«La humanidad está condenada: cada vez que solucionamos un problema, inventamos un juguete nuevo para distraernos.”
Woody Allen
“Subid, muchachos, que en el País de los Juguetes se juega todo el día y nunca se trabaja.”
Carlo Collodi, Pinocchio
Nadie diría que el destino de Occidente pudiera cifrarse en un objeto tan ridículo como un chupete para adultos, y sin embargo ahí está, convertido en fetiche, en moda, en consuelo portátil contra el malestar difuso de nuestra época. La noticia apareció primero en un canal de televisión francés, de esos que mezclan el tono aséptico de la divulgación científica con la fascinación morbosa por lo excéntrico. Una experta, con gesto serio, explicaba que succionar calma el estrés, que ayuda a dormir, que es un modo natural de serenarse. Y mientras lo decía, millones de espectadores asistían sin pestañear a la normalización de lo grotesco: hombres y mujeres en la treintena, chupando con deleite una tetina adornada con brillantes, convencidos de que en ese gesto infantil residía una promesa de bienestar.
Podría parecer un detalle pintoresco, un episodio menor en la interminable saga de las modas absurdas, pero basta detenerse un momento para entender que el chupete adulto es el síntoma de algo más profundo, el signo visible de un proceso de regresión cultural y antropológica que ha convertido al sujeto moderno en un ser infantilizado, dependiente, dócil. Allí donde Nietzsche habló del “último hombre”, satisfecho en su pequeñez, incapaz de aspirar a otra cosa que la comodidad inmediata, nosotros encontramos la caricatura perfecta en este adulto que succiona un objeto de neonato como quien enciende un cigarrillo o abre una lata de cerveza. El filósofo había advertido que “La tierra se ha vuelto pequeña, y sobre ella salta el último hombre, que todo lo empequeñece”. Hoy salta en TikTok, se graba con el móvil, añade filtros y presume de su tetina como si en ella se condensara una forma de resistencia, cuando no es más que la última prueba de su claudicación.
Lo más inquietante no es que existan esos adultos-niño, sino que el sistema que los produce se haya sofisticado hasta el punto de diseñar, promover y mercantilizar la regresión. El chupete adulto no surge de una excentricidad marginal, sino de un plan perfectamente orquestado: influencers lo legitiman, marcas de lujo lo convierten en accesorio aspiracional, fábricas chinas lo producen en masa y algoritmos lo difunden con eficacia matemática. Se cumple así lo que Adorno y Horkheimer denunciaron en la Dialéctica de la Ilustración: la industria cultural no se limita a ofrecer distracciones, sino que modela los deseos, fabrica sujetos estandarizados, ajusta a cada consumidor a su servidumbre voluntaria.
El paralelismo con el homúnculo del Fausto de Goethe resulta inevitable: aquel ser diminuto, nacido en un frasco de laboratorio, que aspiraba a una vida auténtica y no alcanzaba más que la parodia de lo humano, encuentra su heredero en el ciudadano-chupete, criatura a medio camino entre el adulto y el bebé, que exhibe orgullosa su falta de dignidad. La diferencia es que, en Goethe, el homúnculo era un experimento alquímico; en nuestro caso es el resultado de un laboratorio mucho más poderoso: el mercado global.
Byung-Chul Han lo ha descrito con precisión cuando analiza la “sociedad del cansancio”: un mundo en el que ya no hacen falta represores externos porque cada individuo se explota a sí mismo, convencido de que lo hace en libertad. El chupete se inscribe en esta lógica: se presenta como objeto de elección personal, como accesorio liberador contra el estrés, pero en realidad funciona como prótesis de sumisión, como mecanismo de autocalma que evita cualquier confrontación con lo real. No hay lucha ni esfuerzo, solo succión, solo placebo emocional.
El filósofo francés Étienne de La Boétie, cinco siglos antes, había intuido este mecanismo en su Discurso de la servidumbre voluntaria cuando escribió que el poder no se mantiene solo por la fuerza, sino porque los sometidos consienten, porque encuentran en su esclavitud una comodidad que prefieren no abandonar. El chupete contemporáneo es esa comodidad: una cadena blanda, dulce, que no hiere, pero ata. ¿Qué mejor imagen de la servidumbre voluntaria que un adulto chupando orgulloso una tetina, convencido de estar eligiendo libremente lo que en realidad le fue impuesto desde arriba?
