La música no es reproducción. La música es una misión de exploración de nuestro mundo interior y también del todas las personas que acuden al concierto.
La humanidad está en un momento difícil y la música es un tesoro que nos ayuda a entendernos a nosotros mismos y a encontrar la belleza del mundo y compartirla con otros.
Teodor Currentzis
Wir geniessen die himmlischen Freunden
Drum tun wir das Irdische meiden
Saboreamos las felicidades del cielo
Por esto huimos de lo terrenal
Gustav Mahler
Renacer con alegría, con estas palabras termina la cuarta sinfonía de Gustav Mahler que de manera eficaz, aunque rozando lo camerístico, ofreció ayer en el Palacio de la Ópera de La Coruña una OSG dirigida de manera magnífica por Roberto González -Monjas, emocionante , sin paliativos.
Bruno Walter describió la Sinfonía núm.4 de Mahler como «un cuento de hadas» en el que las terribles visiones de las sinfonías previas son despejadas «por la suave voz de un ángel». Así es, y así lo transmitió la deliciosa voz de la soprano Nikola Hillebrand con una pureza tímbrica y un fraseo etéreo deslumbrante en su versión de Der Himmel hangs voll Geigen. Ni que decir tiene, que apenas iniciada su treintena la joven soprano alemana tiene por delante un futuro enormemente prometedor
Tradicionalmente se ha visto la cuarta de Mahler como el perfecto pórtico de entrada a su obra, el primer paso ideal para adentrarse en el sacro recinto de su obra sinfónica. A ello contribuye la belleza y lo fácil que son de memorizar sus melodías, el gusto de boca ligero, infantil, con el que se queda uno tras escucharla y, no menos importante, el hecho de que sólo necesita una orquesta de modestas dimensiones (Lo nunca visto: ¡Mahler sin trombones!). Pero, a pesar de ello, no conviene engañarse por su engañosa sencillez si se la compara con otros leviatanes sinfónicos del mismo autor, posteriores y anteriores. La cuarta es puro Mahler hasta el fondo y eso significa una dosis profunda del trinomio metafísica-magia-religión.
A diferencia de las sinfonías previas, cada movimiento de la Cuarta es más sucinto, y la orquestación más reducida, evitando el uso de metales graves y extensa percusión. Un guiño a la orquesta del siglo XVIII, aunque la inclusión de maderas a tres, cuatro trompas, tres trompetas y un arpa, va más allá de lo habitual en el clasicismo.
Una idea que hay que recordar siempre a la hora de adentrarse en esta (y en todas) las sinfonías de Gustav Mahler es que él no se ganaba la vida componiendo música: el se dedicaba profesionalmente a ser director de orquesta, de la Opera Imperial de Viena, nada menos. Sólo cuando llegaban los meses de verano y la temporada acababa, Mahler se podía retirar a su casa de Maiernigg-am-Wörthersee (en Carintia, sur de Austria cerca de Eslovenia) y, más concretamente, a una pequeña «cabaña para componer» que se había hecho construir junto al lago. Allí, en el verano de 1899, Mahler descansaba de su segundo año en la Opera de Imperial donde había tenido que pelear sin parar hasta el agotamiento con músicos, cantantes y con todo el mundo, y allí terminó de componer su cuarta sinfonía.
Esta sinfonía recibió múltiples y crueles críticas desde el momento que fue estrenada pero sólo una de ellas parece completamente justificada: «Mahler ha escrito música de programa pero sin programa». Nada más fácil de remediar a ciento veintiséis años de su estreno y gracias a la ciclópea historiografía que existe sobre el músico. Si tuviéramos que resumir cuál sería este programa no confesado en una sola frase yo elegiría esta: «la visión de la Gloria Celestial a través de los ojos de un niño». De hecho la composición de toda la sinfonía giró en torno al cuarto movimiento final, previsto en un primer momento para la tercera pero que al final se convirtió en el alma de la siguiente. Se trata de la canción «Das himmlische Leben» (La vida celestial), cuya letra procede del conjunto de poemas tradicionales alemanes «Des Knaben Wunderhorn» recopilado por Achim von Arnim and Clemens Brentano a principio del XIX. Mahler puso música a 12 de estos poemas a lo largo de su vida (el concierto de hecho comienza con una selección de estas piezas a cargo del barítono Florian Boesch y la soprano Anna Lucia Richter).
Los cuatro movimientos de esta mágica sinfonía, plagiada hasta la saciedad por decenas de compositores de bandas sonoras cinematográficas, son como las cuatro secciones de un laberinto poblado de recodos inolvidables donde suceden todo tipo de cosas maravillosas. Atentos al arranque del violín solista en el segundo movimiento: es la discordante llamada de la muerte atrayendo a los niños (el instrumento estará afinado un tono por encima del habitual para acentuar la atmósfera entre maléfica e infantil de la escena). El tercer movimiento es indescriptible; es el tipo de música con que los melómanos podríamos explicar a los que no lo son porqué somos precisamente eso, melómanos (como en toxicómanos).
