En los tiempos del Gran Cuervo también lo invisible era visible y se transformaba continuamente. Los animales, entonces, no eran necesariamente animales. Podía darse el caso de que fueran animales, pero también hombres, dioses, señores de una estirpe, demonios, antepasados. De modo que los hombres no eran necesariamente hombres; podían ser también la forma transitoria de otra cosa. No había intuiciones que permitieran reconocer lo que aparecía. Era necesario haberlo ya conocido, como se conoce a un amigo o a un adversario. Todo sucedía en el interior de un único flujo de formas, desde las arañas a los muertos. Era el reino de la metamorfosis.
Roberto Calasso, El cazador celeste
Hay un toma y daca entre los dioses, una rigurosa contabilidad, que se difunde a través de las eras. Artemis fue un útil sicario para Dioniso cuando se trató de matar a Ariadna. Pero un día también Artemis, la virgen orgullosa, necesitó, con estupor, de aquel dios promiscuo e impuro. También ella tuvo que pedir a alguien que matara por su cuenta, y le dejó elegir las armas. Le tocó a Dioniso.
Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía
Si existe un elemento que atraviesa toda la obra de Roberto Calasso ese es el sacrificio. En su doble faceta como escritor y editor (Calasso fue fundador y director hasta su muerte de una de las editoriales más importantes del mundo, Adelphi Edizioni), siempre pensó en estos términos. Así, en El ardor, nos dice que el sacrificio es «un viaje, conectado a una destrucción. Viaje de un lugar visible a otro invisible, ida y vuelta». Años atrás, en su primer libro importante, La ruina de Kasch (2001), el maestro florentino se refirió al sacrificio como un «acto en que se resume el proceso del todo». La lógica sacrificial nos conduce a pensar todo el Mundo como residuo, como exceso. Porque todo exceso nos conduce al origen que se desvanece en el secreto, que es el corazón del sacrificio. El residuo o el exceso de la naturaleza con respecto a la cultura es aquello que la civilización consume, destruye, juega. Esto puede observarse por doquier en la lógica de cualquier fisonomía. De la respiración al pensamiento, o a la desbordada producción editorial del presente. «No hay sacrificio sin residuo – y el Mundo entero – es un residuo. Pero, al mismo tiempo, es necesario recordar que si el sacrificio hubiera conseguido no dejar ningún residuo los libros nunca habrían existido». Desde esta perspectiva, toda auténtica creación es un suicidio primigenio, un acto sacrificial. Al ser anterior a los propios dioses, el sacrificio es el «latido de la vida misma». Negar el sacrificio significa negar la interdependencia del todo. Y esto, indudablemente nos conduce al borrado de los vínculos entre el mundo y lo divino. «El secularismo se define por vía negativa, ya que ignora y excluye de sí lo divino, lo sagrado, los dioses o el único dios». Hoy en día hemos eliminado la culpa inmanente a todo sacrificio (culpa por lo que se extermina, por lo que desaparece) y a éste le hemos dado el nombre de Ilustración.
