Donde antes el lenguaje se alzaba como vehículo de sentido, hoy se comporta como técnica de alineación. No se limita a nombrar: diseña, anticipa, clausura. Esta entrada interroga esa mutación profunda, en la que el habla pública deja de ser expresión para convertirse en forma invisible de sumisión.

Contra la palabra domesticada. Dos movimientos críticos sobre escritura y poder

🎧 Parergon auditivo

Now’s The Time · Keith Jarrett At The Blue Note

Un fraseo que arrastra la historia por el borde del compás.
Aquí no hay nostalgia: hay sangre vieja que aún chispea.

Se ha escrito tanto sobre el lenguaje que resulta difícil acercarse a él sin atravesar una costra de conceptos heredados, teorías fatigadas y prestigios petrificados. Pero lo que aquí importa no es una arqueología del signo, sino una interrogación urgente: ¿quién habla, por qué, y desde qué lugar? Lo que se dice, la manera en que se enuncia y el propósito que lo guía no pueden separarse de las estructuras que posibilitan —y a la vez restringen— la palabra. La escritura, ese instrumento que preserva la memoria y engendra ficciones, puede también disciplinar el pensamiento, envolverlo en retórica o esterilizarlo con eufonía. Bajo esta luz, incluso la noción misma de “comunicación”, tan celebrada como incuestionable, se revela ambigua: también el dogma se comunica, también la consigna y la mentira encuentran cauce. Cuando la palabra ya no implica riesgo, cuando se acomoda como ornamento o moneda de intercambio, es el poder quien habla a través de ella.

Conviene entonces sospechar incluso de los lugares comunes más aceptados. La afirmación de que la palabra construye mundos, repetida hasta el hartazgo, se queda corta. La palabra también clausura, también ahueca, también convierte lo real en decorado. No hace falta ya censura cuando la sintaxis se impone como gramática del mundo. A veces basta con afinar los adjetivos. O con amplificar el ruido hasta que ya no quede nada que escuchar. La retórica dominante del presente no se concentra: se dispersa, se ramifica, seduce sin herir. Todo lo convierte en relato, todo lo metaboliza como narrativa. Por eso, el discurso del poder no emana ya solo del Estado o del mercado: se infiltra en la voz del comunicador simpático, en el algoritmo que predice lo que deseamos oír, en el editor que titula para confirmar expectativas, en el intelectual que cultiva el consenso. La coacción más eficaz es la que no se percibe como tal.

El lenguaje del presente —su tono, su ritmo, su prosodia— ha sido moldeado por una exigencia: evitar el conflicto. Se reclama claridad, se premia la velocidad, se impone la superficie. Lo denso incomoda, lo complejo genera sospecha, lo lento se interpreta como fracaso productivo. No se trata ya de represión activa, sino de una doma imperceptible del campo semántico, una pedagogía de la docilidad. Por eso, escribir —cuando no abdica de su potencia— puede convertirse en un gesto de resistencia. No una resistencia ideológica, sino estructural: resistencia al ritmo impuesto, a la previsibilidad de las formas, a la dictadura de lo legible. Hay una política de la frase que opera por debajo del contenido. En ella se juega —en cada pausa, en cada pliegue, en cada deriva— la posibilidad misma de pensar.

Desde esta perspectiva, resulta particularmente revelador vincular el modelo de propaganda de Herman y Chomsky con una crítica filosófica más honda del lenguaje como dispositivo de colonización simbólica y afectiva. El primero ofrece una arquitectura funcional —filtros, agendas, intereses corporativos— que explica cómo se construye lo visible. La segunda traza una fenomenología del daño: cómo la palabra, cuando es vaciada de sentido crítico, produce sujetos dóciles, voluntades alineadas, imaginarios empobrecidos. Ambas miradas convergen en una certeza: el lenguaje nunca es inocente. Ni siquiera cuando se disfraza de neutralidad.

Lo que el modelo de propaganda delimita —la selección sistemática de voces, la contabilidad de lo enunciable, la economía del silencio— encuentra su correlato en la maquinaria más imperceptible de la cultura. No se trata solo de los titulares ni de los discursos explícitos, sino de la forma misma que adopta el decir: la escritura periodística, la narrativa de consumo, la divulgación académica, la coreografía mediática. Todas participan de una misma tensión: la que opone el lenguaje como medio —instrumental, transmisivo, funcional— al lenguaje como forma —lugar donde se piensa, se resiste, se duda. Optar por lo primero es asumir su utilidad legitimadora. Apostar por lo segundo es arriesgarse a escribir sin función aparente, y con ello, quizá, a pensar.