El movimiento de apertura, en la forma sinfónica tradicional, tiene una melodía desarmante, ocasionalmente coloreada por el tintineo de las campanas de los trineos. La claridad de la orquestación de Mahler, incluso cuando se escuchan varios contrapuntos a la vez, es asombrosa. Una buena melodía sigue a otra, todas parecen sonreír, nunca hacer muecas, y el cierre es exquisito.
El segundo movimiento, una especie de scherzo, presenta un violín solista ( impecable Máximo Spadano, como siempre que lo he visto) afinado más alto que la afinación normal para sugerir el espectro de la muerte. Hay sombras fantasmales en esta música, quizás ligeramente amenazadoras, pero dejadas de lado por la calidad» gemütlich»del pulso. Como ocurre a menudo en Mahler, nunca termina hasta que ha agotado las implicaciones de su material: si hay nuevas permutaciones y combinaciones que descubrir, las descubrirá.
El tercer movimiento es un Adagio tranquilo, particularmente generoso con los violonchelistas, que presentan el primer tema. Después de un tiempo, el tempo se acelera repentinamente, recordando el pulso del scherzo, con el tema principal arrastrado a nuevos disfraces. Justo cuando el ritmo parece estar fuera de control, las bocinas se ponen en los frenos y la calma regresa. Pero llega una nueva sorpresa en forma de un gigantesco acorde de Mi Mayor, una clave que suena remota y nueva aunque se haya articulado antes. Esta notable intrusión es importante para el arpa y luego para los timbales, dirigida a martillar con ambos palos en notas simples, y el movimiento retoma el ritmo y la clave de su comienzo, dejando sólo una sombra ambigua.
La implicación de ese momento no se aclara hasta las últimas páginas de la sinfonía, que terminará finalmente en esa misma tonalidad de mi mayor, como si el sueño del niño hubiera llevado, como un camino de ladrillos amarillos, a esa particular visión del cielo. El último movimiento confía la visión a la solista soprano, cuya primera melodía ha sido prefigurada en movimientos anteriores, pero ahora la escuchamos entera, con las palabras «Disfrutamos de las delicias celestiales». El niño imagina una vida despreocupada en el cielo, llena de bailes y juegos, buena música y buena comida (espárragos, frijoles, liebre, pescado, vino), y llena de santos y mártires también. El niño no tiene reparos en imaginar al Rey Herodes matando un cordero o a San Lucas matando un buey. San Pedro pesca, por supuesto, y Santa Marta, la patrona de los cocineros, sirve el plato. El por qué Mahler retuvo los tres versos que mencionan a Santa Úrsula, martirizada junto con once mil vírgenes, es un misterio, ya que omitió un verso del poema que menciona a San Lorenzo, otro mártir también considerado como el santo patrón de los cocineros porque él mismo era… cocinero. y claro está, todo esto es inefable, increíble , pero todo esto era Mahler, toda esta «naïveté» pasmosa, esta ingenuidad de un intelectual sofisticado que como escribió Leonard Bernstein:» se agarra con cuerpo y alma a una promesa de un cielo lleno de comida: ese fascinante mecanismo de niño humilde, de niño judío que aboga por un cielo cristiano en el que podrá comer de todo».
Decimonónica o contemporánea?… ¿Humorada inocente o burla?… Y esos cascabeles… ¿Sonrisa colorida o amargo escepticismo?… Muy pocas ideas serias parecen brotar de esta música, compuesta a partir del último movimiento, «La vida celestial», que es una estampita naïf sobre un banquete en el paraíso. ¿Y ese toque de trompeta que anticipa la Quinta Sinfonía?… ¿Y esa reexposición como saliendo de un sueño?… Hasta la Muerte parece una máscara de carnaval, encarnada en el violín del «Amigo Hein» (segundo movimiento). En el tercero, la aparente «sonrisa de Santa Úrsula» es tal vez su propia madre, con esa mueca trágica tras el velo beatífico. El inexplicable final. La explicación de Joan Grimalt, según los tópicos mahlerianos: ¿rebeldía?… La percepción de Enrique Rueda: ¿una sinfonía-respiro?… ¿Mahler moderno o antiguo?… Lo que dicen Theodor Adorno, Harold Schonberg , González Casanova y el maestro Pérez de Arteaga. Todo el mundo tiene una teoría… , a mi me basta con la afirmación de Gustav Mahler de que ‘El arte es la expresión de lo divino dentro de nosotros’, reconociendo la capacidad de elevación que el arte nos brinda, pues es un medio para acceder a una dimensión más profunda de nuestra existencia, «ese no sé que que se queda balbuciendo», pues no hay en Mahler sucedáneo de dogma ni de culto, no sé trata como creen algunos, de la visión Wagneriana del arte con religión, por favor, Mahler resulta tremendo y dulce a la vez: trata de la máxima tensión de lo humano como misterio en sí; no puedo dejar de pensar en el cántico veintiocho del purgatorio cuando Dante se adentra en el edén terrenal, que no es otra cosa que un paraíso a escala humana, con elementos naturales; frondas, céfiros, ríos, trinos que promueven un constante bienestar, y que a medida que camina se encuentra con el Leteo, el río del olvido, y ve en la otra orilla a una mujer bella y misteriosa: Matelda, encarnación de la felicidad, que le explica la naturaleza del edén y el origen de las plantas de la tierra.