[…] Se nos olvida que para crear hay que destruir, y ese destruir implica la expulsión de una anónima cantidad de energía. El nombrar mismo, con el arbitrio que permite borrar una cosa y sustituirla por un sonido, contiene ese primordial asesinato que el sacrificio, al mismo tiempo, desvela e intenta sanar. La trama siempre renovada de las correspondencias, los significados atribuidos cada vez a la sílaba concreta, al metro concreto: todo es un enorme intento de remendar la trama en torno al minúsculo desgarrón producido por la palabra, por la imagen mental, que anula un presente para evocar un au-sente, por el signo, por todo lo que sustituye a otra cosa […] . El olvido del sacrificio ha traído consigo un desvelamiento de lo esotérico. Si antes la sociedad y todo orden político reposaba sobre el sacrificio (o al menos así sucedió en algunas zonas del mundo como China, Grecia, Roma o Egipto), y éste se nutría de la desmesura, del exceso y del secreto – elementos que forman parte del poder como expresión estética – ahora ese exceso ha rodeado todo acto humano. Y lejos de lo que podría pensarse, la ruina del sacrificio no se presentó como una gran catástrofe, sino como plena indiferenciación. Por eso el «matadero de la modernidad» —por llamar de alguna forma a la sociedad secular— está cubierto por una densa bruma de indiferencia y de oscuro resentimiento. Lo cierto es que por más que lo intente, la sociedad secular no puede escapar de los resabios del sacrificio. Experimento y producción, son las dos grandes formas con las que hoy podemos reconocerlo. Antes de la llegada de la modernidad secular, el orden político y social solía definirse en la plena conciencia de los actos (gracias a la minuciosidad de la liturgia). Para los vedas, por ejemplo, los ritos eran una forma de metafísica y estaban destinados a otorgarle sentido a la existencia. Por esa razón la rigurosidad de los actos litúrgicos que conducían al sacrificio podría resultarnos severa y agobiante. La ofrenda a la divinidad era la vía para obtener una gratificación en lo invisible, una recompensa intangible y misteriosa.
Miope o simplemente autista, la sociedad occidental de nuestros días se ha convertido en la última entidad metafísica: todo gira alrededor de ella y por si no fuera poco siempre busca explotar cualquier recurso para colmar así su pulsión por la utilidad. Este cambio ha provocado que el Homo saecularis, es decir, ese refinado producto de la historia que es el hombre moderno, no sea más que un autómata progresista y la mayoría de las veces un humanista huero.
¿En qué momento podemos reconocer este cambio de un estado de cosas a otro? Siguiendo a Calasso, lo podemos reconocer en el reinado de Federico II de Prusia, en donde “la admirable estructura” del Orden del Mundo sufrió una laceración», atraviesa la algarabía moderna de la revolución francesa, la segunda revolución industrial (etapa que ve nacer a la literatura absoluta) y finalmente se observa cual cisma en mayo de 1945. Desde entonces, la sociedad camina sobre la cuerda de la inconsistencia, pero en línea recta hacia el Progreso. Este estado de cosas fue presentado por Calasso con la máscara de la posthistoria. «Pero ¿a qué se refiere Calasso con posthistoria? A la inversión del mundo, la absorción de todo en una sola entidad: la sociedad». Como antes toda la desmesura que nutría al sacrificio se concentraba en el contacto con lo divino, al haber sido olvidado el límite, esta desmesura cubrió el mundo con su pátina y ahora no hay acto de la existencia que pueda escaparse de ella. En una palabra, el orden del sacrificio se vio arruinado por su propia esencia (el secreto) y eso dio pie a que todos se sintieran iniciados para hablar de cualquier tema. Lo que antes era un discurso de la apariencia (alétheia) se convirtió en un discurso sobre la apariencia (doxa), abriendo paso al juego algebraico del poder que sólo un lúcido suicida como Michelstaedter pudo constatar a inicios del siglo anterior: «Todos tienen razón —nadie tiene la razón» . Lo cierto es que la sociedad se ve obnubilada por esos juegos algebraicos del poder, a tal grado de olvidar que la característica principal del arte es escapar de cualquier pretensión de verdad discursiva o retórica; el arte huye de cualquier utilidad. Nietzsche lo supo y escribió que la verdad es una ilusión, un invento, una «hueste en movimiento de metáforas», y Adorno remató diciendo que el arte no es más que «magia liberada de la mentira de ser verdad».
