No principio creou Deus o ceo e a terra.
A terra era unha masa disforme e baldeira, as tebras cubrían o abismo e un vento poderoso axitaba as augas.
Mandou Deus que houbese luz, e houbo luz. Viu Deus que a luz era cousa boa e arredouna das tebras.
A luz chamouna día e ás tebras chamounas noite. E con iso completouse o primeiro día da semana.
Quixo Deus que houbese un espacio para arreda-las augas das augas. E fixo un espacio, que arredaba as augas de enriba das de embaixo. O espacio rematado Deus chamouno ceo. E completouse o segundo día.
«Mandou Deus que se xuntasen as augas de embaixo nun lugar e que aparecese o chan enxoito. E así foi. O chan enxoito chamouno terra e ás augas xuntas, mares. E viu que estaba ben. «Mandou Deus que a terra xermolase herba verde, plantas coa súa semente e árbores que desen froitos, cada unha coa súa semente, conforme á súa especie. E así foi. A terra xermolou herba verde, plantas coa súa semente, árbores que daban froito, cada unha coa súa semente. E viu Deus que estaba ben. E completouse o terceiro día.
Cuando pensamos que podemos dominar «las cosas mismas» sin un previo análisis de las palabras y los conceptos que usamos, y que a menudo no plantean un problema, sino que lo desfiguran, nos adentramos en el callejón sin salida habitado por la mas absoluta puerilidad. Así, más de la mitad de la literatura filosófica no se hubiera escrito si sus autores hubieran tenido noticia clara de la prehistoria de los términos y problemas discutidos.
Convendría, si pretendemos conservar una mínima honestidad intelectual, tener presentes las siguientes palabras escritas por H. Poincaré : «Son de todos conocidos esos agregados de agujas fosilizadas que constituyen el esqueleto de ciertas esponjas. Desaparecida por completo la materia orgánica, no queda ya sino un fino y quebradizo tejido de encaje. En realidad no son más que porciones de ácido silícico; pero lo interesante es la forma que ese ácido silícico ha tomado; forma que no podremos comprender si no conocemos las esponjas vivientes que le han impreso precisamente esa forma. Algo semejante ocurre con los viejos conceptos intuitivos de nuestros antepasados, que aun en el caso de abandonarlos nosotros, imprimen no obstante su propia forma a la armazón lógica que hemos puesto nosotros en su lugar»
Al entregarnos a la historia de la filosofía tendremos, pues, ocasión de volver al auténtico sentido y valor de nuestros instrumentos mentales, y esto con una profundidad y seguridad acaso no igualadas en otras disciplinas. Se purificarán los conceptos, se encauzarán mejor los problemas, se abrirá el camino «a las cosas mismas». La historia de la filosofía será así, ella misma, crítica del conocimiento y consiguientemente filosofía en el pleno sentido de la palabra; porque así se orienta el hombre sobre el contenido intemporal de sus problemas. Y así se pone también de manifiesto que la historia de la filosofía es también filosofía.
El pensamiento filosófico de hoy se interesa especialmente por los presocráticos, sobre todo por sus primeras preguntas y por su postura ontológica general. Antes se veía en ellos a simples filósofos de la naturaleza, entendida ésta como el mundo de los cuerpos. Hoy sabemos que aquellos «físicos» miraron más lejos. Cuando hablan de la naturaleza, piensan también en el espíritu y en el ser como un todo. Fueron, pues, más metafísicos que físicos. Este nuevo modo de mirar a los presocráticos se ha impuesto desde los trabajos de K. Reinhardt, W. Jaeger y M. Heidegger.
