Parergon auditivo:
El tacto es la memoria que no se escribe
Pensar, antes de ser un acto suspendido en la abstracción de las ideas, fue siempre un modo de tocar. La inteligencia, despojada de las ficciones que la han separado del cuerpo, comienza en el contacto: en el tanteo de unas manos que acarician para reconocer, que moldean para dar forma, que amasan para que la materia ceda y se transforme; manos que aprietan y sueltan, que alisan y retiran, que aprenden del peso y de la resistencia, de la temperatura y de la rugosidad. Anaxágoras quiso decir que el hombre piensa porque tiene manos; quizá convendría añadir que piensa cuando sus manos entran en el mundo y lo interrogan sin palabras, arrancando de cada forma una respuesta que la mente no había previsto. De ese diálogo táctil nace la primera arquitectura del pensamiento: no la que se mide con escuadra y compás, sino la que ordena la experiencia para que la vida encuentre su sitio.
Vivir es habitar un espacio que no hiera al cuerpo ni lo exilie; morir es recorrer el tiempo sin más amparo que la memoria de lo vivido. Entre una cosa y otra, las manos han sido siempre mediadoras, construyendo lugares donde la duración no fuese mera espera, sino permanencia. Porque el tiempo que se vive no es un día entre otros, sino un día que se inscribe; y fechar, a veces, no es tanto registrar como clausurar, como esconderlo bajo una cifra que impide su repetición. Todo lo que se limita a ser reproducible carece de porvenir, y hasta lo eterno —porque no admite copia— rehúye la repetición. Así, las manos que trabajan sobre la materia, prolongan, abren, disponen el presente para que pueda seguir sucediendo. La forma que nace de ese trato, esclarece, ofrece, concentra. Y en esa concentrada claridad se reconoce un saber que la escritura apenas consigue fijar, transmitido cuerpo a cuerpo como se transmiten los oficios, en la lentitud con que se enseña a sostener la herramienta o a callar a tiempo para que la obra hable por sí misma.
Cuando ese pacto entre manos y pensamiento se quiebra, el espacio se degrada y la ciudad se convierte en una maquinaria sin memoria: volúmenes que expulsan en lugar de albergar, geometrías dictadas por la cifra y no por el cuerpo, superficies que brillan en catálogo y asfixian en la vida. La destrucción del ámbito común no es sólo pérdida material: es amputación del tiempo compartido que las manos habían rescatado de la intemperie. Y, sin embargo, basta que las manos recuperen su derecho a tocar —a medir de nuevo la anchura justa de la sombra, el grosor exacto de un muro, la curva que recoge y no repele— para que el pensamiento, al volver a su origen, conciba otra vez espacios capaces de sostener la vida.
No se trata de volver la mirada hacia un pasado idealizado ni de preservar una destreza como reliquia, sino de mantener vivo el vínculo entre la forma y la vida que la habita. Cada vez que las manos tocan, acarician, moldean o amasan, no sólo transforman la materia: transforman la mente que las guía, afinan su juicio, la obligan a demorarse, a comprender que la perfección es menos un destello que una respiración larga. Pensar con las manos es aprender del mundo lo que la prisa no enseña: que un lugar se mide por la calma que concede, que una forma es justa cuando no se vuelve contra quien la habita, que la belleza, cuando es verdadera, se confunde con la hospitalidad. Y mientras haya manos que piensen así, el tiempo podrá seguir su curso sin que la vida se quede del todo sin casa; no como un día fechado que se archiva para desaparecer, sino como una tarde que se demora, contenida en el hueco tibio de unas manos que sostienen —con la gravedad de lo irrepetible— el peso vivo de un pecho deseado, sabiendo que en ese contacto se cifra, sin decirlo, una de las irrepetibles formas de la plenitud.
Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there