Y todo lo que existe en esta hora
de absoluto fulgor
se abrasa, arde contigo, cuerpo
en la incendiada boca de la noche
José Angel Valente, Punto Cero
Las sonatas para piano de Beethoven son los 32 eslabones de una de las cadenas pianísticas más sublimes jamás compuestas, pero quizá sean las tres últimas la cúspide de una música que transfigura su época y va mucho más allá de lo que sus contemporáneos pudieron sospechar.
La Op. 111 es la última de ellas, su despedida del género en el que fue más prolífico, el género que revolucionó y casi arruinó para los compositores futuros, después de haber explotado exhaustivamente y de manera asombrosa cada grieta de la forma, cada posibilidad expresiva. La palabra despedida sugiere muchas cosas: dignidad, serenidad, aceptación, ninguna de las cuales se acerca a transmitir el carácter de este absoluto monumento.
El primer movimiento es todo rabia, y agonía, y rabia por estar en agonía. Cuando comienza el conflicto, la tormenta emocional ya está en progreso, y durante todo el movimiento, lucha. Su tema principal, en un unísono brutal y fortissimo, se detiene de golpe después de tres notas, obligando al oyente a fijarse en «la fealdad «rechinante del intervalo creado por las dos anteriores. Este estado de ánimo nunca disminuye; el movimiento es casi siempre severo y sombrío, y al final estamos tan exhaustos y conmocionados como tras el encuentro inesperado con aquella joven a la que besamos dentro de las páginas de un libro, un abismo repentino que deja un poso de amargura propio de todo descubrimiento inquietante.
Compuesta en Viena entre 1820 y 1822, la número 32 ha sido objeto de una abundantísima literatura, comenzando por la discusión de si sus dos únicos movimientos colman el plan inicialmente previsto o se quedó así por alguna razón, a falta de un final. La explicación de una sonata incompleta, evidentemente errónea, procede de Schindler, el viejo y fiel amigo de Beethoven, quien pretendió que le faltaba un tercer y último movimiento y ante sus reiteradas preguntas sólo logró de Beethoven la respuesta de» no he tenido tiempo de escribirlo». Ni siquiera si ésta fuese la única sonata de Beethoven en dos movimientos, que no lo es, podría reconsiderarse la idea, vista la perfección del conjunto. Igualmente procede de Schindler una de las múltiples explicaciones literarias de la obra, transmitiéndonos la opinión de Beethoven, hablando de la introducción lenta inicial: Así llama el destino a la puerta, palabras que luego Wagner aplicó con más éxito a la célula inicial de la Quinta Sinfonía. Otra tradición nos ha transmitido esta idea del destino —¡qué le vamos a hacer!— aplicada esta vez a todo el primer movimiento: Beethoven habría dicho que con él había querido agarrar al destino por la garganta. El primer movimiento comienza con un Maestoso en do menor, solemne con sus ritmos de doble puntillo y sus acordes tensos, y enigmático con sus acordes repetidos y sus disonancias, que culmina con un trémolo en el registro muy grave del piano. Este momento de dolorosa tensión introduce un Allegro con brio ed appassionato, un drama en forma de sonata: dos conjuntos teatrales en contraste. Tras un fugato, el segundo tema se caracteriza por la contención, el lirismo, el registro agudo y los cambios de tempo: meno allegro, ritardando, Adagio. Tras una repetición, el desarrollo fugado el desarrollo conduce a una recapitulación variada anunciada por la reaparición del motivoal unísono. La coda, anunciada por acordes tensos, concluye en la tonalidad de Do mayor.