La cuna de la filosofía griega se meció en Jonia, en la costa del Asia Menor. Mileto, Éfeso, Clazomene, Colofón, Samos, son los puntos geográficos donde encontramos a la mayor parte de los filósofos presocráticos, lo que ha motivado que también se denomine filosofía jónica a la filosofía presocrática. De un modo especial se ha designado siempre a esta filosofía jónica como filosofía de la naturaleza. En efecto, la observación de la naturaleza ocupa en ella el primer plano. Sería, sin embargo, más exacto hablar de metafísica y no de pura filosofía de la naturaleza, pues el tema de los primeros principios o elementos roza los fundamentos del ser en general; se trata de aclarar la esencia del ser como tal, y no de una simple comprobación de los últimos constitutivos materiales de los cuerpos. Abramos fuego, pues.
Tales de Mileto ( finales del siglo VII- primera mitad del siglo VI. a.C.) es el creador, desde el punto de vista conceptual ( aunque todavía no desde el punto de vista léxico ), de la cuestión referente al principio ( arché) , esto es, al origen de todas las cosas. El principio es propiamente aquello de donde derivan y en lo que se resuelven todas las cosas, es aquello que permanece inmutado incluso en las distintas formas que va adquiriendo. Tales identificó el principio con el agua, puesto que constató que el elemento liquido está presente donde quiera que hay vida, y donde no hay agua no hay vida.
Esta realidad originaria fue denominada por los primeros filósofos phýsis, es decir» naturaleza», en el sentido antiguo y originario del término que indica la realidad en fundamento. Por consiguiente, se llamaron físicos todos los primeros filósofos que desarrollaron esta problemática planteada por primera vez por Tales.
Se sepultaba y renacía en las tinieblas de su belleza, una belleza proyectada fuera de sí misma, que la rodeaba como velos palpables; traspasando y volviendo a traspasar un umbral mágico prohibido a los hombres, tras el que ella se aprovisionaba de armas nuevas, de puñales y filtros, de impenetrables corazas»
Desataba sus sandalias, y sus pies desnudos brillaban sobre la alfombra fresca del musgo. Sus senos jadeaban bajo la seda ligera con un movimiento imperceptible. Soltaba sus cabellos que se desparramaban sobre el césped como un charco. Extendía alrededor de sí misma sus brazos de músculos cálidos que temblaban bajo la piel con el ardor de una vida fascinante. Finalmente, volvía la cabeza hacia él y dejaba que de sus ojos se filtrase un fulgor viscoso como el velo mismo de la sangre que atravesaba. Descansaba delante de él, ofrecida del todo a aquel de quien, a cada segundo, sacaba el milagro de la prolongación de su vida, y unas veces le parecía como si una masa de metal fundido, de un calor devorador, naciese de sus senos agitados e insoportables y colmase las cavernas de su carne con coladas de un fuego líquido; otras, que se alzaba toda entera con una levedad delirante hacia el cielo azul y lejano que la aspiraba como un pozo de luz fresca por encima de su cabeza entre las cimas de los árboles. Y era tal en ella la explosión de la vida, que le parecía como si, bajo el calor de horno, su cuerpo fuera a entreabrirse igual que un melocotón maduro, como si su piel en todo su macizo espesor fuera a arrancarse de ella y a volverse completamente hacia el sol para sacar las llamas del amor de todas sus arterias rojas, y como si su carne más secreta fuera a arrancarse también desde el fondo de ella misma en jirones convulsos y a brotar en sus mil repliegues como una bandera restallante de sangre y de llama a la faz del sol en una inaudita, postrera y terrible desnudez.
Julien Gracq, En el castillo de Argol
Anaximandro de Mileto (finales del siglo VII segunda mitad del siglo VI) fue probablemente discípulo de Tales y prosiguió la investigación sobre el principio. Criticó la solución del problema propuesta por el maestro, destacando su carácter incompleto debido a la falta de explicación de las razones y del modo en que las cosas derivan del principio. Si el principio ha de poder convertirse en todas las cosas que son diferentes tanto cualitativamente como cuantitativamente, ha de carecer él mismo de determinaciones cualitativas y cuantitativas, ha de ser infinito espacialmente e indefinido cualitativamente: conceptos que en griego se expresan con un único termino, Áperion. El principio, que por primera vez Anaximandro designa con el término técnico de arché es por tanto el Ápeiron. De el derivan las cosas en virtud de una especie de injusticia originaria (el nacimiento de las cosas está vinculado al nacimiento de los contrarios, que intentan dominarse el uno al otro) y a él retornan por una especie de expiación (la muerte conduce a la disolución y luego a la resolución de los contrarios el uno en el otro).
