Mito arcaico y modernidad literaria en la Italia del siglo XX

«Las ideas se tienen, en las creencias se está»
— José Ortega y Gasset

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A veces, la compasión por lo arcaico encubre una forma refinada de apego a uno mismo.

Hay libros que dicen lo que otros apenas insinúan. Y hay textos, como este, que no pretenden decir nada nuevo, sino poner en orden ciertas intuiciones que a menudo se toleran por inercia. En la literatura italiana del siglo XX, el sur, lo arcaico, lo pobre, han sido mirados con devoción estética por escritores que, sin embargo, pertenecían al mundo que narraban como pérdida.

En una cultura que ha confundido el malestar con la lucidez y la regresión con la verdad, persiste —y con frecuencia se cultiva— la imagen de una vitalidad incorrupta, anterior a la Historia, espontánea, elemental, consagrada por su propia marginalidad. Este mito, envuelto en las galas líricas de la fábula, ha ejercido un poder de atracción constante sobre las literaturas modernas. En Italia halló un terreno particularmente fértil, abonado por una modernidad tardía y precaria, discutida desde su origen. Allí donde el progreso no se impuso como experiencia colectiva, sino como aparato administrativo o decorado estatal, lo arcaico no sobrevivió como simple residuo del pasado, sino como promesa de autenticidad y, en cierto modo, como utopía invertida.

José Ortega y Gasset distinguía entre las ideas, que se tienen, y las creencias, en las que se está. El mito arcaico, en la literatura italiana del siglo XX, pertenece a esta segunda condición. No se presenta como hipótesis que pueda razonarse, sino como convicción afectiva que actúa en un estrato previo a la razón, impermeable a su análisis. Podría llamarse nostalgia, pero no en el sentido débil de la palabra; se trata de una nostalgia que se eleva a sistema de representación y que ya no aspira a comprender al otro —campesino, analfabeto, subproletario—, sino a consagrarlo. De ahí que se advierta, una y otra vez, la misma impostura: obras que aparentan descender al mundo del otro sin abandonar la altura, que ofrecen redención mientras preservan el narcisismo del observador, que se arrodillan para mirarse mejor en el espejo de lo que absuelven.

Este gesto, a caballo entre el lirismo y la mistificación, posee en Italia un linaje definido. Su arranque visible se encuentra en la figura ambigua de Gabriele D’Annunzio y atraviesa, como un hilo subterráneo, buena parte de la literatura posterior. Carlo Levi, Pier Paolo Pasolini, Elsa Morante, el mito de las borgate: todos han habitado esa creencia estética, ya con fervor, ya con desesperación.

Pocos encarnan con mayor claridad la tensión entre rechazo del presente y fascinación por lo primitivo que D’Annunzio. Su obra oscila entre el individualismo prometeico y el arcaísmo escénico, entre la voluntad de estilo y la devoción por una Italia atávica que se presenta como fuerza telúrica, anterior a cualquier contrato civil. En sus manos, el mito vitalista se vuelve ceremonia verbal. El héroe dionisíaco que proclama la superación de la moral revela, sin embargo, su herencia de la retórica más clásica. La rebeldía se escribe con letra dorada, y en esa contradicción —a la vez estilística y cultural— se cifra la especificidad de un decadentismo italiano que no rompe del todo con lo que aparenta abandonar.

Mientras otras vanguardias europeas abrazaban lo irracional para disolverlo todo —el automatismo de André Breton, la negatividad de Franz Kafka, la ironía constructiva de Kurt Schwitters—, D’Annunzio elevaba lo arcaico a forma de consagración. No destruía el lenguaje: lo embellecía. No desmontaba la historia: la convertía en retablo. Esta voluntad de resacralizar, revestida de un lirismo impetuoso, recorre buena parte del siglo XX italiano y encuentra en la noción de pueblo primitivo —ya no exótico, sino meridional; no ajeno, sino interno— su objeto simbólico predilecto.

La invención literaria de lo arcaico responde a una operación cultural más compleja de lo que a primera vista pudiera parecer. No basta con llamarla romanticismo tardío, reacción nacionalista o reflejo del atraso económico. Es el intento de salvaguardar aquello que la historia amenaza con arrasar, de anclar el sentido en un ámbito que se imagina fuera de la Historia. Ese “afuera” —Lucania, borgata, infancia, pueblo— importa menos como dato tangible que como necesidad simbólica. Por eso, la retórica de lo originario no se pone al servicio de la transformación, sino de la consagración.

El gesto no fue exclusivo de D’Annunzio, aunque en él alcanzara su molde inaugural. Puede rastrearse en Yerma, donde Federico García Lorca hace de la aridez y la esterilidad un destino trágico; en el bon sauvage de André Gide; en la mirada casi etnográfica con que algunos surrealistas se acercan a la infancia o a la locura. Sin embargo, solo en Italia, donde el sur no es periferia sino cuerpo vivo y contradictorio dentro de la misma nación, ese gesto se convierte en sistema. El Mezzogiorno no es una lejanía: es un presente paralelo, una discontinuidad histórica que habla en la misma lengua.

