«La verdadera imagen del pasado se desliza veloz.
Solo puede ser atrapada como un destello en el instante de su reconocimiento.»

Walter Benjamin, Tesis sobre la filosofía de la historia

La figura de Thomas Pynchon ha permanecido deliberadamente oculta durante más de medio siglo. Ese silencio no es solo un gesto de discreción, constituye una estrategia de resistencia frente a los mecanismos de la cultura oficial que convierten al autor en celebridad. La invisibilidad es, en su caso, parte de la obra. En el desajuste entre la vida privada y la vida pública resuena la misma tensión que recorre sus novelas: el pulso constante entre control y fuga, entre las estructuras que delimitan la experiencia y las grietas por las que es posible escapar.

La genealogía del propio escritor ofrece un símbolo de esta disidencia. William Pynchon, uno de los fundadores de la colonia de Massachusetts, vio cómo su tratado teológico fue censurado y quemado en 1650 por cuestionar la ortodoxia puritana. Esa memoria reaparece en Gravity’s Rainbow con la figura de William Slothrop, defensor de los “preteritos”, los desheredados de la gracia divina. La novela imagina entonces un contrafactual: el camino que América no tomó y que, sin embargo, sigue insinuándose en cada bifurcación histórica.

Ese “modo subjuntivo” atraviesa toda la narrativa de Pynchon. Sus textos se despliegan como laboratorios de lo posible: espacios intermedios, zonas momentáneamente emancipadas, instantes en que la historia parece suspenderse y abrirse a otras direcciones. La paranoia, lejos de ser un simple motivo argumental, funciona como método. Puede ser opresiva cuando revela la red invisible de corporaciones, ejércitos y tecnologías, pero también fecunda cuando permite detectar vínculos y comunidades de resistencia.

En este marco de tensiones se entiende la ambición enciclopédica de su obra. Canciones, fórmulas matemáticas, historietas, documentos técnicos o voces marginales saturan sus páginas como archivo de lo que queda fuera de las narraciones oficiales. La digresión no es dispersión, sino el modo de impedir que una única versión de la historia prevalezca.

Al lector se le invita a entrar en este universo con una disposición particular que no es otra que aceptar que la narración no clausura, que el sentido nunca se entrega del todo. En esa apertura late una ética. Pynchon no promete la utopía, pero tampoco cede al cinismo. Sus novelas recuerdan que incluso en medio de la entropía quedan instantes en que todo pudo —y aún puede— ser de otro modo.

La obra de Thomas Pynchon se levanta contra la ilusión de que la novela pueda ordenar el mundo con la seguridad de una cronología lineal. En sus páginas la historia no avanza como un río dócil, se abre en ramificaciones incesantes, en conexiones inesperadas, en interrupciones que trastornan cualquier continuidad. Lo que para otros narradores funciona como sostén de la trama, en él se convierte en materia de sospecha. Nada se acomoda, nada se ofrece como definitivo. La novela es proliferación de voces, cartografía que nunca se cierra.

Este gesto tiene una genealogía cultural precisa. Los relatos tempranos de Pynchon —The Small Rain, Low-lands, Entropy— condensan el clima intelectual en el que se formó su escritura. No son meros ejercicios juveniles: en ellos se advierte ya la huella del modernismo en crisis, de la tierra baldía de T. S. Eliot, del psicoanálisis freudiano y de la obsesión por un lenguaje que revela y oculta al mismo tiempo. Levine, el soldado de The Small Rain, atrapado en una catástrofe natural, percibe en la devastación un eco de la esterilidad cultural; Dennis Flange, en Low-lands, busca refugio en túneles y basureros que anticipan el descenso a la zona marginal de V.; Callisto, en Entropy, encarna la ilusión de imponer orden a un universo que se disipa hacia la descomposición. Son ficciones que responden a la doble herida del siglo XX: la imposibilidad de dominar un mundo externo demasiado complejo y la imposibilidad de dominar un ego desgarrado por el inconsciente. Allí, en esos primeros textos, ya aparece lo que más tarde será el núcleo de toda la narrativa pynchoniana: la conciencia de que el tiempo histórico no fluye en continuidad, sino que se abre en fracturas, instantes en los que el sentido se juega en lo inesperado. Lo que en la época de Eliot era símbolo de decadencia, en Pynchon se transforma en laboratorio narrativo del kairós.

En este horizonte, el concepto de kairós resulta clave. No hablamos del tiempo cuantitativo, homogéneo, de la sucesión de instantes medibles, sino del tiempo cualitativo, de la irrupción que interrumpe lo previsto y abre una posibilidad nueva. Para Walter Benjamin, el Jetztzeit condensaba el instante mesiánico que suspende la continuidad histórica. Para Paul Tillich, el kairós significaba la irrupción del sentido en medio de la temporalidad profana. Pynchon, sin nombrarlo, lo pone en escena a través de su ficción: cada una de sus novelas dramatiza el momento en que el tiempo se abre, el instante en que la historia se vuelve reversible, la grieta por la que irrumpe lo no previsto.

El arco iris de la gravedad ofrece la imagen más célebre de este mecanismo. La V-2 que desciende sobre Londres no es solo un proyectil, es la figura de un tiempo suspendido: el instante en que todo puede ocurrir, en que la causalidad se desordena, en que lo humano se enfrenta a la pura contingencia. La novela no sigue una línea recta, se expande en canciones, parodias, sueños, episodios grotescos, porque intenta apresar ese tiempo que no se deja medir. Cada escena es una variación sobre el kairós, un intento de captar la fractura que la historia bélica introduce en la experiencia.

