Stille sammelt in herbstlichen Ästen,
das goldene Bild der Menschheit zerbricht.El silencio se acumula en las ramas otoñales,
la imagen dorada de la humanidad se quiebra.Georg Trakl, “Grodek” (1914)
El hombre es esta noche.
Y esta noche se llama chora¹.
Una casa se abre en medio de la oscuridad y en ella el hombre cuelga, suspendido hacia quien viene a su encuentro.
Todavía le queda una función de títeres por representar, y todavía se habla con sensatez, pero las marionetas no lo entienden.
Ellas representan la noche que él mismo es.
Le han abierto la cabeza, y dentro no hay nada, solo un hueco donde las imágenes se alojan como huéspedes en una sala velada y cerrada.
Algo tintinea, una mano entra, limpia lo que puede.
La corona cae a través del cráneo vacío y un leve signo se posa sobre su frente.
¿Dónde está la corona?
La corona es la imagen: un pedazo de consuelo repugnante, un yo puro, una figura blanca.
De un signo se extrae una cabeza sangrante, un zumbido mudo, una vara que castiga, el horror de oír la propia voz dentro del rostro.
El Umbral entrega al hijo a la pena y, al hacerlo, se vuelve hijo también, que se queja del Umbral: áspero, enfundado en su vestido de armadura, retirándose hacia imágenes lejanas.
Todo sucede detrás de un telón paciente, en la desnudez donde habitan las almas pobres, entre el misterio y el duelo.
Eso, casi, es Dios: frágil y permanente, inicial y suspendido para siempre, una paciencia que no se permite.
Me leo en el telón, me hago, me entrego, me fundo en la palabra que el Umbral no pronuncia.
Soy su epifenómeno.
Ningún trazo está muerto: lo prueban las lágrimas.
La imagen es un punto sobre el cubo, y el aire está lleno de canto, balbuceos de pecado.
Los ojos miran y, en ellos, se ve la noche terrible.
Las figuras que llevo impresas, la enfermedad de los libros, los signos del cuerpo, otra infección que asume su oficio.
Mi carne, mi distancia, mi fulgor de ojos y aplazamiento.
Ah, si pudiera desaparecer en el momento mismo de volverme visible.
Ser chora.
Llamarme siempre de otro modo, para que no me quemes ni me nombres.
Porque el nombre es depósito, marca, repetición.
El Umbral me prohibió pronunciar el mío; es su traje de domingo, su freno, su palabra, a medio camino entre el zaum² y la herramienta.
El nombre llamado insiste en mí como un signo que domina toda representación y se hunde en el núcleo incomprendido de la dispersión, en la reescritura y el borrado.
¿Existo dos veces, como yo y como fundición?
En mi ser no se deposita ningún nombre; solo voces, horas, sol, comienzo.
Materia primera y amorfa, puro amor, sin demanda, sin promesa, sin absolución ni sentencia.
En las manos tiernas del Umbral hay un relieve sellado, una asamblea de figuras rojas que, desde el guardarropa, participan de la suavidad tiránica de los guantes.
El lienzo no tiene suelo.
Ellas pueden disparar, y disparan, matan al padre y al Umbral.
Una filigrana brillante queda enterrada en el guante, el lienzo se cambia por papel de armario, y en el reverso del papel, oculto, está mi nombre.
Esa es la escritura trémula del fondo.
Todo ocurre a partir de los nombres.
En el sótano las reservas se agotan.
La pez gotea por la baranda y entra en los oídos.
Los insectos susurran en los frascos de vidrio.
El moho blando trepa por las paredes.
El baño hierve, disuelve la carne, borra el nombre.
El cuerpo tiene una semana para agradecer.
Aquí se anda a hurtadillas, pero el rostro del Umbral se me ha borrado.
Lo dicho es un grumo, un hilo, un nudo, un grano.
Alguien picotea, vuela el ave migratoria, un cuchillo brilla, el que come lleva la huella.
Antiguas películas para seres que solo pueden espantarse con orden.
Pero no vence quien convence a los ojos de ser ciegos.
Y el Umbral ya no sabía qué hacer.
Este sueño debe moverme.
En el arcón vive la bruja; guarda el dinero, todo el dinero de la caja.
El yo correspondiente, el que dicta la ley.
Oigo sonidos de llaves, chirridos, murmullos, golpes de lo que se vuelve sí mismo.
Ruido, olor, mezcla, disparo, cuenco.
Entre lo absoluto y lo particular no hay nada.
Permanezco idéntico a mí, informe, transparente.
Solo estorban el parentesco y la servidumbre, un soplo y un fuego lejano, una marca ígnea bajo el techo encendida al atardecer.
Se cuenta en silencio y se apaga tarde.
Las muñecas de cera exhalan su olor, se disuelven, balbucean el anuncio, suben al tejado, bailan, caen.
El pensamiento baila y cae con ellas.
El deseo invade el tejado, el baile embriaga, la teja se precipita sobre el parqué, la miga, el estómago, la rodilla, el ángulo del aire nombrado en la casa vacía.
El niño vacío se enfría cada día; se queda inmóvil en un rincón, borrado el trazo, solo, con un deseo único: borrar las imágenes que brotan en él.
Todo eso sucede dentro de las muñecas, sin preocupación.
Los catálogos lo dicen: traed las joyas bien ordenadas, rotas como cáscaras, insípidas como el sabor viejo de las imágenes estáticas.
Pesadas, inertes, impropias.
Polvo de archivos recalentados, ecos, salmos deformes.
Aquí sobrevive la pila bautismal, el patrón, la lengua misma, aunque nosotros no sobrevivamos.
En tal exceso, cada imagen se vuelve inscripción funeraria.
Los que están con nosotros se han ido de nosotros, los que se van también se han ido, los que se fueron siguen yéndose, los que son y se van, van y son idos de nosotros.
Imágenes que no se recuerdan o no son presentes.
En las muñecas irrumpen mudas las imágenes. porque esta noche es el pozo de las imágenes giratorias, esta nada vacía que en su simplicidad lo contiene todo.
La musa de la sintaxis duerme.
Las imágenes están inconscientes.
La puerta fingida permanece cerrada para que lo irrevelable no escape.
Acariciamos el viejo inventario.
Su pérdida nos descabeza.
Aquí la respuesta cambia la pregunta que la provoca.
Esta noche Dios ha entregado el diapasón.
El surco trazado se desajusta.
La respuesta prevista es redención.
¿Has dicho “amén”?
Yo solo deliro.
Y las muñecas balan.
Las imágenes regresan sobre sí mismas, son como el animal en sí, conciencia de ellas dentro de ellas mismas.
¹ Chora: del Timeo de Platón. No es ni el ser ni el no-ser, sino el espacio que acoge lo que llega a ser; un lugar prelingüístico, receptáculo de toda forma antes de su nacimiento, fondo donde la materia del lenguaje respira antes de volverse palabra.
² Zaum (del ruso заумь, “más allá de la mente”): lenguaje poético inventado por los futuristas rusos Jlébnikov y Kruchónyj, basado en la fuerza sonora de las palabras y no en su significado lógico; un habla transracional que busca liberar el sentido de la gramática.
Rferdia
Let`s be careful out there