De ahí el pathos inconfundible de esta literatura. El deseo de fraternidad con lo arcaico se vive como experiencia íntima, no como exotismo. Y esa cercanía, lejos de favorecer la redención, acentúa la impostura. El narrador que se presenta como testigo de la inocencia perdida forma parte, quiera o no, del mismo aparato que la destruye. Su palabra es ya signo de lo irrecuperable.

Cuando Carlo Levi publica Cristo si è fermato a Eboli en 1945, Italia se halla suspendida entre el trauma del fascismo y la promesa republicana. El libro parece escrito fuera del tiempo. Su prosa, límpida y pictórica, reconstruye el año de confinamiento en Gagliano durante 1935-1936, pero pronto desborda la anécdota y se transforma en alegoría. De un lado, el Estado moderno e industrial. Del otro, un mundo campesino arcaico, ajeno al tiempo histórico y por ello sagrado.

El narrador no observa desde fuera. Vive a la vez en ambos mundos. Es médico, pintor, intelectual, pero también exiliado, desplazado, testigo. Busca en el atraso no un defecto, sino una forma de verdad. La Lucania no aparece como región que deba incorporarse al progreso, sino como enclave de sentido anterior a él. Su miseria es también metafísica, y su persistencia, en la escritura de Levi, se vuelve signo de resistencia.

Todo se condensa en el episodio del urinario de cemento. El podestà ordena instalar en la plaza una estructura moderna como símbolo de civilización. No hay agua corriente ni alcantarillado. Nadie la usa, nadie la entiende. Solo Levi, médico llegado de Turín, la emplea. El urinario se alza como un meteorito grotesco en un paisaje detenido. No es mera sátira: encierra el fracaso de una lógica civilizatoria incapaz de traducirse.

En ese urinario hay algo más que hormigón. Está la violencia muda de un Estado que impone sus símbolos sobre cuerpos que no los reconocen. Levi insinúa, sin proclamarlo, que quizá no sea el sur quien deba cambiar, sino el norte quien aprenda a escuchar. El atraso se convierte en resistencia; el silencio, en código.

Pero esta transfiguración simbólica no está exenta de ambigüedad. El sur que Levi eleva a categoría mítica es, al final, un sur sin voz. Es el narrador quien lo representa, lo decodifica, lo convierte en emblema. Gagliano deviene escenario; sus campesinos, máscaras; su pobreza, un lenguaje en el que el testigo escribe su propia absolución.

La herencia de Levi no continúa en imitadores, sino que se transforma en manos de Elsa Morante y Pier Paolo Pasolini. Ambos radicalizan el gesto arcaizante. Morante convierte en La Storia la miseria en materia épica. Su protagonista, Ida Ramundo, no encarna una clase, sino una condición de desamparo absoluto, despojada incluso de destino. Pasolini, en Le ceneri di Gramsci, cristaliza la tensión irresoluble entre conciencia histórica y fidelidad a lo arcaico. Como comunista, desea el cambio; como esteta, venera lo que no cambia. Ama en el pueblo precisamente aquello que lo condena: sensualidad elemental, inconsciencia sagrada, barbarie incorrupta.

En las borgate, Pasolini no ve suburbios, sino reservas ontológicas. Sus habitantes no son ciudadanos, sino presencias acampadas, de otra raza. La modernidad destruye esa sensualidad pagana con cada conquista. Fascismo y neocapitalismo se distinguen en los métodos: el primero levantó monumentos inútiles; el segundo fabrica conciencias homogéneas.

Morante y Pasolini provienen del mismo mundo que denuncian. Su gesto no es populista ni estrictamente revolucionario, sino expiatorio. Buscan en lo marginal una redención para sí mismos. Como no pueden habitar esa inocencia, la construyen en la forma. Como no pueden salvarla, la convierten en ruina sagrada. Por eso su literatura es, a la vez, invocación y epitafio, restitución imposible de una pureza que quizá nunca existió.

El mito de una inocencia arcaica ha funcionado menos como instrumento de comprensión que como consuelo. Bajo la apariencia de inmersión redentora, lo que se escenifica es una apropiación afectiva del atraso como coartada moral. La mirada que se dirige al sur, al subproletariado, a la infancia, no pretende transformar: busca salvar. Y esa salvación, lejos de la revolución, es un gesto profundamente narcisista.

Exaltado en D’Annunzio como espectáculo lírico, refinado en Levi como alegoría, intensificado en Morante como tragedia y sublimado en Pasolini como sacrificio, este gesto responde siempre a la misma estructura. Un sujeto moderno que, sintiéndose culpable por pertenecer a un mundo destructor, se proyecta hacia aquello que ese mismo mundo amenaza con borrar. La marginalidad se vuelve símbolo. Pero el símbolo no repara; representa. No restituye; sustituye. Y en esa sustitución, el otro desaparece.

Conviene releer a estos autores no como guardianes de una verdad perdida, sino como síntomas de una sensibilidad que, frente al vacío de la Historia, buscó refugio en lo que imaginaba intacto. En ese movimiento, la inocencia no se preserva: se inventa. Y, como toda invención, queda suspendida en un territorio incierto, entre la memoria y el artificio. Tal vez por eso lo que su literatura nos devuelve no es el origen, sino la sombra del instante en que el origen se perdió para siempre.

Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there