Una pieza para piano y memoria en la mariña lucense
Stocky dejó caer el tenedor sobre el plato de grelos con espaguetis. El silencio posterior duró unos tres compases. Luego, sin levantar los ojos del mantel de lino húmedo, murmuró:
—Estás otra vez tocando la pieza, ¿no es así?
Aram no respondió. Acariciaba el borde de su copa de vino como si allí, justo en ese anillo de cristal turbio, pudiera leerse una cifra, una fecha, el eco de un porqué.
—el Op.48 —añadió Stocky, como si masticara un poema absurdo, casi obsceno—. Siempre esa. ¿Qué se supone que estás celebrando ahora?
Julio de 2025. En la casa grande de Benquerencia, entre pinares y eucaliptos, con el mar de fondo empujando las tardes hacia la niebla el tiempo parecía haberse ablandado. O mejor dicho, había empezado a doblarse sobre sí mismo, como una partitura mal escrita que confundía los compases y acababa por solaparlos.
Éramos nueve. O tal vez siete más uno y medio. O tal vez ninguno. Yo, Aram, alias Darío, no dormía bien desde hacía semanas. La brisa del cantábrico olía a mentiras y a madera mojada, y mi memoria, como una espina de erizo encajada en la planta del pie, no dejaba de doler. Había venido con la esperanza de perder el hilo. Y sin embargo, cada noche, entre la última copa y el zumbido de los ventiladores, todo volvía. Ella volvía. Fina.
—¿Por qué no lo dejas estar, Darío? —me preguntaba Stocky mientras afinaba el piano con dedos de salchicha y mirada de querubín alcohólico—. El amor es como la empanada: si la recalientas, se endurece.
Pero yo no sabía dejar estar. Ni siquiera los nombres. Fina era un apodo, sí, pero también una trinchera. El verdadero nombre —no lo recuerdo— me resultaba imposible de usar. No porque me doliera, sino porque no lo creía del todo real. En cambio, Fina estaba hecho a mi medida. Como un espejo deformado: mitad deseo, mitad enigma.
Conocí a Fina en una fiesta absurda organizada por un profesor de filología galaico-portuguesa que coleccionaba estampas religiosas y barquitos de Sargadelos. Dalia —mi novia de entonces, flaca como una uña y devastadoramente lúcida— me dejó esa misma noche. Recuerdo que fumaba un camel mientras me señalaba con la barbilla a la joven que bailaba sola bajo una lámpara roja.
—Esa. Te acabas de enamorar de esa.
Dijo “esa” con un tono que era al mismo tiempo epílogo y absolución.
Fina me regaló su número y una frase: “yo no duermo con nadie que me guste demasiado”. Me tomó años entender que era cierto.
Lo que siguió fue un cortejo infatigable. Un simulacro de romance. Cine en Lugo, paseos por la playa de Arealonga, música, risas que rozaban la eternidad. Pero ni un solo roce con deseo. Me abrazaba como un hermano, me miraba como un cómplice, me llamaba Darío con un tono entre la burla y la ternura. ¿Por qué no me deseaba? ¿Qué parte de mí la retenía?
—Tal vez —me dijo un día, como si hablara con una farola fundida de Ribadeo—, eres demasiado parecido a cómo querría ser. O a cómo fui, y olvidé.
San Andrés de Teixido fue nuestro viaje de novios sin boda. Dormimos en camas separadas en una pensión de aire místico. Una noche, bajo un farol borracho, intenté besarla. Me apartó con una delicadeza clínica. Y luego, como quien cura una herida, me ofreció un helado de vainilla. Esa fue nuestra luna de miel.
En la casa de Barreiros, el presente se volvía cada día más raro. Stocky tocaba a Debussy después de cada comida, como si eso pudiera evitar la digestión. Su mujer, Montse (alias MacMoney), hablaba con los árboles. Los Fumero, una pareja de médicos —él internista, ella digestóloga— discutían sobre tumores como si fueran postres. Adela, también llamada Manón, periodista famosa, coleccionaba amantes que acababan pareciéndose entre sí —en este caso, Adelio, una figura intrascendente con peinado de notario y voz de locutor nocturno—. Y Beatriz Arnaiz, voluptuosa y perversa, paseaba su melancolía por la casa con un vestido verde que parecía hecho de musgo y amenaza.
Yo los observaba desde lejos. Es decir, desde adentro. Como si algo me separase del mundo incluso mientras lo narraba. Narrar: esa forma extraña de esconderse tras el pasado.