El segundo y último movimiento recibe el nombre de algo parecido a una ópera, con referencias implícitas a Bach y al Aria de las Variaciones Goldberg. El tema es una especie de himno en escritura coral, que hace referencia a la contemplación, Adagio molto semplice e cantabile en 9/16. Le siguen cuatro variaciones que, en la tonalidad de Do mayor, se convierten en un himno. Le siguen cuatro Variaciones que, siempre en el mismo tempo, se caracterizan por el antiguo proceso de disminución rítmica, que crea una aceleración del movimiento al aumentar el número de notas por tiempo hasta la pura vibración sonora producida por los trinos. Estas Variaciones, que se generan unas a otras, culminan en una quinta, síntesis de las anteriores, que comprende tres niveles sonoros superpuestos. La coda, que comienza con trinos suspendidos armónicamente, continúa con una combinación de líneas de trinos agudos y líneas de trémolos, con el tema situado entre ambos o por encima de ellos. Tras la desaparición de los trinos, un largo descenso de la escala de Do mayor sobre tres octavas conduce a la evocación final del tema y a los últimos acordes pianissimo. Compuesta en dos movimientos, Maestoso y Arietta, algunos han llegado a pensar que las tribulaciones económicas pudieron comprometer de algún modo la forma final del encargo. El mismo Beethoven pudo dar razones para ello, pues aprovechando la estancia de su discípulo Ferdinand Ries en Londres había llegado a proponer la publicación de la Hammerklavier totalmente descoyuntada, sin importarle, al parecer, gran cosa su coherencia formal: «…puedo mandar otra; o puedes omitir el largo y comenzar directamente con la fuga, que está en el último movimiento y luego el adagio,y luego, para el tercer movimiento, el scherzo —y omitir completamente el núm. 4 […]—. O puedes tomar solo el primer movimiento y el scherzo y dejar que formen la sonata entera»
José Angel Valente ve en la música del genio de Bonn “el agua antenatal que envuelve / la forma indescifrable…” En esta visión del ser, el hablante afirma la “constante mutabilidad de la materia”, y además, describiendo el ser como fuego, como incandescencia. En “En el recinto sellado de este sueño”, un poema en que aparece el ángel, figura ubicua en sus primeros libros, el hablante compara el flujo informe al “ala de un ángel / abriéndose en el seno de la sombra”, “o el súbito encuentro / del ave con su vuelo,” alusión metafórica a las aguas de Heráclito “…que nos hacen nacer y nos anegan”.
El poema «Arietta, opus 111”, de su libro Interior con figura, comienza: “Forma / (en lo infinitamente abierto hacia lo informe)”. En esta meditación sobre un movimiento de una sonata de Beethoven, el movimiento iguala a la quietud y la piedra solar a lo perpetuamente alzado y destruido.
Escribir sobre música es una tarea complicada. La gran literatura puede ser rica en subtextos, por supuesto, pero su texto también tiene significado. Una cama puede ser una metáfora de un ataúd, pero es, ante todo, una cama. Las novelas y los poemas hacen uso de todas esas mismas palabras que usamos todos los días para decirle a la gente que la amamos o la odiamos o queremos que nos consigan un salvoconducto para salir de Casablanca
La música no es así, es todo subtexto. La misteriosa capacidad de la música para decir lo indecible proviene, en parte, de su incapacidad para decir lo decible. Para quienes la amamos más allá de lo razonable, la música habla a nuestros deseos y temores inconscientes, da voz a los sentimientos que no sabemos cómo expresar y que, a veces, ni siquiera sabemos que tenemos. Pero nunca le ha sugerido a nadie que dé frutos.
En otras palabras, la música es exquisitamente personal y, constantemente, enloquecedoramente subjetiva. Si la amas (como debe hacerlo cualquiera que se embarca en esta locura de intentar escribir sobre ella), quieres decir algo que sea agudo y verdadero, lo que hace que sea aún más desalentador descubrir que la verdad de otra persona puede ser tan diferente e igual de valiosa que la tuya.
Soy inescrutable para mí mismo: rara vez comprendo bien por qué siento lo que siento. E incluso cuando tengo palabras para describir mis emociones, suelo ser muy reacio a utilizarlas. La música es magia para mí, me habla poderosamente porque la necesito, está casi dolorosamente impregnada de significado, mientras que para otros es simplemente do-mi bemol-si natural. Las personas que reaccionan con más fuerza a la música son las menos capaces de decir las cosas que necesitan decir pero paradójicamente son también las más capaces de sucumbir ante la técnica rigurosa siempre al servicio de la música, de una sensibilidad extrema como la que posee Sviatoslav Ritcher cuando transita por el hondo pensamiento del último Beethoven, desentrañándonos su mensaje, conduciéndonos hasta ese éxtasis en el que el compositor ya transitaba hacia regiones nunca conocidas. Beethoven estaba ya allí, Ritcher recoge su mensaje y nos hace llegar con sus interpretaciones hasta esas mismas regiones. La lectura de la Op.111 del pianista de Zhitomir nos deja una sensación apabullante, casi paralizante. Un ¿qué ha pasado aquí?, que vez tras vez, hay que asimilar en silencio.
