“A-and she was under the apple tree,
with a great big load of hay,
hay, hay, hay…”

“Y ella estaba bajo el manzano,
con un gran montón de heno,
heno, heno, heno…”

Thomas Pynchon, El arco iris de la gravedad

“Now everybody—” Visit Interprets Songs by Thomas Pynchon

El nombre de Thomas Pynchon todavía provoca un estremecimiento entre los lectores que se acercan por primera vez a su obra, como si se tratara de un escritor secreto, de un mito al que solo algunos tuvieran acceso. Pero quien se adentra en sus novelas descubre pronto que lejos de un bloque de erudición hermética, está frente a un organismo vivo que respira con inteligencia, humor e inventiva, y que late con una música persistente. Esa música atraviesa todo lo que escribe, desde la comedia más absurda hasta las visiones más sombrías como un bajo continuo que convierte cada libro en una partitura.

La música no es un añadido, ni mucho menos un decorado. En Pynchon la música es estructura, fuerza interna, principio de conexión. Su literatura se comporta como un rizoma, esa figura que Deleuze y Guattari dibujaron en Mil mesetas: raíces subterráneas que se expanden en todas direcciones, sin centro, sin jerarquía, sin un tronco que organice y subordine. Las novelas de Pynchon se leen de esa manera. No se recorren de principio a fin como una línea recta, sino que se habitan, se atraviesan, se pierden en bifurcaciones que llevan a pasajes insospechados. El lector no se sube a un árbol para divisar la totalidad desde arriba, se arrastra bajo tierra, tanteando en la penumbra conexiones invisibles.

En el año 2020, el investigador suizo Christian Hänggi publicó Pynchon’s Sound of Music, un proyecto singular que rastrea la música diseminada en la obra del novelista. No se limita a señalar referencias. Incluye un álbum con canciones cuyas letras provienen del propio Pynchon —esas coplas improvisadas en Vineland o Inherent Vice— y que Tyler Burba musicó bajo el título Now Everybody—. Además ofrece una base de datos con más de novecientas referencias musicales. El resultado no es un catálogo cerrado, sino un mapa móvil, un entramado de resonancias que se asemeja al rizoma deleuziano: siempre desmontable, siempre conectable, con entradas y salidas inesperadas.

El hallazgo más fértil de Hänggi es comprender que la música no aparece en Pynchon como guiño superficial. Funciona como línea de fuga. Allí donde la narración se dispersa en sátiras políticas, delirios matemáticos o pasajes de psicodelia onírica, un acorde, una melodía o un simple kazoo marcan el compás secreto. Sus novelas se leen como se escucha una jam session: lo sublime y lo vulgar, lo solemne y lo grotesco, lo culto y lo popular comparten un mismo escenario. Nada ocupa un lugar fijo. Todo está dispuesto para que los elementos se crucen, se mezclen, se contaminen.

Ese cruce tiene una dimensión política evidente. Pynchon contrapone la severidad del canon clásico europeo, emblema de orden y jerarquía, con la vitalidad disonante de la música popular norteamericana. Lo que podría parecer anecdótico —una armónica de juguete, un kazoo soplado con desparpajo, un saxofón que se desmanda— se convierte en un signo de resistencia frente al poder. Aquí aparece lo que Deleuze y Guattari llamaron “literatura menor”. La expresión, que puede sonar despectiva, significa en realidad todo lo contrario: alude a la potencia de un escritor que, dentro de una lengua mayor, consigue fracturar el canon, forzar la norma, abrir grietas por donde se cuela lo colectivo y lo político. Kafka fue para ellos el paradigma; Pynchon lo es en otra escala. Su grandeza radica precisamente en ese gesto de desviación, en esa capacidad de hacer estallar desde dentro las estructuras de la novela norteamericana.

Hänggi llega incluso a dibujar una pequeña organología subversiva. La armónica se asocia a la libertad, el kazoo a la comicidad insurgente, el saxofón a la fuga. Mientras tanto, la música de cámara aparece ligada a escenas de burocracia y control. No es casual. Soplar en un tubo de plástico barato se convierte en un gesto político, un desvío que abre grietas en el muro de la autoridad.

El capítulo final sorprende todavía más. Hänggi aplica herramientas digitales para cuantificar referencias musicales en cada novela. Los resultados rompen las expectativas habituales. Inherent Vice y Bleeding Edge, consideradas, erroneamente a mi juicio, con frecuencia obras menores dentro de la obra pynchoniana, superan en densidad sonora a El arco iris de la gravedad. Y los músicos más citados no son los que dictaría el canon. Wagner, Rossini, Puccini y Elvis Presley encabezan la lista. El siglo XIX operístico y el rock del XX conviven como si compartieran la misma habitación en una pensión de ciencia ficción. Esa yuxtaposición imposible es la lógica del rizoma: multiplicidad de géneros enlazados sin jerarquías, encuentros fortuitos que abren nuevos caminos.

Lo que emerge de todo este trabajo es la certeza de que la literatura de Thomas Pynchon funciona como un rizoma textual y sonoro. No se reduce a un tronco argumental con ramas subordinadas. Se expande como un campo de conexiones donde lo sublime roza lo trivial, lo cómico se mezcla con lo político, lo culto dialoga con lo banal. El lector no persigue un final cerrado, sino que circula, se extravía, tropieza con pasajes que se iluminan al contacto con otros.

En tiempos en que la novela corre el riesgo de fosilizarse en sus propios géneros, en degenerar en la banalidad sectaria de un Antonio Muñoz Molina, o en quedar condenada a «Ella es una chica cual y tal…» de la infumable prosa de Almudena Grandes, Thomas Pynchon nos recuerda que la literatura puede sonar, vibrar, extemporizar. Leerlo exige la disposición de quien asiste a una improvisación de jazz: aceptar la deriva, perder pie, dejarse arrastrar por la fuga. Porque lo decisivo, como advierte un personaje pynchoniano al invocar a Rossini frente a Beethoven, no está siempre en la profundidad, sino en saber cuándo, y cómo, empezar a cantar.

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New Vienna, Part VII (Live) · Keith Jarrett

Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there