EL río fluye incesante y, sin embargo, su agua no es la misma jamás. En los bajíos bailan pompas de espuma que desaparecen y vuelven a formarse; nunca duran mucho tiempo. Lo mismo ocurre con los seres humanos y sus moradas.
Kamo no Chōmei, Apuntes desde mi cabaña
Intentar responder a la pregunta que encabeza esta entrada es como abrir un cofre donde se acumulan infinidad de imágenes, ideas, pensamientos, palabras, razones que llegado un momento quedaron en el camino. Una vez abierto. ¿Qué puede decirnos lo que allí encontramos? Dependerá en gran medida, como es obvio, de cada uno de nosotros, de nuestra capacidad para formular las preguntas adecuadas, de la paciencia con la que seamos capaces de acceder a las venas de la realidad, del camino desbrozado en el alma de las cosas.
¿Qué quiero decir con esto? Con esto quiero decir que la filosofía, más que ninguna otra disciplina, necesita ser vivida. Necesitamos tener de ella una «vivencia». Vivencia significa lo que tenemos realmente en nuestro ser psíquico; lo que real y verdaderamente estamos sintiendo, teniendo, en la plenitud de la palabra «tener». Quiero decir, que entre una hora en bicicleta por los Ancares Lucenses y la más larga y minuciosa colección de fotografías, hay un abismo. En todo caso, sirva esta «entrada» como invitación a la Filosofía .
Esperamos de la filosofía que plantee preguntas fundamentales para darles respuestas igualmente fundamentales. En efecto, la filosofía se ocupa de cuestiones de principio que urgen, incluso, a toda la humanidad y pueden concentrarse en tres interrogantes decisivos: ¿Qué es la naturaleza y qué podemos saber de ella?, ¿Cómo debemos vivir en cuanto individuos y en cuanto comunidad?, ¿Qué debemos esperar de una buena existencia, en esta vida o en la futura? A estas preguntas se suman otras que preocupan a épocas concretas, como la relación entre razón y revelación o la relativa a si existe un progreso en la historia. Algunos tienen a los filósofos por personas ajenas a la vida real. Sin embargo, quien examine más en detalle esas preguntas que interesan a la humanidad en general descubrirá enseguida cuestiones parciales o subordinadas que nada tienen de ajeno a la realidad: ¿Hay una materia originaria o básica constitutiva de la totalidad de la naturaleza?; ¿existe eso que significa la palabra «átomo» en sentido literal: un componente último e indivisible de la naturaleza?; ¿Es la naturaleza espacial y temporalmente infinita, o, por el contrario, finita y, por tanto, obra de un creador, de una divinidad?
De repente, mi compañera se alejó deslizándose con tanta ligereza que pronto se hizo tan imperceptible como una mota de polvo: el Pabellón de Oro la rechazaba; pero al mismo tiempo, también rechazaba la vida que yo intentaba apresar. Y así, rodeado de Belleza por todas partes, ¿ cómo tender los brazos hacia la vida? ¿No tenía también derecho la Belleza a exigir que se la tuviese en cuenta, que se renunciara al resto? Tocar con una mano la eternidad y con la otra la vida es un imposible. Si lo que le da un sentido a nuestro comportamiento en relación con la vida es la fidelidad a cierto instante y nuestro esfuerzo por eternizar este instante, tal vez el Pabellón de Oro lo sabía y quería, si- quiera por breves segundos, desistir de su indiferencia para conmigo. Era como si hubiese tomado el rostro de ese instante y hubiese venido hacia mí para mostrarme la nulidad de mi sed de vivir. En la vida, el instante que adquiere color de eternidad nos embriaga; pero el Pabellón de Oro sabía muy bien que esto no tiene ningún valor comparado con la eternidad que asume el aspecto de un instante, como él mismo hacía precisamente en aquel minuto. Y era verdaderamente en momentos como aquel que la inalterable Belleza era capaz de paralizar nuestras vidas, de destilar su veneno en nuestra existencia. La belleza momentánea que la vida nos deja entrever es impotente contra semejantes venenos; ellos la dejan reducida a piezas, la eliminan y acaban por instalar la vida en medio de la sucia luz de la nada.