Beethoven. Op. 111 Sviatoslav Ritcher
Ayer paseé con él por un espléndido jardín, en pleno blosson, con todos los calefactores abiertos; la escena era sobrecogedora. Beethoven se quedó quieto bajo el sol ardiente, y dijo: «Los poemas de Goethe mantienen un poderoso dominio sobre mí, no sólo por su materia, sino también por su ritmo; estoy dispuesto y excitado a componer por este lenguaje, que siempre se forma, como a través de los espíritus, a un orden más exaltado, llevando ya en sí mismo el misterio de las armonías. Entonces, desde el foco de la inspiración, me siento obligado a dejar que la melodía fluya por todos lados. La sigo, -con pasión la vuelvo a alcanzar; veo que se me escapa, que se desvanece entre la multitud de variadas excitaciones, -en seguida la vuelvo a asir con renovada pasión; no puedo separarme de ella, -con rápido arrebato la multiplico, en todas las formas de modulación, -y en el último momento, triunfo sobre el primer pensamiento musical, -vean ahora- eso es una sinfonía; -sí, la música es en verdad la mediadora entre la vida espíritu.
Carta de Bettina Brentano a Goethe
Sea lo que fuere lo que significó la Op. 111 para Beethoven, su rara belleza abre en mi alma, cada vez que la escucho, una brecha profunda como un torpedo lanzado desde un U- VII por la Kriegsmarine. No es simplemente que la encuentre hermosa, hipnótica o enriquecedora, sino que siento que están accediendo a algo a lo que yo mismo deseo desesperadamente acceder. ¿Y qué es ese algo? Como es habitual , me siento angustiado por no tener claro el tema. La música en sí misma a veces me acerca a la respuesta y otras me aísla de ella.
En Maica Domnului las casas se desconchaban bajo un sol violento y helado. Ahora las conocía muy bien en su sucesión teratológica. Era como si viviera en un insectario y hubiera recorrido el intervalo entre dos filas de coleópteros gigantes, con caparazones metálicos y apéndices extravagantes. Cuando la tarde se sonrojaba, cada grano de revoque poroso arrojaba una sombra rosada, afilada como una aguja, sobre la pared. También cada uno de nosotros arrojaba una sombra rosada, como la aguja de un reloj, a lo ancho de la calle. Cuando llegamos a mi casa, Irina se detuvo, dejando en el aire una frase sobre el sufrimiento que una ofensa del pasado deja grabado en el cerebro. Nos quedamos un rato allí, mirándonos frente a frente, con aquel solar lleno de tubos oxidados y muelles procedentes de quién sabe qué mecanismo a nuestra espalda. Antes de que me diera tiempo a preguntarme por qué sabía ella que yo vivia precisamente allí, precisamente en la casa con forma de barco en el fondo desenfocado del campo óptico en el que nos encontrábamos, aquella mujer pálida y fatigada, pero sonrien- te en ese momento (sin que sus ojos, siempre aislados y ajenos, como las estrellas sobre el campo de batalla, participaran en la sonrisa) me tomó de la mano. Y así, de la mano, recorrimos los cincuenta metros que nos separaban del edificio. Un instante después ya estábamos en el dormitorio y, a partir de entonces, entre nosotros no hubo ya nada que decir, no solo como si no fuéramos colegas de la sala de profesores de la escuela 86, sino como si verdaderamente el mundo fuera una ilusión arbitraria y palabras como sufrimiento, Gurdjieff, espíritu, psicología, incluso biología, se hubieran disuelto como el azúcar en el agua. Y su vulva, y sus pechos, y los músculos de su cuerpo extenuado, y el poder abrumador de su mente sexual me resultaban familiares como si hubiéramos realizado el rito sombrío del juego de nuestros cuerpos cientos de veces hasta entonces. No quiero escribir aquí sobre la sexualidad de Irina, pero lo haré más adelante, porque este manuscrito me lo exige, pues no he tenido nunca una experiencia más oscura y más fantástica, más carnosa y más dulcemente atroz. Creo que no es posible que exista en este mundo, en el que vivimos envueltos en una carne sensitiva, una droga más poderosa. Aquella primera tarde en la cama, mientras oscurecía, sus susurros en mi oído se oscurecieron también hasta que solo vimos oscuridad ante nosotros. Acepté sus fantasmas desde el primer instante, como si hubieran sido también los míos desde siempre, con la misma naturalidad con la que acepté sus labios y su lengua, sus gemidos y su frenesí. Ni siquiera cuando, completamente sosegados, tumbados de espaldas el uno junto al otro, en la penumbra, contemplábamos las bandas de luz que dejaban en el techo los coches que pasaban por la calle, me pregunté una sola vez, tal y como hacía siempre que había hecho el amor con una mujer de manera fortuita: pero ¿qué estoy haciendo aquí? ¿Quién es esta mujer que está a mi lado? Tal y como debe de preguntárselo el vagabundo, a cada momento, al contemplar al compañero con el que ha acabado compartiendo el lecho.