Esto no implica una defensa melancólica de una pureza perdida. Tampoco se trata de denunciar una conspiración, sino de hacer visible un desplazamiento: cómo el decir va cediendo terreno ante la repetición, cómo el sentido se reduce a estructura replicable, cómo el pensamiento se repliega en fórmulas estandarizadas. En un presente hipersaturado de opinión, reivindicar la escritura como experiencia —como forma exigente, como gesto que da forma al pensamiento— constituye ya una forma de acción. Solo quien se atreve a disentir de la lengua heredada puede llegar a decir algo que aún no haya sido dicho hasta el agotamiento. Y en ese decir puede que aún persista un resquicio de verdad.

Todo orden social se apoya, en última instancia, en una sintaxis. No en una moral ni en una ideología, sino en una forma de articular el mundo que determina lo que puede ser dicho sin escándalo, lo que se insinúa sin riesgo, lo que se borra antes de nacer. El lenguaje no es un medio transparente: es la geometría misma de la obediencia.

Las democracias del presente no necesitan prohibir: les basta con diseñar. La censura ha cedido su lugar al formateo, más eficaz cuanto menos visible. Ya no se trata de impedir que algo se diga, sino de evitar que llegue siquiera a pensarse. Una expresión eliminada del uso común, una metáfora desprestigiada, un verbo desplazado sin estruendo por su equivalente burocrático: esas mínimas operaciones de lenguaje —aparentemente neutras— configuran la arquitectura retórica de nuestro tiempo. El control no opera sobre lo dicho, sino sobre lo decible.

La información fluye, sí, pero confinada dentro de un perímetro intangible. Chomsky y Herman lo trazaron con precisión al describir su “modelo de propaganda”: no hace falta mentir cuando se puede seleccionar, ordenar, insistir, hasta que el relato coincida con el umbral de lo admisible. La censura ha sido sustituida por la reiteración. La verdad, disuelta en la pertinencia. La disidencia, reconvertida en ruido de fondo.

Más allá del régimen mediático, es el lenguaje mismo el que se ha vuelto forma de gobierno. No instrumento de representación, sino tecnología de gestión social. Las palabras ya no reflejan lo real: lo delinean. Allí donde la expresión ha sido ocupada por el protocolo —sea jurídico, corporativo o periodístico— lo humano queda reducido a interfaz, a superficie operativa sin interioridad. Uno no dice lo que piensa, sino lo que se espera. Y al hacerlo, se convierte en eso que repite.

Por eso el verdadero problema ya no pertenece al ámbito de la política entendida a la antigua, con sus instituciones visibles y sus disputas regladas, sino que se ha desplazado al terreno más sutil —y más decisivo— de la gramática. Una sociedad que ha cesado de pensar es, ante todo, una sociedad que ha extraviado el hilo de su propia escritura. El sometimiento comienza allí donde las palabras se vuelven translúcidas, donde ya no ofrecen peso ni refugio, donde dejan de entorpecer el paso de las órdenes. En ese vacío semántico, fértil como un páramo tras el incendio, germinan las consignas: frases pulidas, intercambiables, que no significan nada y, sin embargo, disponen la escena.

Ninguna maquinaria de control es tan eficaz como una lengua amaestrada. Allí donde el vocabulario se estrecha, el pensamiento se encoge. Un idioma que ha aprendido a obedecer ya no necesita centinelas: se vigila solo, se recita a sí mismo, clausura la diferencia antes de que esta llegue a articularse. La metáfora cercenada no conduce a idea alguna, y sin la tensión de las ideas, toda forma de disidencia se reduce al ademán o al balbuceo.

Si algo puede aún resistir, si algo puede quebrar esa superficie tersa que el poder impone al presente, será la lengua. Hablar con precisión no es un lujo; es una forma de insubordinación. Escribir contra la forma establecida, torcer los signos para decir lo que aún no tiene sitio, es ejercer lo político en su expresión más radical. Lo demás —las coreografías de protesta, los gestos ritualizados, la retórica del desacuerdo— apenas si consiguen ya demorar el colapso.

Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there