“Quien controla el acceso controla el mundo. No se trata ya de conquistar territorios, sino de gobernar los pasajes.”

Paul Virilio, La velocidad de liberación, 1995

En abril de 2024, Nikolái Pátrushev, secretario del Consejo de Seguridad ruso, presidió en San Petersburgo una reunión con responsables de seguridad de países de África, Asia, América Latina y Oriente Medio. Junto a él, Serguéi Narýshkin, jefe del Servicio de Inteligencia Exterior, presentó una propuesta que iba más allá de la oferta técnica: las principales compañías rusas de ciberseguridad —Kaspersky Lab, Positive Technologies, Angara Security, Security Vision, Solar y otras— podían ayudar a los gobiernos presentes a controlar y blindar sus espacios digitales. Entre los asistentes figuraban representantes de Brasil, Sudán, Tailandia, Uganda, la Liga Árabe y aliados estrechos como China e Irán, y para muchos de ellos la oferta era bienvenida. Habían visto de cerca cómo las redes sociales occidentales amplificaban protestas y movilizaciones y compartían la convicción de que la llamada soberanía digital no es un gesto de censura, sino un mecanismo de estabilidad política.

El encuentro pasó desapercibido en Estados Unidos y en Europa, más atentos en esos días a la aprobación en Washington de un paquete de ayuda militar a Ucrania de 60.000 millones de dólares y a la preparación de la decimocuarta ronda de sanciones europeas contra Moscú. Sin embargo, allí donde Occidente aplicaba aislamiento, Rusia ofrecía cooperación. El movimiento no era aislado, sino parte de una estrategia de largo alcance que reproduce con variaciones la lógica de la Guerra Fría: si entonces la URSS desplegaba instructores militares y centros culturales, hoy el Kremlin combina la presencia de grupos armados como Wagner en África con la apertura de “Casas de Rusia” y con la exportación de tecnologías de ciberseguridad. La finalidad es doble, proyectar influencia y configurar un horizonte en el que la amenaza ya no es únicamente técnica, sino también política.

Los datos acumulados en los últimos años muestran hasta qué punto esa estrategia se sostiene en hechos concretos. En 2021, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos sancionó a Positive Technologies por colaborar con el FSB y el GRU y utilizar convenciones de ciberseguridad como mecanismos de reclutamiento. En junio de 2024, Washington extendió sanciones a Kaspersky Lab por su cooperación con servicios de inteligencia rusos, mientras Alemania, Italia, Polonia, Canadá y el Reino Unido prohibían o desaconsejaban el uso de sus productos en organismos públicos. La Unión Europea incorporó a Positive Technologies a su lista de sancionados en 2023 y la agencia nacional de ciberseguridad de Italia vetó aplicaciones rusas en dispositivos oficiales tras la invasión de Ucrania. Pero esas medidas no detuvieron la expansión hacia otros mercados. En diciembre de 2024, Positive Technologies firmó un acuerdo con Mideast Communication Systems en El Cairo, que le abrió la puerta a Egipto y Arabia Saudí, país especialmente interesado en su protección frente a ataques persistentes avanzados, responsables de la mayoría de los incidentes contra telecomunicaciones e industrias militares en su territorio. En junio de 2025, Cyberus Foundation, escisión de Positive, alcanzó un acuerdo estratégico en Catar con la sociedad Al-Adid Business, propiedad de un miembro de la familia Al Thani, para establecer Cyberdom Qatar y Hackademy, centros dedicados a desarrollar capacidades locales y formar especialistas. Ese mismo mes, la misma fundación firmó un acuerdo con la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, alianza militar liderada por Moscú, para coordinar la defensa digital de Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán, Rusia y Tayikistán. En paralelo, Kaspersky Lab se convirtió en socio del proyecto Smart Africa, que agrupa a cuarenta países, y de la Red Africana de Autoridades de Ciberseguridad lanzada en febrero de 2025.

Este conjunto de movimientos permite comprender que la ofensiva rusa en ciberseguridad es mucho más que una estrategia comercial: constituye un instrumento de política exterior destinado a crear dependencias estructurales, expandir influencia en el Sur Global y disputar a Occidente el control normativo del espacio digital. La dependencia se manifiesta en la necesidad de recurrir a ingenieros rusos no solo para instalar software, sino para integrarlo en marcos legales nacionales. La expansión de influencia se refleja en la red de acuerdos en África, Oriente Medio y Asia Central, donde Moscú se presenta como garante de independencia tecnológica frente a Silicon Valley. Y la disputa normativa se plasma en la exportación de una definición ampliada de “amenaza”, en la que no solo caben ataques a infraestructuras críticas, sino también movimientos sociales, hashtags o medios extranjeros que puedan desestabilizar a un gobierno.

Lo decisivo no son únicamente los contratos ni los centros inaugurados, sino la reconfiguración del horizonte de lo visible. Allí donde estas tecnologías se instalan, lo político se traduce en un flujo de datos a vigilar, y lo público en un sistema operativo donde lo imprevisible debe ser neutralizado antes de mostrarse. El aislamiento occidental ha reforzado, paradójicamente, la capacidad rusa de ofrecer complicidad a quienes desean blindar su vida política frente a la intemperie. La verdadera expansión no es territorial ni militar, sino algorítmica y cultural, inscrita en los códigos y en la forma de nombrar las amenazas. Tal vez, cuando la guerra de Ucrania se lea en los manuales de historia, se descubra que la ofensiva decisiva se libró en otra parte: en la clausura silenciosa del horizonte digital de medio planeta.

Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there