En Mason y Dixon, la exploración adopta otra forma. Aquí el tiempo-ahora no surge de la catástrofe tecnológica, sino de la fundación de un territorio. La frontera que los dos topógrafos trazan entre Pensilvania y Maryland no es solo una línea geográfica, es la inscripción de un futuro. El kairós aparece en la conciencia de que ese acto delimita la forma de una nación, que en el gesto de trazar el mapa se abre un horizonte histórico nuevo. Frente al tiempo colonial de la acumulación y la conquista, la novela sugiere un tiempo cualitativo que se encarna en un acto mínimo pero decisivo.

Cuando se pasa a Vineland, el lector percibe un desplazamiento. Ya no se trata de la guerra mundial ni de la génesis de América, sino de un reflujo político y cultural en los años ochenta, cuando la contracultura ha sido domesticada. En este marco, el kairós se muestra debilitado: hubo un instante de oportunidad en el pasado —los sesenta, la revuelta contra la guerra—, pero esa posibilidad quedó clausurada. Lo que sobrevive es la persecución, la vigilancia, la nostalgia. El tiempo-ahora no abre ya un horizonte, apenas se sostiene como espectro. La novela muestra la dificultad de sostener la irrupción cuando el poder ha aprendido a neutralizar incluso los gestos menores de disidencia.

Contraluz lleva esta lógica al exceso. Más de mil páginas, decenas de tramas, centenares de personajes componen un mosaico donde la historia de finales del XIX y principios del XX se convierte en laboratorio de mundos posibles. Aquí el kairós ya no es único, se multiplica sin cesar: cada episodio insinúa una irrupción, pero la proliferación impide que alguna cristalice. La novela es simulacro del tiempo-ahora, una maquinaria que acumula expectativas y desvíos, ofreciendo al lector la experiencia ambivalente de la euforia y la extenuación. El tiempo moderno aparece como saturación que apenas deja hueco para el acontecimiento.

En Al límite, Pynchon retorna al presente inmediato, al umbral del siglo XXI y al instante en que la historia se fractura con el 11 de septiembre. Allí el kairós se dramatiza con crudeza: el atentado no es solo catástrofe, también intervalo que suspende el curso triunfante de la globalización. La novela muestra cómo el instante puede ser de inmediato capturado, archivado, transformado en simulacro digital. El kairós se ofrece y al mismo tiempo se clausura con una rapidez desconocida en épocas anteriores.

De este recorrido surge una evidencia: Pynchon ha escrito, a lo largo de cinco décadas, una obra que dramatiza las metamorfosis del kairós en la historia moderna. Desde la explosión bélica de El arco iris de la gravedad hasta la parálisis nostálgica de Vineland, desde la proliferación excesiva de Contraluz hasta la condensación traumática de Al límite, lo que aparece es siempre la pregunta por el instante oportuno, por el momento en que lo nuevo se hace posible.

Aquí se enlazan Benjamin y Tillich. El primero nos enseñó a leer la historia en los instantes que interrumpen su continuidad; el segundo señaló que el kairós es irrupción de sentido radical en medio de la temporalidad. Pynchon prolonga a ambos, no con tesis filosóficas, sino con ficción narrativa: construye novelas que son historias de personajes y, al mismo tiempo, meditaciones sobre la fractura del tiempo. Su grandeza consiste en haber sabido dramatizar, con humor y paranoia, aquello que en filosofía aparece como concepto abstracto.

Podría hablarse sin rubor de un humanismo pynchoniano. No de un humanismo ingenuo ni reconciliador sino de la conciencia de que, aunque el mundo se precipite hacia una entropía inevitable, la praxis humana todavía guarda un margen de intervención. No para revertir lo que la ciencia ha sellado como destino, sino para demorarlo, para resistir, para alargar en lo posible su desgaste. En esa obstinación mínima, en esa negativa a entregar el presente al deterioro absoluto, late la nota ética que recorre su obra y que convierte la literatura en un acto de resistencia frente al tiempo que se clausura.

Nota bibliográfica

  • El arco iris de la gravedad (Gravity’s Rainbow, 1973). Barcelona: Tusquets, colección Andanzas, 1999.
  • Mason y Dixon (Mason & Dixon, 1997). Barcelona: Tusquets, colección Andanzas, 2001.
  • Vineland (Vineland, 1990). Barcelona: Tusquets, colección Andanzas, 1993.
  • Contraluz (Against the Day, 2006). Barcelona: Tusquets, colección Andanzas, 2008.
  • Al límite (Bleeding Edge, 2013). Barcelona: Tusquets, colección Andanzas, 2015.

En octubre de 2025 se publica Shadow Ticket, la primera novela de Thomas Pynchon desde Al límite (Bleeding Edge, 2013). Ambientada en Milwaukee en 1932, durante la Gran Depresión, sigue a Hicks McTaggart, un investigador privado y ex rompehuelgas que, tras aceptar un encargo rutinario, se ve arrastrado a un periplo insólito que lo lleva de los tugurios del Medio Oeste a Hungría, entre nazis, espías soviéticos y británicos, músicos de swing, místicos y motociclistas. El relato mezcla el aire de novela negra con el absurdo y lo histórico, en una clave que recuerda a Inherent Vice, pero con una escala más amplia.

La publicación de Shadow Ticket confirma que el proyecto literario de Pynchon sigue vivo, y que su obra continúa explorando las grietas del tiempo y de la historia bajo la forma de un presente siempre inestable, siempre abierto a lo imprevisto. Todo indica que este libro se convertirá en el acontecimiento editorial de la década, no solo por la rareza de un nuevo título pynchoniano, sino por la magnitud simbólica de su regreso.


Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there