“Estos saqueadores del mundo, después de haber destruido la tierra con sus devastaciones, ahora están saqueando el océano: impulsados por la codicia, si su enemigo es rico; por la ambición, si es pobre; insaciables tanto hacia Oriente como hacia Occidente: el único pueblo que contempla la riqueza y la miseria con la misma avidez. Saquear, masacrar, usurpar con falsos títulos —a esto lo llaman imperio; y donde hacen un desierto, lo llaman paz.”
Tácito, Agrícola
Alberto Toscano ha formulado la noción de colonialismo acelerado para describir una mutación del capitalismo global en la que la violencia y la rentabilidad operan de manera sincronizada. En este nuevo régimen, la destrucción deja de ser un efecto colateral y se convierte en un componente esencial del ciclo de acumulación. Gaza representa con precisión estremecedora ese modelo: un espacio donde la tragedia humanitaria se entrelaza con la especulación económica, y donde la vida y la muerte son gestionadas por los mismos mecanismos que rigen los flujos financieros internacionales.
La aceleración colonial no procede del progreso técnico, sino de la capacidad de integrar la ruina en la economía. Cada edificio bombardeado anticipa su reconstrucción especulativa; cada cadáver, una nueva línea de crédito. La devastación se convierte en infraestructura de inversión: el suelo arrasado deviene activo financiero, y Gaza se proyecta, obscenamente, como un futuro distrito global de reconstrucción y tecnología, financiado por los mismos fondos que antes contribuyeron a su colapso bajo la coartada de la ayuda humanitaria.
Esta racionalidad responde a una secuencia que podría llamarse las siete fases del colonialismo financiero-tecnológico. Primero, la limpieza étnica, que busca borrar no solo cuerpos sino memorias, relatos, huellas culturales. Después, el vaciamiento territorial, que convierte el éxodo en requisito económico, despejando el terreno para su futura mercantilización. Luego, la explotación de recursos, que traslada la violencia al plano geológico: gas, agua y corredores marítimos reemplazan al territorio como botín principal. Enseguida, el control narrativo, donde la guerra se libra en el lenguaje y la percepción pública se convierte en arma estratégica. Le sigue la apropiación tecnológica, que desplaza el dominio militar al algorítmico: los datos sustituyen a los territorios como trofeo. Después llega la censura algorítmica, que no prohíbe sino que disuelve, haciendo invisible la disidencia mediante el silenciamiento digital. Finalmente, la capitalización del desastre, donde cada ruina abre un mercado y cada tragedia inaugura una nueva oportunidad de inversión.
Este esquema, que Toscano interpreta a la luz de la necropolítica de Achille Mbembe ,término que designa el régimen contemporáneo del poder que ejerce soberanía mediante la producción de muerte, ampliando la biopolítica foucaultiana para mostrar cómo el control sobre la vida se transforma en capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir, revela que el poder actual ya no administra la vida, sino la rentabilidad de la muerte. Gaza es el paradigma de un sistema que convierte la destrucción planificada en inversión inicial de una economía sustentada en el caos. La guerra deja de ser un medio para asegurar la paz y se convierte en una forma estable de gobierno, en un mecanismo de regulación global cuya eficacia depende de la inestabilidad permanente.
La nueva fase del colonialismo se libra tanto en el terreno físico como en el mental. La batalla principal ocurre en la esfera de la atención: las plataformas digitales operan como aparatos de guerra cognitiva, donde la información y la emoción se manipulan para garantizar el consenso. El usuario, convertido en consumidor de relatos precodificados, participa sin saberlo en la perpetuación del sistema que lo domina. El control ya no necesita censurar: basta con invisibilizar. La verdad se diluye en la saturación informativa y el pensamiento crítico es reemplazado por la gestión algorítmica del deseo.
Este dispositivo de dominación se sostiene en la alianza entre capital financiero y capital tecnológico, que conforman una nueva soberanía transnacional. Fondos como BlackRock o KKR, conglomerados mediáticos y corporaciones digitales administran simultáneamente la guerra y la paz, fusionando el poder económico con el comunicativo. La ayuda humanitaria se convierte así en inversión encubierta: dinero público canalizado hacia la reconstrucción privatizada de los mismos territorios previamente devastados. La catástrofe deja de ser un peligro para el sistema y pasa a ser su motor; la guerra y la especulación forman un mismo circuito.
En este marco, el enfrentamiento entre Israel y Hamás se revela como un mecanismo de perpetuación del caos, no como una confrontación ideológica o religiosa. Las hostilidades recurrentes garantizan la continuidad del complejo económico-militar que sostiene al sistema. Nadie gana ni pierde: el conflicto es el negocio, la estabilidad su amenaza. La aparente paz es solo la administración racional del desastre. Como advirtió Benjamin, toda historia de progreso es también una historia de ruinas.
El territorio palestino se ha convertido en una zona de colapso referencial, un espacio donde las categorías clásicas, soberanía, resistencia, ciudadanía, han perdido su sentido. Gaza es a la vez prisión, campo de pruebas y mercado. Cada ataque inaugura un nuevo contrato de reconstrucción; cada cuerpo mutilado se inscribe en los balances contables de una civilización que monetiza la tragedia. El modelo, perfeccionado allí, se replica con mínimas variaciones en Siria, Ucrania o Haití: destrucción planificada, vaciamiento poblacional, reconstrucción privatizada y control narrativo global. La frontera entre guerra y economía se ha disuelto; la guerra es ya la forma natural de la economía.
Walter Benjamin lo había comprendido con una lucidez profética: no hay documento de cultura que no sea, al mismo tiempo, documento de barbarie. Hoy esa barbarie se ha vuelto administrativamente eficiente, invisible, rentable. El colonialismo acelerado no necesita ejércitos visibles ni discursos civilizatorios porque se impone mediante interfaces, contratos y narrativas. La violencia ha dejado de exhibirse para simplemente gestionarse
Ante esta maquinaria, pensar exige interrumpir la continuidad del desastre. Se trata de nombrar con exactitud lo que ocurre, de rescatar el lenguaje frente al algoritmo y de devolver a las palabras su capacidad de herir. El conflicto esencial de nuestro tiempo enfrenta dos modos de habitar el mundo: uno que concibe la tierra como espacio común de vida y otro que la reduce a activo financiero. Gaza, en su devastación, revela el rostro exacto de la época: una civilización que ha convertido la barbarie en sistema de gestión y al capital en su gramática universal.
Rferdia
Let`s be careful out there