Mircea Cărtărescu, Solenoide
También, por supuesto, me sobrecoge la interpretación del maestro Michelangeli en el Teatro Grande de Brescia en 1964. Una vez más, comienzo decidido y vibrante allegro con brio y appassionato, muy fiel a tal indicación, sin rehuir los ramalazos de crudeza, pero sin que estos se salgan nunca del carril, incluso en el más tempestuoso desarrollo, y con un tramo final lleno de misterio. La Arietta llega bien cantada, serena, sencilla, para ir creciendo en la vibración rítmica, ya insinuada en la segunda variación, hasta esa fulgurante, contagiosa tercera que se anticipa cien años (hay que suponer que para pasmo incomprendido de quienes la escucharon) a su tiempo. La invención desbordante de Beethoven llega, en efecto, a la abstracción, en un tramo final en el que anhelo, misterio e interrogación, están fundidos en una mezcla de asombrosa belleza y de casi inalcanzable dimensión.
Acerca de dónde provienen sus ideas (o inspiraciones), Ludwig confiesa a Louis Schlöser en 1822 lo siguiente:
«Yo no puedo responder con certeza: más o menos nace espontáneamente. Las atrapo con las manos en el aire, mientras paseo por los bosques, en el silencio de la noche o al alborear el día. [Actúo] estimulado por los sentimientos que el poeta traduce en palabras y yo en sonidos que retumban dentro de mí y que me atormentan, hasta el instante en que, al fin, los tengo delante de mí en forma de notas».Y es que, al parecer no había nada que le gustara más a Beethoven que una conclusión monumental. La última vez que Beethoven había terminado una sonata para piano en Do mayor (la Waldstein ) lo hizo con nada menos que veintinueve acordes en do mayor.
Cuando se rompió el silencio, las partículas de la habitación y de mi cuerpo volvieron a reorganizarse. ¡No sé cómo pueden ser estas cosas! . No entiendo, a pesar de toda una vida escuchando música, cómo el Do mayor que abre el segundo movimiento, el mismo Do mayor que cerró implacablemente el primero, puede transfigurarse tan instantáneamente. No entiendo, cómo Beethoven puede rasgar tan facilmente, en apenas unos momentos, todos los velos con los que cubrimos la desnudez del verdadero rostro de nuestra alma.
Lo único que sé es que es capaz de desvelarte. Que con las primeras notas del segundo movimiento, cada último gesto ha dejado de apretarse, cada último músculo se ha relajado: puro asombro. La austeridad rítmica del primer movimiento ha sido reemplazada por el más suave de los balanceos, las furiosas disonancias, por una consonancia clara y despejada, el ceño fruncido, por los ojos más abiertos.
Un recorrido libre por todo el cuerpo. Escuchas la música florecer una última vez y luego, inevitablemente, suspirar en una cadencia final. Escuchas un débil latido en Do mayor, luego un segundo, luego un tercero. Esperas un cuarto. Nunca llega.
Ese tercer acorde en do mayor, sin fanfarrias ni elongaciones ni ningún sentido superpuesto de finalidad, es el último. Termina igual que los dos primeros, y cuando termina, la pieza ya no existe. No concluye; entra en el vacío.
No me atreví a moverme, y me quedé dentro de ella.
Beethoven Sonata Op. 111. Arturo Benedeti Michelangeli
Let´s be careful out there