El fútbol es un sistema de signos en movimiento, una gramática del espacio.”
Juan Villoro
La religión existe para abrirnos las puertas a lo inefable. Eso también lo hace el juego
Juan Villoro
El fútbol es la última representación sagrada de nuestra época. Es un rito en el que se expresa un lenguaje de signos, donde cada jugada es una palabra y cada partido una narración.
Pier Paolo Pasolini
Luka Modrić cierra su carrera en el Real Madrid dejando un legado que más allá de los títulos en su haber, se mide en la forma en que pensó —y jugó— el fútbol.
Durante trece temporadas, el centrocampista croata ha sido el pulso interior, la respiración más serena del mejor club de fútbol de todos los tiempos. Mientras el fútbol moderno aceleraba su marcha —músculo, número, vértigo—, Modrić ha representado otra forma de estar en el campo: la del jugador que piensa antes de tocar, la del talento que ordena sin imponer, la del portento que juega como si escuchara una música secreta.
En todo este tiempo ha conquistado, lástima del mundial de Rusia, cuanto un futbolista puede soñar: seis Champions League —más que las conseguidas por el Barcelona , (conviene el recordatorio para despistados) en toda su existencia—, tres Ligas, cinco Mundiales de Clubes, entre muchos otros títulos. Pero eso, siendo una inmensidad, por sí solo, no explica su grandeza. Su huella no está en lo que ganó, sino en cómo lo hizo. En la manera de habitar el campo con una inteligencia nunca antes vista. En la calma con la que convirtió el pase en pensamiento, y el movimiento en forma.
José Mourinho, que lo trajo al Real Madrid desde el Tottenham Hotspur, lo expresó con una sencillez reveladora: “Modrić es la belleza del fútbol.”
Carlo Ancelotti, que lo ha dirigido en dos épocas distintas, ha ido aún más allá: “Lo que Modrić tiene de distinto es que es capaz de juntar la calidad con el alma. Cuando uno logra eso, se convierte en leyenda.”
En Croacia, su legado ha adquirido otro registro: más íntimo, más improbable. Llevar a una pequeña nación de cuatro millones de habitantes a una final del Mundial y a una semifinal cuatro años después no ha sido solo un hito competitivo. Ha sido la afirmación de que también desde lo pequeño se puede construir lo inmenso. Que una cabeza clara puede llevar tan lejos como mil piernas veloces.
Luka Modrić ha sido el gran geómetra del fútbol moderno. No hablo de cualquier avezado artista iniciado en la escuadra y el compás sino de un Da Vinci del trazo libre, móvil, casi coreográfico. Su juego ha tenido algo de arte gestual, de improvisación instintiva. Modrić no ha jugado nunca frente a un lugar sino dentro de él, lo ha recorrido, habitado, vivido. Se ha movido entre los espacios buscando líneas de fuga para colocar un balón decisivo: Modric derrama su visión del juego en un palmo de espacio, abre con un pase la dimensión hacia una nueva gesta, juega a lo Pollock.
Cada balón ha sido la extensión de un gesto preciso. El genio de Zadar no ha ejecutado jugadas: las ha intuido, no ha seguido un mapa. Como el pintor norteamericano, ha sabido que el espacio no se domina desde fuera, sino que se descubre desde dentro, con el cuerpo entregado a una forma de inteligencia que no necesita palabras.
Y como en los Holzwege de Heidegger —esos senderos que se internan en el bosque sin un destino fijo, pero que nos invitan a pensar—, Modrić ha tenido la intuición de un campo de fútbol no como un plano sino como un paisaje a descifrar. En este sentido, ha abierto pasillos que no estaban, ofrecido rutas donde antes había muros. Su manera de moverse ha sido un modo de leer el espacio, de comprenderlo mientras lo transforma.
Además, todo en su fútbol, en última instancia se dirige al gol demostrando, ajeno a florituras poéticas de Tiki- Taka, que el camino hasta allí puede ser una obra de arte en sí misma. Un camino enhebrado con claridad, con pausa, con precisión. Con esa belleza evidente a primera vista, propia de lo prodigioso.
Modrić no ha necesitado levantar la voz para reivindicar nada. Su juego ha sido suficiente. Ha afinado al R. Madrid como quien afina un instrumento: sin estridencias, sin alardes. Con él, el Real no solo ha ganado: ha aprendido a respirar de otro modo. Más lento. Más hondo. Con mayor claridad.
Ahora, en el adiós, Luka deja algo más que unos números incontestables. Deja un sello propio. Una forma de delinear el campo, de adivinar desahogos donde nadie podría imaginar que existieran. Una maniera.
Ha sido un símbolo, sí, pero no por lo que impuso, sino por lo que reveló. No fue un héroe en el sentido épico, sino en otro más callado: en el que, sin aspavientos, traza una línea que otros siguen. En una era dominada por la prisa y el impacto, Modrić representa otra ética del juego: la de la técnica limpia, el pase pensado, el tiempo bien leído. Ha sido, en medio del estruendo, el jugador que mejor ha sabido escuchar el rumor profundo del fútbol, que yo haya visto.
Y en eso reside lo más valioso de su legado: en haber demostrado que incluso en el terreno áspero de un fútbol profesional lleno de mercaderes y tunantes musculados, aún puede abrirse un espacio para el desenvolvimiento de un librepensador. No me refiero al mero movimiento ornamental de piezas tan caro a malandrines vestidos de azulgrana, sino a la sutilidad que transforma la necesidad en forma, la presión en pensamiento. Modrić no negó la urgencia del resultado: la atravesó con una inteligencia que convirtió el juego en algo más que competencia. Lo hizo lenguaje. Lo hizo belleza. Gracias, Luka.

Le’ts be careful out there