Con la soledad ocurre lo siguiente: cuanto más la disfrutas más te acercas a tu alma, más eres tú.
R. Ferreira, La sinrazón del testimonio
La soledad, ese estado de aislamiento voluntario o impuesto, ha sido a menudo malinterpretada como sinónimo de desolación o tristeza. No obstante, existe una dimensión más profunda en su núcleo, una que se descubre solo cuando uno se sumerge voluntariamente en sus aguas tranquilas. «Con la soledad ocurre que cuanto más la disfrutas, más eres tú», es una frase que invita a una reflexión sobre la relación entre el ser y el estar solo, sobre la esencia de nuestra propia identidad y cómo esta se manifiesta cuando estamos despojados de la mirada del otro.
La soledad es el escenario donde el yo se encuentra cara a cara consigo mismo, sin máscaras ni disfraces. Es el espacio sagrado de introspección donde el individuo puede escuchar el susurro de su propia voz interior, una voz a menudo ahogada por el bullicio de la multitud. En la soledad, el espejo del alma refleja la imagen más pura de nuestro ser, libre de las expectativas y juicios ajenos. Aquí, en la intimidad del silencio, el yo se desnuda, se examina, se cuestiona y, a veces, se redescubre.
El disfrute de la soledad, por tanto, no es un acto de egoísmo o un rechazo al mundo exterior, sino una celebración de la existencia propia. Es un ejercicio de autonomía donde se reconoce que estar solo no equivale a una falta, sino a una plenitud de ser. En la soledad, uno puede ser el arquitecto de sus pensamientos, el pintor de sus sueños y el escritor de su propio destino. La soledad es el laboratorio del filósofo, el taller del artista y el santuario del místico.
Cuanto más se disfruta la soledad, más se afila la conciencia de uno mismo. En este disfrute, se revela una paradoja: aunque la soledad implica una separación física, es precisamente a través de ella que uno puede alcanzar una conexión más profunda con la humanidad. Al comprenderse a sí mismo, el individuo puede comprender mejor a los demás. La empatía nace de la comprensión profunda de nuestras propias alegrías y sufrimientos, y esta comprensión se cultiva en los momentos de soledad reflexiva.
No obstante, la soledad puede ser también una pesada carga para aquellos que no han aprendido a disfrutarla. Para estos, el silencio se convierte en ruido, la paz en inquietud, y la compañía de uno mismo en la más intolerable de las presencias. A menudo es en la soledad donde el ser humano se enfrenta a sus miedos más profundos, sus inseguridades y sus dudas existenciales. Es un fuego que purifica o consume, dependiendo de la disposición del espíritu que en ella se sumerge.
La soledad, entonces, es como un río cuyas aguas pueden llevar al ser humano a la serenidad de la aceptación propia o a las turbulentas corrientes del desasosiego. Pero para aquellos que practican el arte de estar solos, que encuentran deleite en la quietud y la reflexión, la soledad se transforma en un fiel compañero de viaje, un guía hacia la autenticidad y la autorrealización.
En última instancia, la soledad nos enseña que ser plenamente uno mismo es el más grande y valioso de los logros. En su regazo, aprendemos que la libertad más verdadera es aquella que nos permite ser quienes somos, sin artificios ni pretensiones. La soledad, disfrutada y comprendida, es un camino hacia la autenticidad, donde el yo se afirma y se celebra en su forma más verdadera y sin adulterar.
Por lo tanto, abrazar la soledad no es huir de la vida, sino sumergirse en la esencia misma de la existencia. Es en el silencio donde las preguntas más sinceras se formulan y donde las respuestas más honestas pueden ser halladas. La soledad es el lienzo en blanco de la existencia, y disfrutarla es pintar en él el retrato más fiel del alma.
Scriabin, etudes opus 8, Lugansky
Let’s be careful out there