Yukio Mishima, El pabellón de oro
Es posible que estas preguntas no tengan relevancia existencial, pero no cabe duda de que otras sí la tienen, como lo son o deberían de ser, todas aquellas que afectan a la cuestión referente al bien y el mal y a la libertad, a la libertad de la voluntad, y también a las que inquieren por la justicia del derecho y el Estado. También queremos saber si nuestro bienestar depende de nuestro buen comportamiento, de llevar una vida moralmente buena: ¿es rentable la honradez moral o, por el contrario, la persona honrada es, en definitiva, un tonto? Y, en el caso de que la compensación no se dé «en esta vida», ¿hay esperanza de un alma inmortal, una vida eterna y una recompensa en el más allá? En sentido estricto y riguroso, la filosofía es relativamente joven y, según los datos de las fuentes transmitidas, no tiene mucho más de dos milenios y medio. Sin embargo, las preguntas inevitables se plantearon mucho antes y se siguieron tratando también posteriormente fuera de la filosofía. Por consiguiente, es necesario disponer al menos de una segunda razón para filosofar: la filosofía comienza a desarrollarse allí donde la gente se siente insatisfecha por la manera en que se han planteado esas preguntas o cómo se les ha dado respuesta hasta entonces. A partir de un descontento fundamental, de una crítica radical, se establece un nuevo estilo de preguntas y respuestas, un nuevo modo de abordar la realidad y hablar de ella.
Los filósofos no suelen narrar, en general, aquello que los griegos llamaban «mitos»: historias sobre dioses y héroes o sobre el principio y el orden tanto de la naturaleza como de la sociedad. Tampoco apelan a una revelación religiosa, a una palabra de Dios o a una transmisión, una tradición. Aunque se ocupen de todo ello, trabajan exclusivamente con los medios de la razón humana común: con conceptos (idóneos), con razonamientos y argumentos (explicativos y no contradictorios) y con experiencias elementales, por ejemplo la de que existe un mundo poblado por seres diversos y que entre ellos hay ciertos seres vivos capaces de hablar y pensar. Los filósofos buscan en esos tres «medios»—el concepto, el argumento y la experiencia—una validez amplia, a menudo incluso universal. Pero aunque no la consigan, se espera que obtengan al menos la «hermana menor» de esa validez: una posibilidad de comprobación general. Dado que cada uno de esos tres medios filosóficos existe en múltiples formas, la filosofía amplía pronto su campo de acción para buscar una relación ordenada. Los griegos llamaban «logos» tanto a los conceptos como a los argumentos y, muy en especial, a su orden y su forma verbal. El elixir de la vida de la filosofía es el logos, con sus cuatro facetas: el concepto, la argumentación, el orden «lógico» y el lenguaje. El lenguaje convierte el filosofar en diálogo e, incluso, en polémica, en discusión, tanto con los contemporáneos como con los grandes filósofos de la historia.
En efecto, la filosofía no está compuesta por un tesoro de verdades eternas, sino que consiste en una búsqueda realizada con otros y contra otros, sin que en ese proceso podamos dar por supuesto un progreso lineal. Pero los conceptos y los argumentos surgen ya en la vida cotidiana; y lo mismo podemos decir de las ciencias. Así pues, para que la filosofía sea algo peculiar, se requerirá un tercer motivo: se llega a filosofar en aquellos casos en que alguien reúne el valor suficiente y, al mismo tiempo, desarrolla la capacidad debida para llevar al límite ciertas preguntas fundamentales planteadas en la existencia diaria o en las ciencias—«¿qué es lo correcto?», «¿qué es algo en concreto?»; y, tanto para una como para la otra cuestión: «¿por qué?»—. En ese caso, sin embargo, no tardaremos en movernos a unas alturas en que quizá sintamos vértigo. Filosofar significa, por tanto, aprender a no sentir vértigo cuando pensamos; no de forma necesaria y absoluta, pero sí en la mayoría de los casos. Otra imagen nos aclarará la peculiaridad de la filosofía: quien pregunta «¿por qué?» se adentra en la cuestión en que los filósofos calan con cada vez más hondura—de manera radical, en el sentido literal de la palabra, pues se introducen bajo la superficie y buscan las raíces del asunto en cuestión—. En tales casos, nada se sustrae a sus penetrantes preguntas sobre el qué y el porqué, pues cuestionan hasta lo más obvio, incluida la propia tradición: la autocrítica es un componente esencial de la filosofía. Pero ¿por qué hay que llevar al límite las preguntas sobre el qué y el porqué?; ¿por qué debemos calar cada vez con más hondura? Las respuestas son diferentes en cada caso concreto—así lo muestra la historia—; sin embargo, hay una fuerza común que las impulsa: el ansia de saber.