Otra de las características de la sociedad secular es que ha cambiado los ritos por los procedimientos; cada vez más minuciosos y sutiles, los procedimientos —que son el cuerpo de la democracia— apuntan hacia la normalidad. Sin embargo, no existe entre ambos una línea divisoria tan diáfana: ambos son actos formalizados; la única diferencia es su dirección. El rito apunta hacia lo externo y lo invisible, mientras que el procedimiento apunta el dedo hacia la utilidad (costo-beneficio). Porque si existe un elemento en común que puede medirse en la sociedad, eso es la utilidad. No olvidemos que para Bentham existía una proporcional relación entre la utilidad, el dinero y el placer. Siendo así que para la sociedad secular el dinero puede ser considerado el habitual instrumento del placer. Con el mismo arrojo con el que antes se creía en los dioses y se inmolaba una misteriosa cantidad de energía como paliativo contra la culpa, el Homo saecularis vincula el Progreso con el producto interno bruto y reposa su fe en la ciencia, en la tecnología, en el altruismo, en la Humanidad o en la Belleza (siempre y cuando esté ligada a difusos preceptos morales). Movimiento irónico, porque al ser liberado de la culpa, y al ser capaz de sentir el alivio que implica la desvinculación de todas las cargas y los pesos de los vínculos, el Homo saecularis no termina por liberarse, sino que busca ocultar el miedo que le produce la inconsistencia en la que se mueve, a tal grado de encerrarse en otras nuevas causas como lo son el «hombre», la «sociedad», la «igualdad» o la «justicia».
¿Qué es, entonces, lo que permanece fijo e intocable? Cierto número de reglas: el predominio de los buenos sentimientos, definibles como formas variadas del altruismo; la tolerancia hacia las ideas y los comportamientos, dentro de unos límites tan amplios como se pueda; el respeto del principio mayoritario y de algunos procedimientos esenciales de la democracia, como la división de los poderes. Todo esto crea un conjunto no definible sino como una forma de religión, si se entiende por tal -siguiendo a Lactancio y a Tertuliano- un ligamen indisoluble entre ciertos principios y comportamientos. Por esta razón, pese a que el Homo saecularis se perfila entre el ateo y el agnóstico, en realidad es un solitario ferviente que profesa una nueva religión. Frente a lo que podría pensarse, la secularización de la modernidad no está en contra de las religiones. Las religiones se parecen mucho a las ideologías o a los partidos políticos y con ellos tiene un trato familiar y cotidiano. En todo caso, si existe un espacio limítrofe entre el secularismo y la religión este sólo puede ser el rito. Pero el hombre secular no busca necesariamente convencer, sino aplicar. Aplicar todos los procedimientos con neurótica minuciosidad – como si se tratara de esa infinita jerarquización burocrática que anula al agrimensor en El castillo- para que esa serie de procedimientos se conviertan en su normalidad, individualizada. La normalidad que busca la modernidad secular occidental está marcada por determinadas formas de comportamiento. Aunque al final, pese a concentrar su fe en la democracia y en la ciencia para ordenar y explicar los acontecimientos del mundo, los secularistas no pueden evitar su «necesidad de sentirse buenos», ni tampoco superar su obligación sobre esos actos formalizados y repetidos (los ritos) que permean en mayor o menor grado en su vida: desde la esfera jurídica, hasta la esfera más banal e íntima de su existencia. No es de extrañar que hoy en día toda producción corra en paralelo al mito de la Humanidad. Tal y como lo reconoció Stirner, la Humanidad -en su amorfo cuerpo- se ha convertido en uno de los más grandes fantasmas del presente: «el Hombre, es decir, la Humanidad, es el objeto del individuo, objeto por el cual trabaja, por el cual piensa y vive, para cuya glorificación debe hacerse “Hombre”» . A fin de cuentas, este egoísta y resentido por excelencia ya nos había advertido antes que Nietzsche que nuestros ateos son gente piadosa. Curiosa aporía: mientras el Homo saecularis siente una fatal atracción por el libre albedrío y por la fe en la ciencia (ambos son sus fundamentos), sigue sin saber qué es la consciencia y en su miopía prefiere negar —con candente fervor