Para terminar, surge la pregunta: ¿ y la Viena de los otros compositores ? Inmediatamente surge el nombre de Strauss. Que el Strauss de El caballero de la rosa resume la Viena de la que se tiene fácil nostalgia, no hay duda, pero no es menos indudable que Strauss es incapaz de meter la rebeldía en su estructura, y de aquí el que Mahler, admirando su técnica, adivine primero y sepa después que lo del «trance» no rige para su camarada. Del poeta Richard Dhemel, el que inspiró la Noche transfigurada, tenemos el siguiente tremendo y lúcido testimonio: «Strauss, fascina y brilla, cuenta anécdotas y se queda en la superficialidad terrena. Mahler arde, ilumina, tiende hacia lo alto y nos arrastra con él, mucho más allá de nuestro destino personal».
Des Menschen Seele
Gleicht dem Wasser:
Vom Himmel kommt es,
Zum Himmel steigt es,
Und wieder nieder
Zur Erde muß es,
Ewig wechselnd.
Strömt von der hohen,
Steilen Felswand
Der reine Strahl,
Dann stäubt er lieblich
In Wolkenwellen
Zum glatten Fels,
Und leicht empfangen
Wallt er verschleiernd,
Leisrauschend
Zur Tiefe nieder.
Ragen Klippen
Dem Sturz entgegen,
Schäumt er unmutig
Stufenweise
Zum Abgrund.
Im flachen Bette
Schleicht er das Wiesental hin,
Und in dem glatten See
Weiden ihr Antlitz
Alle Gestirne.
Wind ist der Welle
Lieblicher Buhler;
Wind mischt vom Grund aus
Schäumende Wogen.
Seele des Menschen,
Wie gleichst du dem Wasser!
Schicksal des Menschen,
Wie gleichst du dem Wind!
Johann Wolfgang von Goethe
El alma humana
es como el agua:
viene del cielo,
sube al cielo
y debe volver a bajar
a la tierra,
en constante cambio.
El rayo puro fluye desde la alta y
escarpada pared de roca , luego se espolvorea dulcemente en ondas de nubes sobre la suave roca y, fácilmente recibido , rueda hacia abajo como un velo, susurrando silenciosamente hasta las profundidades.
Si los acantilados
se elevan hacia la caída,
ésta espuma descontenta
, paso a paso,
hacia el abismo.
En el lecho llano
se arrastra por el valle de la pradera,
y en el suave lago pastan
las caras de todas las estrellas.
El viento es la
encantadora ramera de las olas;
El viento del suelo mezcla
olas espumosas.
Alma de hombre,
¡qué parecida eres al agua!
Destino del hombre,
¡qué parecido eres al viento!
¿Y Bruckner?, hemos de recordar aquello de la «nada». Todos los mahlerianos coincidimos en que cuando de esa «nada» surgen mansas oleadas de dulzura, el eco del Bruckner ferviente es innegable. ¿Hay alguna razón musical y religiosa a la vez? ¡Ya lo creo que sí! ¡Y actualísima! Esas épocas con los dos polos de la religiosidad «mundana» y de la rebeldía contra ella, pueden dar como excepción lo que los mundanos y los rebeldes admiran: el testimonio de una religiosidad hondísima, segura de su fe, no conservadora, ni mucho menos reaccionaria, sino colgada de la realidad presente de Dios, y por eso poderosa y humilde a la vez: ahí está Bruckner, y esa es la razón del inmenso respeto y de la querida influencia, y ¿cómo no?: el recuerdo para Mahler de cómo en otra época de seguridad y de religión mundana, en la Viena de Metternich, Beethoven y Schubert, cada uno a su manera, tuvieron en el meollo de su inspiración la rebeldía y la petición de compromiso.
Le’ts be careful out there