Un grifo abierto, una cocina, un timbre que suena y calla. El relato se desarrolla en ese intervalo de espera, donde nada parece pasar y, sin embargo, todo cambia.

Parergon auditivo:

Osaka, November 8, 1976, Part I · Keith Jarrett


Había terminado de fregar. La hilera de platos, blancos y limpios, parecía saber su sitio sin que yo se lo indicara, y la cuchara se había quedado con una gota indecisa en el borde. La olla grande estaba aparte, en el fregadero, porque necesitaba remojo, como quien pide tiempo. Había cocinado para alguien, lo recordé cuando me serví, y entonces me di cuenta de que no venía nadie. Lo guardé todo, abrí el grifo y dejé que el agua corriera.

Entonces ocurrió ese corte que no hace ruido. No afuera, o quizá sí, pero en otro lugar. Las piezas seguían funcionando, aunque ya no se hablaban: la vista cumplía su trabajo con disciplina, el oído escuchaba un chorro irregular que parecía traer mensajes, el olfato detectaba un olor metálico nuevo. Faltaba el sitio donde todo eso se junta. Esperé el timbre. A veces uno espera un timbre sin saberlo. No sonó.

En su lugar, aparecieron cosas que no se contradecían y, sin embargo, no encajaban: el pasillo se doblaba hacia un cuarto que no existe en el plano de la casa, mi madre joven escuchaba una radio que yo nunca había visto, una caja tibia con la tela un poco hundida en el altavoz, un niño escribía algo en un cristal empañado con decisión de escuela, una mano marcaba un número en un teléfono de disco, el dedo atrapado un instante en cada cifra, con esa obediencia tranquila del mundo cuando se deja girar.

El agua subía en la pila sin prisa, pasó el borde y se extendió por la encimera, un velo claro y frío, exacto. No cerré el grifo. Hubiera bastado un gesto, pero ese gesto no encontraba dónde instalarse, y mientras tanto una gota redonda colgaba de la cuchara, vencida por su propio peso, hasta caer con una puntualidad que le daba forma al silencio. El reloj de pared avanzaba, pero a destiempo de todo lo demás. La olla, apenas más ligera por el remojo, se movió un milímetro, lo justo para que su sombra cambiara de sitio.

No pensé nada ordenado. Lo que había en mí eran habitaciones con la luz encendida: en una, los bordes del fregadero; en otra, el rumor de la radio; en otra, la mano en el disco. Como una escalera que sube y baja al mismo rellano. Esperé de nuevo el timbre. No sonó. Tal vez fue entonces cuando la cocina me miró, no encuentro otra forma de decirlo. No era una metáfora de esas que lo arreglan todo, sino un mirar sin ojos, una atención que venía del orden preciso de las cosas y de la poca paciencia que tienen las superficies con lo incierto. La cocina, como un álbum que respirara por sus páginas, parecía organizar mis gestos desde un tiempo anterior, y yo, que guardaba la cerradura de ese recuerdo como quien custodia un relicario, me dejé leer por ella, sintiendo, con una extrañeza sin remedio, que no hay peor desasosiego que el de saberse huésped en tu propia casa.

El agua ya tocaba el borde de la encimera y empezaba a caer al suelo en una línea tan fina que se rompía al tocar la baldosa. No había premura. La cocina entiende de ritmos. Yo miré la olla. Hubiera sido natural acercar la mano al mando del grifo. Fue natural no hacerlo. El pasillo se curvó otra vez, ahora menos. La radio subió un poco el volumen por su cuenta, o así lo recuerdo. El niño terminó la palabra y dejó solo un rastro con el dedo, una especie de tilde que no corregía nada. La mano soltó el disco justo en el nueve. Fue una escena completa y, aun así, quedaba abierta. No pretendía cerrarse.

Esa noche, si fue una noche, tuve la sensación de que alguien encontraría el camino hasta la cocina si yo cerraba el grifo, aunque no es una lógica que se explique bien. Es la clase de lógica que ha vivido muchos años en silencio y, cuando sale, uno la reconoce como se reconoce un olor antiguo. Volví a levantarme. El agua seguía. En el suelo había un mapa que copiaba a su manera el dibujo de las baldosas. La olla flotaba apenas en su propio reflejo. Me quedé un rato de pie, sin pedirle nada a la escena. Entonces sonó el timbre.

Era un sonido suficiente, sin insistencia, lo justo para que cualquiera se limpiara las manos y fuera hasta la puerta. No fui. Escuché el timbre como se escucha una llave que no gira. Sonó una segunda vez, luego se detuvo. Me acerqué a la puerta y pegué el oído. No había pasos al otro lado. Era un timbre sin persona. Miré por la mirilla y vi agua. No en el descansillo. No en las escaleras. Más allá. Una transparencia que devolvía, muy pequeña, la luz de la cocina. Volví al fregadero. Cerré el grifo un instante. El silencio fue denso, como la niebla al amanecer. El timbre sonó de nuevo. Abrí el grifo. El timbre calló.

No hice pruebas largas. No era un juego. Cerré otra vez. Sonó. Abrí. Calló. Era suficiente para entender. Desde entonces mantengo el agua en un nivel preciso. No es una inundación, es un estado. El chorro fino, la olla inclinada lo justo para que no se asiente del todo, la cuchara en equilibrio donde la gota se forma y cae cada tanto. Si me distraigo, el timbre prueba, hace su llamada, sostiene una nota clara, se retira. Yo vuelvo al grifo, abro lo suficiente para que la casa recupere su idioma.

Hay días en que miro el pasillo para comprobar si el cuarto inexistente ha ganado terreno. No lo digo con temor. Tengo curiosidad, incluso respeto. La radio a veces llega en oleadas menos nítidas. Alguna tarde he creído entender una palabra vieja que mi madre joven no pronunció nunca. El niño del cristal repite otra vez su figura, ya no es letra, quizá nunca lo fue. La mano del teléfono gira con paciencia profesional.

Si alguien me pregunta por qué no cierro el grifo, por qué dejo que el agua haga su trabajo manso, puedo dar razones prácticas, fábulas de metal, nombres de una fuga o de una manía. No serían verdad. La verdad es que la cocina sostiene algo en su sitio mientras el agua corre. Yo sostengo el agua. El timbre sostiene la puerta en su lugar, como un dedo sobre un número.

La olla ya no flota como al principio. A veces descansa en el fondo con un sonido breve de metal, casi un asentimiento. En su superficie, cuando la luz entra de cierta manera, se ve una parte de la casa que no corresponde al ángulo. Podría inclinarla para corregir el reflejo. Prefiero aprenderlo.

He pensado en marcharme alguna vez, cerrar la llave, aguantar el timbrazo, abrir la puerta y aceptar lo que entre. No lo hago. No por miedo. Hay decisiones que se toman con naturalidad y otras encuentran su lugar solo cuando el agua decide lo que la mano no sabe. Mantengo el chorro en ese punto exacto. La cocina respira tranquila. El timbre se comporta.

Si llegara a sonar ahora, mientras escribo, sabría lo que significa. No abriría. Iría al grifo, como tantas veces. Lo cerraría apenas para oír la nota. Lo volvería a abrir. La casa, entonces, asentiría levemente. Y yo me quedaría allí, viendo cómo la cuchara forma otra gota y la deja caer, idéntica a la primera, como si todo lo anterior no hubiera pasado todavía.

ramonacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there