religioso— cualquier punto exterior a ella para explicarlo desde la cuantificación científica del mundo. Cuando Calasso define al Homo saecularis como un turista, reconoce el gran potencial que éste ha alcanzado frente a sus antepasados. Su fuerza es mayor y eso le ha permitido recorrer más direcciones de las que antes la humanidad pudo conseguir. Las dos operaciones que definen al turista de la modernidad son el zapping y el link (Calasso alude con esto a la relación entre el hombre moderno y la realidad virtual). De ahí su inestabilidad. Porque puede voltear en todas direcciones, pero ya no sabe reconocer esa experiencia primordial como lo es lo divino. Guarecidos los dioses en los libros ( y por lo regular «en libros no muy consultados»), y convertidos en objetos de estudio, la modernidad se ha perdido en un mar de equivalencias. La ofrenda hacia otra cosa (es decir, la diferencia) ya no es el soporte de lo social, ahora la equivalencia y la homologación es lo único que parece sostener su peso. Por eso el claro resentimiento que predomina en nuestros días, y más si pensamos en los regímenes democráticos que buscan la igualdad sobre todas las cosas. El resentimiento aparece al descubrir que nunca se puede alcanzar esa igualdad. «Podríamos decir que el resentido padece de manera inexorable la diferencia; es decir, padece cualquier tipo de relación con la alteridad». Y es que el resentido es aquel que amarga por un largo periodo de tiempo su propia impotencia; aquel que al no poder exteriorizar su fuerza (es decir, el sentido de su propia existencia), la convierte en odio para luego revertirla sobre sí mismo. El resentido es aquel que resulta herido por la diferencia porque el resentimiento tiene como última causa social el nivelarlo todo y a todos. Y si hemos llegado a este punto es gracias a la certeza en la verdad de la que hablábamos líneas arriba. Como contraste, la literatura – el arte en general- nos enseña que no existe una sola verdad. Sólo que al derrumbar el vicariato de la verdad algebraica, la muralla de la identidad también queda devastada a causa de su furioso e inasible impulso.
¿Qué es la literatura o el acto de leer sino una pérdida de aquello que necesaria y azarosamente creemos ser? Lo más cercano a la identidad es una eterna correspondencia Ilustración entre la necesidad y el azar, «aunque las condiciones de la existencia impongan que los dos reinos estén rígidamente divididos, para que la vida pueda subsistir» . Y es precisamente ese momento en que el azar y la necesidad se confunden (la plena persuasión de Michelstaedter); ese acto sacrificial que antecede al logos moderno, ese instante divino en el que lo humano roza la eternidad al acercarse a una «forma», como lo son los dioses, cuando podemos hablar de locura (manía). Ya lo había dicho Giorgio Colli: la matriz de la sabiduría no es la razón, sino la locura. Para fortuna nuestra, la literatura, como toda expresión artística, no deja de ser un viaje hacia cualquier parte inasible para el logos moderno y para cualquier lógica costo-beneficio. La literatura es un camino cuyo destino se ignora, igual que el sacrificio. «El sacrificio no sirve para expiar una culpa, como leemos en los manuales. El sacrificio es la culpa, la única culpa». Todo acto reposa en dar y tomar; dar y tomar son los gestos primigenios del sacrificio. El sacrificio es el fondo de los dos polos operacionales de nuestra mente: el polo analógico (el ámbito meramente literario) y el polo digital (la sustitución). El sacrificio, al ser muerte de sí para poder ser otro, es intercambio y sustitución: «esto está en lugar de aquello, quien da esto toma aquello» . Hemos dicho que tras ser apropiada la estruc-tura de lo divino por la sociedad (recordemos el famoso axioma de Durkheim, «lo religioso es lo social»), la sociedad ya no sabe reconocer lo divino. Pero ¿qué es lo divino? Además de ser aquello que el Homo saecularis ha borrado con sutil persistencia, lo divino es un acto aislado y repentino, un acto que «no puede transponerse a un estado determinado […] es un centelleo discontinuo, que remite a algo cerrado y continuo». Tras ser suprimido de todo lo que existe para el mundo secular, lo divino es aquello que debe ser reconocido y uno de los espacios en donde podemos encontrar