A la ínfima distancia a la que me encontraba de la casa, casi hundiendo la mirada en aquella habitación cegada, parecía como si aquella voz, más íntima que ninguna otra que jamás hubiera oído, explorara para mí y siguiera, con la misma complacencia que una mano, las infinitas y cautivadoras combinaciones de los ritmos y las líneas de una mujer que camina, se apoya, se inclina, se arquea y gesticula desnuda, y se convirtiera en el comentario lírico -de una riqueza sensual mayor al trasponerse de un modo tan sutil- de un cuerpo que se exhibe con la solemnidad de un cortinaje yendo de una habitación a otra, un cuerpo desposeído de la maniática intimidad de cada uno de sus gestos, un cuerpo suavemente abierto que llama desde las profundidades de su temeraria soledad.
El poder que la voz ejercía sobre mí en gran medida obedecía asimismo al hecho de que me iba revelando con gran sutileza las idas y venidas de la ambigua paseante por las habitaciones vacías, y me unía a ella mediante una especie de hilo de Ariadna, un hilo inmaterial que se estiraba y se aflojaba a su arbitrio, tanto es así que, con todos mis sentidos en tensión, vi claramente que aquello no era sino un juego deliberado y cómplice de la cantante, quien me hacía un hueco para participar, y tal vez fuera yo el único participante, como si hubiera adivinado mi presencia o, mejor dicho, como si la hubiera intuido vagamente al mismo tiempo que la convocaba a través de los fascinantes arabescos de aquella melopea, ofreciéndose y acto seguido ocultándose, sirviéndose de un ardid de la coquetería más exquisita y embriagadora. Iluminado a ratos por un destello de sentido común que, de la manera más brusca, me hacía poner los pies en la tierra, me convencía de que allí no podía haber nada, más fuera del alcance que nunca, para siempre, sino una mujer ociosa que cantaba para ahuyentar su hastío en aquel bosque lluvioso y perdido, y, de pronto, parecida al reflejo que regresa y se desliza sobre un anillo que se ha caído en una fuente, su voz dejaba entrever, como el Oriente de nuestra imaginación, la promesa más descabellada, más improbable y también más indeclinable que una mujer puede dar a entender, más allá de toda palabra, con una sola de esas inflexiones de la voz que retardan los latidos del corazón, que a su paso por el mundo lo bañan con una luz distinta, que en ciertos momentos deciden, de un modo más soberano, nos parece, de lo que alguna vez debió decidirse, por nosotros.
Julien Gracq, la casa
Anaxímenes de Mileto (siglo VI a.C.), discípulo de Anaximandro, continúa la discusión sobre el principio, pero critica la solución propuesta por el maestro: el arché es el aire infinito, que se encuentra en todas partes y en perenne movimiento. El aire sostiene y gobierna el cosmos, y genera todas las cosas, transformándose por condensación en agua y tierra, y en fuego por rarefacción.
La mujer que va a asolar una vida acostumbra a anunciarse a través de estos eclipses indolentes: un golpecito en el cristal de la ventana, de tiempo en tiempo, casi imperceptible pero nítido, seco, con ese acento de percusión que provoca un sobresalto ligero y que no se mezcla con ningún otro ruido: ella ha vuelto a pasar delante de ti, en tu fuero interno lo sabes, y no hay más; tendrás que aguardar, tal vez aguardar mucho tiempo, pero hay en ti un nervio alerta, agazapado, que ya siempre permanecerá a la escucha de ese único ruido, inalcanzable para todo lo demás».
Julien Gracq, la orilla de las Sirtes
Let’s be careful out there