La infantilización de masas no es un accidente, es una estrategia. Lo que en otro tiempo era objeto transicional —el osito de peluche, la manta de seguridad que ayudaba al niño a soportar la ausencia de la madre— se ha convertido en condición estructural de toda una sociedad. Winnicott describía esos objetos como necesarios en la primera infancia para facilitar el tránsito hacia la autonomía. La paradoja de nuestro tiempo es que el objeto transicional ya no sirve para transitar, sino para impedir el paso. El adulto con chupete no crece, no madura, no se emancipa: se queda varado en un limbo de dependencia emocional perpetua.
Conviene recordar aquí las palabras de Cioran: “El hombre moderno ha perdido incluso el arte de desesperar”. El chupete lo demuestra. Allí donde antes la angustia podía convertirse en motor de creación, en impulso para rebelarse, ahora se anestesia con sucedáneos ridículos. El último hombre no se desespera: se entretiene. No sufre: consume. No busca un sentido: succiona. Y así permanece en un estado de letargo satisfecho que desactiva cualquier posibilidad de grandeza.
El mercado, siempre astuto, ha sabido convertir esa regresión en un negocio rentable. Ya no basta con ofrecer un producto; hay que convertirlo en signo de identidad. Por eso no hablamos de chupetes anónimos, sino de ediciones limitadas, adornadas con logotipos de Dior o Vuitton, promocionadas por estrellas del espectáculo que dictan los gestos a imitar. El ridículo se estetiza, el infantilismo se convierte en glamour, la impotencia se viste de lujo. Y como todo se compra y se vende, la degradación se convierte en espectáculo aspiracional. Lo que debería ser motivo de vergüenza se transforma en mercancía prestigiosa.
Mientras tanto, la diferencia entre Oriente y Occidente se acentúa. En China, TikTok ofrece a los niños contenidos educativos, limita el tiempo de uso, fomenta el orgullo nacional. En Occidente, la misma aplicación se despliega como un torrente inacabable de bailes, desafíos absurdos y chupetes fluorescentes. No se trata de una casualidad, sino de una estrategia: Sun Tzu lo había escrito hace veinticinco siglos, vencer sin combatir, lograr que el enemigo se debilite solo. El arma no es la bomba ni el tanque, sino la tetina mediática que mantiene ocupada a toda una generación.
Y aquí llegamos al núcleo político: una población infantilizada es más fácil de gobernar, menos propensa a la revuelta, más dispuesta a aceptar sin crítica lo que se le ordena. No hace falta censurar ni reprimir, basta con entretener y distraer. El ciudadano-chupete no cuestiona, no discute, no exige: se calma con su succión, agradece la dosis de serotonina que le regala el algoritmo, se siente libre porque puede elegir entre el chupete azul y el rosa, entre el modelo con brillantes y el de silicona translúcida. Esa es su democracia: la del catálogo.
Pero el fenómeno no se limita al ámbito digital o al mercado de accesorios absurdos. Tiene consecuencias antropológicas más hondas: la erosión del deseo, la neutralización del eros, la pérdida de la tensión vital. Un hombre que busca consuelo en un objeto infantil no se arriesga a la aventura, no se atreve a la creación, no soporta la intemperie de la libertad. Prefiere la seguridad del muelle antes que el riesgo del mar abierto. Y ahí es donde conviene recordar la figura de Ulises en la Divina Comedia, ese héroe que confiesa a Dante el ardor de hacerse experto de los vicios y de la virtud humana, el deseo de atravesar el alto mar para conocer lo que no se conoce. Ningún adulto con chupete en la boca podrá pronunciar esas palabras; su horizonte se reduce a la próxima actualización de su aplicación favorita.