—¿Y qué haces con la perrita? —me preguntó Adela una tarde, con una copa de licor café en la mano.
—Se llama Ronda. Me la han dejado tres semanas. No me deja solo ni un minuto.
—Sabe algo que nosotros no —dijo Stocky desde el piano—. Los perros siempre lo saben.
Ronda me seguía por la casa, dormía en la alfombra a mis pies, gimoteaba si me duchaba demasiado tiempo. Cuando sus dueños vinieron a buscarla, se orinó encima y no quiso moverse. Me dolió como un divorcio.
En otra vida, había amado a Beatriz Arnaiz. Yo era su alumno. Ella era lo que ahora llaman una pantera. Me devoró sin ruido, sin metáforas, con una técnica que parecía griega y una frialdad casi tibetana. Años después, en Barreiros, la vi zambullirse en la piscina como si aún fuera aquella mujer, pero ya no lo era. Ni yo aquel joven. Ni el deseo, una flecha.
Mavi. Su nombre me lleva a otro ritmo. Fue la única mujer con la que creí poder ser alguien distinto. Me quiso como si yo tuviera un rostro aún por estrenar. Nos amamos con una alegría feroz, una coreografía sin pudor. Pero llegó Mimí Prohibida. Y sucedió lo que sucede cuando alguien entra en escena justo en el acorde equivocado. Se fueron juntas. Dejaron la cama revuelta y una nota con una cita de Auden que nunca entendí del todo.
Y sin embargo, la muerte —la verdadera— no fue ninguna de esas. Fue aquella primera: la que aprendí de niño cuando escuché a mi madre tocar Jardins sous la pluie. Yo no sabía aún que la música podía doler. Ni que doler significaba también desear. Desde entonces, cada vez que algo terminaba —un amor, una amistad, una estación—, buscaba esa melodía. Sciadè Sulapí, le llamaba mi infancia. Y aún lo llamo así.
La tarde del clímax —llamémoslo así—, Stocky volvió a tocar la pieza. Yo me asomé al ventanal. El mar parecía una sábana en llamas. Los otros charlaban al fondo. Fina dormía en una tumbona, con un seno al descubierto y una rodaja de limón en el ombligo. Pensé en besarle allí, justo donde comenzaba la imposibilidad.
Entonces Adela entró.
—Tengo una noticia —dijo.
Stocky se detuvo en mitad de un acorde suspendido. Yo giré la cabeza. Ronda ladró desde el jardín.
—Algo ha pasado. O va a pasar. No sé.
Todos la miramos. Nadie dijo nada. Afuera, el sol comenzaba a huir hacia San Cibrao. El piano calló. Sciadè Sulapí había quedado, otra vez, inconcluso. Como todo.
¿Y si no fue una noticia?
¿Y si nunca hubo tal cosa, sino solo el deseo, o el miedo, de decir algo irreversible?
Adela había entrado como quien porta un telegrama lacrado, con el gesto de una actriz que ha ensayado la frase tantas veces que termina olvidándola. Se detuvo en el umbral, miró a Fina con cierta dureza. Luego a mí. Luego al mar. No dijo nada más.
La escena quedó suspendida, como el acorde menor que Stocky dejó colgando en el aire. Alguien abrió una botella. Montse se quejó del ruido de los ventiladores. Adelio preguntó si había partido del Celta. Nadie retomó la frase de Adelio . Ni siquiera Adelio. Como si entre todos hubiésemos decidido, tácitamente, sepultar aquella media frase bajo el cemento rápido de la trivialidad.
Pero yo no olvidé. Porque lo que no se dice en voz alta no desaparece: se agranda. Se instala como una humedad entre las paredes.
Los días siguientes adquirieron un tono irreal. No como un sueño, sino como una repetición. Todo sucedía como si ya hubiera sucedido antes, con una ligera diferencia, un matiz nuevo, una inflexión de mirada que delataba que ya no estábamos en el mismo tiempo.
La piscina seguía allí. La brisa del Cantábrico seguía goteando su sal en los postigos. Pero yo sabía que algo se había desplazado. Como si la historia —la mía, la de todos— hubiera girado apenas unos milímetros sobre su eje sin que nadie lo advirtiera.
Una mañana, Fina me pidió que la acompañara a dar un paseo por la playa de Arealonga. El cielo estaba limpio, como recién fregado por las meigas. Caminábamos sin hablar. Yo lo miraba de reojo. A veces, cuando el viento se agitaba, su silueta se quebraba como una transparencia mal montada.
—¿Y tú crees que todo esto es para siempre? —preguntó de pronto.
