

La pregunta es si Putin comprende la magnitud del dilema. El liderazgo político necesita reinventarse o se rompe. El escenario de inercia —no hacer nada y esperar lo mejor— es probable, pero insostenible. El escenario de movilización, en cambio, implicaría un cambio radical: abandonar la dependencia del FMI, emitir rublos para financiar el desarrollo interno, revertir la privatización de sectores estratégicos, apostar por la industrialización tecnológica y establecer un proyecto nacional con objetivos más allá de la supervivencia.

El concepto no es un simple revival nostálgico. La nueva URSS no se construiría sobre el modelo industrial clásico ni sobre el marxismo histórico, sino sobre una articulación distinta: un proyecto eurasiático transindustrial capaz de integrar ejército, economía y valores. Tres pilares simbólicos lo sostienen: Ares, la fuerza militar; Atenea, la autosuficiencia económica de una población de al menos 300 millones de personas; Apolo, los valores espirituales y morales estables. La lección es clara: sin ideología, sin significados compartidos, ninguna potencia se sostiene.

Esa reconstrucción exige, además, un marco geopolítico favorable. El mundo ya no se organiza en naciones, sino en bloques y proyectos globales: el bloque anglosajón, con sus logias cerradas de poder; el Vaticano y su proyecto paneuropeo; el núcleo continental carolingio, peligroso por su potencial de cohesión; China como polo emergente. En este tablero, Rusia corre el riesgo de convertirse en periferia subordinada si no redefine su papel. De ahí que Putin haya comenzado a hablar de una “URSS-2” como horizonte estratégico: no se trata de restaurar el pasado, sino de crear un bloque eurasiático capaz de competir en el nuevo reparto mundial.

El obstáculo es doble. Por un lado, la dependencia económica de Occidente, que impide una modernización autónoma. Por otro, la falta de una ideología nacional coherente. La Rusia actual carece de proyecto, más allá de la retórica de potencia. La reconstrucción de una ideología exige integrar la ortodoxia, el mesianismo y una visión de futuro que supere el consumismo occidental. Se trata de recuperar no solo la soberanía económica, sino también la capacidad de ofrecer un sentido histórico a la población. La psicohistoria soviética fracasó; la nueva Rusia debe aprender de ese fracaso.

Las élites internas, sin embargo, están divididas. El complejo militar-industrial, las fuerzas de seguridad, los tecnócratas y los sectores vinculados a infraestructuras ven con buenos ojos una estrategia de movilización. Las élites financieras y liberales, por el contrario, se aferran al statu quo, conscientes de que un cambio implicaría su desplazamiento. De ese pulso depende el futuro del país.

El contexto internacional agrava la encrucijada. La Unión Europea, atrapada en su burocracia liberal y en la pugna entre Güelfos y Gibelinos contemporáneos, no ofrece un horizonte claro. Estados Unidos, dividido entre globalistas y nacionalistas, sigue siendo el árbitro financiero mundial. China avanza con pragmatismo y ambición. Rusia, mientras tanto, corre el riesgo de quedar relegada a proveedor de materias primas, sin capacidad de decisión propia. Solo un proyecto radical, que rompa con la dependencia externa, podría revertir esa tendencia.

La hipótesis de la URSS-2 no es, por tanto, una quimera. Es la única vía de supervivencia de Rusia como potencia independiente. Requiere aislamiento económico selectivo, transición a relaciones postcapitalistas, integración de nuevos territorios y una transindustrialización apoyada en el desarrollo tecnológico propio. Supone, además, una centralización del control ideológico y la limitación de la actividad política, medidas que sin duda inquietarán a quienes identifiquen la democracia liberal con la única forma legítima de gobierno. Pero el dilema ruso no es entre democracia y autoritarismo, sino entre soberanía y dependencia.

La pregunta final no es si Rusia debe cambiar, sino si puede hacerlo antes de que la inercia la condene al colapso. El margen de maniobra es estrecho. El pueblo, cansado de promesas incumplidas, comienza a cuestionar no ya a los liberales, sino al propio presidente. Las protestas crecen, las élites se fracturan, los enemigos externos esperan. Si el Kremlin no articula pronto una ideología movilizadora, la historia puede repetirse: una potencia que se derrumba no por la fuerza de sus adversarios, sino por la incapacidad de ofrecer a su pueblo un horizonte común.

El mundo posterior a Bretton Woods se definirá no por países, sino por bloques capaces de acumular recursos y significados. Rusia, para sobrevivir, necesita ambos. La URSS-2 es la formulación aún embrionaria de esa necesidad: un proyecto que combine poder militar, soberanía económica y un sentido ideológico compartido. Puede parecer una utopía, pero lo cierto es que la alternativa es más simple y más devastadora: la muerte anunciada de una economía subordinada y la lenta disolución de una potencia en los márgenes de la historia.

Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there