Nietzsche había descrito con exactitud este destino en Ecce Homo: los buenos —los conformes, los satisfechos de sí— son siempre el principio del fin, porque crucifican a quien crea valores nuevos, porque inmolan a sí mismos cualquier porvenir. El último hombre no quiere grandeza, porque la grandeza lo incomoda; quiere que todos sean como él, mansos y mediocres, para que nada ponga en peligro su pequeño bienestar. Por eso el adulto con chupete no es una extravagancia aislada, sino el modelo de una humanidad en regresión: incapaz de ambicionar, celosa de su comodidad, deseosa de arrastrar a todos a su misma pequeñez.
El filósofo Günther Anders hablaba de la “obsolescencia del hombre” para referirse a nuestra incapacidad de estar a la altura de la técnica que hemos creado. El chupete adulto es, en este sentido, la obsolescencia de la voluntad: un objeto diminuto que simboliza la renuncia a crecer, a sufrir, a enfrentarse al mundo. En lugar de asumir la angustia, preferimos neutralizarla con una tetina. En lugar de mirar de frente el vacío, lo llenamos con placebos de silicona. La tragedia es que esa estrategia no conduce a la calma, sino a la perpetuación de la impotencia.
La infantilización generalizada se refleja también en la política, convertida en espectáculo banal, en campaña permanente de marketing. El elector-chupete no exige programas ni coherencia: se conforma con lemas fáciles, con memes, con emociones rápidas que sustituyen al pensamiento. Igual que el chupete calma al niño sin darle alimento, la retórica política calma al ciudadano sin ofrecer soluciones. Todo queda en la superficie, en la succión sin sustancia. Y mientras tanto, los problemas de fondo —la desigualdad, la devastación ambiental, la crisis de sentido— siguen sin afrontarse, porque exigen un esfuerzo que nadie está dispuesto a realizar.
El resultado es una sociedad de Peter Pan, niños eternos que no quieren crecer, convencidos de que la adultez es una carga insoportable. Pero detrás del relato amable de la infancia perpetua se esconde el mecanismo cruel del poder: igual que en Pinocho, el País de los Juguetes se convierte en establo de asnos. El hombrecillo de Manteca llevaba a los niños con sonrisa paternal al mercado donde serían vendidos. Hoy el mercado es global y el proceso más sutil, pero el desenlace es el mismo: sujetos convertidos en bestias de consumo, dóciles, uniformes.
Frente a este panorama, conviene preguntarse si queda algún resquicio para la resistencia. Quizá baste con un gesto mínimo: rechazar el chupete, soportar la incomodidad, atreverse a mirar la angustia de frente. Quizá la verdadera libertad empiece en esa negativa, en ese “no” pronunciado contra el ridículo planificado. Pero no se trata de un gesto individual aislado, sino de un cambio cultural más amplio, de una reapropiación de la adultez como condición necesaria de la vida humana. Sin adultez no hay responsabilidad, sin responsabilidad no hay libertad, sin libertad no hay dignidad.
No es un mensaje optimista, porque lo que domina es el otro escenario: adultos orgullosos de su chupete, exhibiendo su servidumbre como signo de identidad, convencidos de que allí reside su autonomía. El ridículo precede a la catástrofe, decía Karl Kraus, y la frase resuena hoy con una exactitud insoportable. La catástrofe no llegará con estrépito, sino con la sonrisa satisfecha de millones de adultos entretenidos en succionar tetinas fluorescentes.
El destino del hombre quizá no se decida en los grandes congresos ni en las cumbres geopolíticas, sino en estos objetos diminutos que revelan la verdad de nuestra condición. El chupete adulto es la metáfora última: cadena dulce, placebo universal, símbolo de la renuncia. Mientras sigamos chupando, no creceremos; mientras no crezcamos, no lucharemos; mientras no luchemos, no habrá humanidad que salvar. Y entonces, con la exactitud cruel de la profecía, Nietzsche tendrá razón: el último hombre habrá llegado, y será inextinguible.
Y sin embargo —para no sucumbir del todo a la desesperación— me atrevo a confesar que, puestos a elegir consuelo, prefiero los senos de Anna Galiena inclinados sobre mí mientras me corta el pelo, antes que esa tetina fluorescente que, más que calmar, humilla.
Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there