Sólo quería hacerte ver una cosa: lo que hace cambiar el mundo es el conocimiento. ¿Lo comprendes? Nada más que eso puede transformar el mundo. El simple conocimiento puede cambiarlo todo y dejarlo tal como es, invariable. Visto así, el mundo es eternamente inmutable, pero también está en perpetua transformación. Me dirás que esto no nos sirve de gran cosa. Pero no impide que para hacer la vida más soportable, se puede decir, la humanidad disponga de un arma, que es el conocimiento. Los animales no lo necesitan, porque, para ellos, hacer la vida soportable no significa nada. Pero el hombre conoce la dificultad y se hace de ella un arma incluso para soportar la existencia, sin que por ello esta dificultad se suavice en absoluto. Eso es todo…
Todo eso adquiría vida para mí, el recuerdo de Maizuru… Éramos dos estudiantes pobres que teníamos los mismos sueños y que no habríamos cambiado la alegría de partir hacia el mar abierto ni por el conocimiento ni por la acción: por vez primera, los dos estábamos maravillosamente de acuerdo.
Yukio Mishima, El pabellón de oro
Una de las principales obras filosóficas de Aristóteles, la Metafísica, comienza acertadamente con esta frase: «Todos los seres humanos aspiran por naturaleza al conocimiento». La filosofía no pretende más—pero tampoco menos—que desplegar plenamente un impulso natural, la curiosidad intelectual. El resultado no es una ventaja en el sentido corriente del término, una utilidad, más allá del desarrollo pleno del saber. La filosofía no busca desarrollar un conocimiento especial paralelo al de otros ámbitos del saber, sino llevar a su plenitud la vocación de conocimiento inherente al ser humano. Por lo demás, un saber no utilitario no constituye ninguna novedad. Al contrario, todos conocemos qué es un saber como fin en sí mismo, y así lo percibimos en los placeres sensoriales: en el goce de la vista, el oído, el gusto y el tacto. No es casual que un elemento de la filosofía, el concepto, derive etimológicamente de la actividad con que los propios lactantes exploran el mundo, es decir, de la palabra latina que significa ‘tomar’, ‘asir’, ‘agarrar’.
La filosofía solo se debe, en última instancia, al «ansia de saber». A quien domina plenamente un saber o una destreza lo llamamos «maestro»; los griegos le daban el nombre de sophos: ‘sabio’. Mientras que otros son maestros en un oficio, en asuntos legales («juristas»), en la curación de enfermedades («médicos») o en cuestiones políticas, los filósofos buscan la maestría en el saber. Y dado que se trata de algo muy difícil de lograr, los filósofos, siguiendo a Platón, no reivindican la sophia misma, sino solo la philosophía: el amor a la sabiduría. El prefijo philo- expresa también, no obstante, la familiarización con lo presente y no el afán de conseguir algo inalcanzable. Para Platón, el philosophos es un philomathēs, alguien que encuentra en aprender un placer que nunca le sacia. A ello se añade un segundo factor: por lo común, nuestros conocimientos son solo competentes en un ámbito restringido, mientras que la filosofía busca una comprensión competente de todo y en general: un saber sobre la totalidad de la naturaleza, un saber sobre lo que es bueno y justo de manera universal y absoluta; y, en particular, un saber sobre el propio saber.
La filosofía intenta explicar qué es un concepto apropiado y una argumentación bien fundada y cómo se organizan conceptos y argumentos en una relación ordenada. El contacto científico y crítico con la historia de la filosofía preserva al filosofar de una serie de fallos funestos: de resbalar hacia una consideración puramente estética de los hechos; de una interpretación subjetiva que crea más que analiza; de una caída en una dialéctica sutil, pero inconsistente y vacua; de una especulación que se considera a sí misma profunda, pero que en realidad gira en torno a pseudo-problemas, prendidos más a las palabras que a la sustancia de los conceptos; y, sobre todo, preserva de una especie de filosofía que es mera literatura, dentro de tiempo. la llamada vida espiritual del tiempo.
Entonces fue cuando ocurrió el prodigio. Una calma siguió a aquellos penosos minutos y el seno, lentamente, recobró su esplendor. Estéril como la misma Belleza, impasible como ella, por más que se me ofreciese a la vista, el seno se atrincheró poco a poco tras su secreto esencial: lo mismo hace la rosa, emparedada dentro de su más secreta existencia de rosa. Necesito tiempo para que la Belleza se me revele. Yo voy siempre con retraso con relación a los otros. Ellos descubren al mismo tiempo la belleza y el deseo; en mí, eso ocurre mucho más tarde. Así, en un instante, el seno volvía a atar sus lazos con el conjunto, hacía trascendente la carne, mudada sin duda en substancia insensible pero incorruptible, ligada de nuevo a lo eterno. Quisiera que se comprendiese bien lo que quiero decir.
Yukio Mishima, El pabellòn de oro
Let’s be careful out there