ese reconocimiento es en el acto «inmóvil y solitario» de la lectura . El sacrificio en sus acepciones modernas tiene aseveraciones psicológicas, económicas y políticas importantes: los ciudadanos se sacrifican por el Estado, algún miembro se sacrifica por la familia, etc. Como la sociedad se encuentra por encima de los sujetos, cualquier acto puede ser justificable en aras del bien común. Al margen de esta idea, el sacrificio no es otra cosa que la repetición de lo irreversible. «Los videntes védicos consideraron fundamentalmente el nacimiento como asesinato» . Por eso la ruptura de la sociedad secular: porque para los antiguos hombres védicos, el orden del mundo significaba orden del cosmos; el orden «de la sociedad y de todo lo que está fuera de ella y la nutre, es decir, de las potencias de las que depende toda la vida». Hecha esta digresión, la literatura es sagrada porque lo sagrado garantiza un pulso intocable que resulta imprescindible en nuestra vida; porque es el espacio en donde los dioses se presentan y en donde se mueve lo divino. Para Calasso, la literatura es una forma máxima de conocimiento, siendo así que la literatura absoluta son esas obras que destilan un saber que sólo es accesible a través de la forma literaria, se manifiesta mediante intuiciones y súbitas revelaciones, y conduce a todo aquel que tenga contacto con ella de vuelta al origen, al inextricable vínculo entre la mente y el mundo. Literatura porque se trata de un saber que se declara y se quiere inaccesible por otra vía que no sea la composición literaria; absoluta, porque es un saber que se asimila a la búsqueda de un absoluto, y por tanto no puede referirse a nada que sea más pequeño que el todo. Al mismo tiempo, es en sí misma algo absolutum, escindido de todo vínculo de obediencia o pertenencia de toda funcionalidad respecto al cuerpo social .
¿Cómo ordenar la propia biblioteca? Es un tema altamente metafísico. Me sorprende que Kant no le haya dedicado un breve tratado. De hecho, ofrece una buena ocasión para indagar en la cuestión capital: ¿qué es el orden? El orden perfecto es imposible, sencillamente porque existe la entropía. Pero sin orden no se puede vivir. Con los libros, como con todo lo demás, es necesario encontrar un término medio entre esas dos afirmaciones. En lo que se refiere a los libros, el mejor orden no puede sino ser plural, al menos tanto como lo sea la persona que usa esos libros. Debe ser, además, sincrónico y diacrónico a la vez: geológico (por estratos sucesivos), histórico (por fases y caprichos), funcional (en relación con el uso cotidiano en un momento determinado), técnico (alfabético, lingüístico, temático). Está claro que la yuxtaposición de estos criterios tiende a crear un orden por parches, muy cercano al caos. Lo cual puede suscitar, según el momento, alivio o incomodidad. La única regla áurea es la del buen vecino, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos
Come ordinare la propria biblioteca è un tema altamente metafisico. Mi ha sempre meravigliato che Kant non gli abbia dedicato un trattatello. Di fatto potrebbe offrire una buona occasione per indagare una questione capitale: che cos’è l’ordine. Un ordine perfetto è impossibile, semplicemente perché c’è l’entropia. Ma senza ordine non si vive. Con i libri, come per tutto il resto, occorre trovare una via tra queste due frasi. Il miglior ordine, per i libri, non può che essere plurale, almeno altrettanto quanto la persona che usa quei libri. Non solo, ma deve essere al tempo stesso sincronico e diacronico: geologico (per strati successivi), storico (per fasi, incapricciamenti), funzionale (connesso all’uso quotidiano in un certo momento), macchinale (alfabetico, linguistico, tematico). È chiaro che la giustapposizione di questi criteri tende a creare un ordine a chiazze, molto vicino al caos. E questo può suscitare, a seconda dei momenti, sollievo o sconforto. La regola aurea rimane quella del buon vicino, formulata e applicata da Aby Warburg, secondo cui nella biblioteca perfetta, quando si cerca un certo libro, si finisce per prendere quello che gli sta accanto e che si rivelerà essere ancora più utile di quello che cercavamo.
Roberto Calasso, Come ordinare una biblioteca
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