—¿Todo esto qué?
—Esto. Lo que hay entre nosotros.
No supe qué responder. Había aprendido, por agotamiento, que cualquier respuesta mía operaba como un veneno o un detergente: o envenenaba o borraba.
—Si tú me hubieras querido de otra manera —dijo—, todo habría sido distinto.
—Si tú me hubieras tocado una sola vez —dije—, yo habría podido olvidarte.
Por la noche, al volver, encontré a Stocky borracho. Se había encerrado en el salón con el piano y una botella de Baileys que Montse guardaba para las visitas. Tocaba a Chopin como si fuera una marcha fúnebre reinterpretada por un payaso melancólico.
—Tengo que contarte algo, Darío —dijo, sin mirarme—. Pero no es mío. No puedo.
—¿De quién es?
—No importa. El caso es que nadie sabe si fue real. Ni siquiera quien lo vivió.
Días después, Adela volvió a mencionarlo. Fue al anochecer. Estábamos solos. La luz se detenía en el borde del sofá como si dudara de su existencia.
—No era una noticia. Era un recuerdo —dijo.
—¿De qué?
—De algo que me pasó con Fina hace años. Nunca lo conté. Pero cuando la vi dormida así, en la tumbona, con el limón… se me vino todo encima.
—¿Qué te hizo?
—No me hizo nada. Me dijo algo. Una frase. Una frase absurda.
—¿Qué frase?
—Dijo: “no soporto que alguien me desee sin saber qué hacer con su deseo”.
Quise hablar con Fina. Pero Fina desapareció dos días después. Dijo que tenía que volver a Madrid por trabajo. No dio más explicaciones. Me abrazó —el último abrazo— y se fue. Dejando atrás sólo el contorno leve de todo lo que no habíamos sido.
En la casa las cosas comenzaron a disolverse. Beatriz Arnaiz empezó a dormir sola, con la puerta abierta. Montse hablaba en voz baja con las plantas, como si tuvieran secretos urgentes que contarle. Los Fumero discutieron sobre un diagnóstico erróneo que habían hecho hace años y que aún los corroía. Ronda dejó de comer.
Yo no hacía nada. Me limitaba a estar. A caminar entre habitaciones como si fueran restos de un naufragio que aún no sabía que era suyo.
Una tarde, Stocky me pidió que lo acompañara a la terraza. El cielo estaba verde. No azul ni gris. Verde. Como si el mundo estuviera oxidándose por dentro.
—Toca tú —me dijo.
—No he tocado desde que murió mi madre.
—Precisamente por eso.
Me senté frente al teclado. El Op.48 estaba allí, agazapado. Lo toqué. Mal. Con dedos torpes. Como si no fuera una pieza musical sino un idioma antiguo que se pronuncia con miedo.
Cuando terminé, Stocky murmuró:
—Eso fue hermoso. Feo, pero hermoso. Como todo lo que dura un poco más de lo que debería.
Esa noche escribí una carta para Fina. No la envié. Decía algo así como:
«Te quise como se quiere a un espejo con niebla: sabiendo que hay un rostro detrás, pero sin lograr verlo.
El op.48 sigue sonando aquí. No la toques tú. No le digas a nadie. Solo recuerda que fuiste el primer fantasma que me amó sin saber que lo era.»
La casa se vació al cabo de unos días. Cada uno regresó a lo suyo con una maleta, un secreto y un leve temblor en la mano derecha. Yo me quedé dos noches más. Para cuidar a Ronda, que finalmente empezó a comer. Y para tocar, una última vez, la pieza.
La niebla se metía por las rendijas. El piano estaba frío. El mar no rugía: latía.
Toqué mal. Como siempre. Como debía ser.
Y en el último compás, pensé que quizá aquella frase de Fina—esa de no soportar ser deseada sin destino— no era una excusa.
Era una confesión.
Y quizá lo más difícil no fue aceptar que no me deseaba. Lo más difícil fue desmontar, poco a poco, sin ira ni consuelo, esa imagen fija que llevaba dentro, heredada de canciones y películas, de madres y novelas: la idea de que si alguien te quiere, debe tocarte; de que el amor, para serlo, ha de cumplirse con el cuerpo. Tal vez esa imagen —esa estatua secreta— fue el verdadero enemigo. Y Fina, sin saberlo, vino a quebrarla.
Nocturne No. 13 In C Minor, Op. 48 No. 1 · Maurizio Pollini · Frédéric Chopin
ramonacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
Let`s be careful out there