Silence is the potential from which music can arise, and if we don’t know how to honor silence, we can’t really honor music.

Keith Jarret

The music wasn’t in the notes. It was in the waiting.

Geoff Dyer, But Beautiful

The Köln Concert de Keith Jarrett no es un boomerang que haya regresado con la noticia de la existencia de una película pues hace décadas que forma parte de mi vida como una presencia discreta, íntima, persistente. No es un disco que escucho ocasionalmente: es uno de esos lugares sonoros a los que regreso no por nostalgia, sino por necesidad. Una necesidad de silencio, de claridad, de contacto con algo que no se desgasta, como una mujer de la que estas enamorado.

He de aclarar que no he visto Köln75, la película de Ido Fluk recientemente presentada en el Festival de Berlín, pero al enterarme de su existencia, el volcán del concierto de Colonia volvió a activarse. No como una llamada al redescubrimiento, sino como una prolongación —quizá secundaria, pero valiosa— de un acontecimiento musical que me resulta esencial. Me interesa la película en tanto documento o resonancia de aquella noche de enero de 1975, no tanto por lo que pueda aportar en sí misma, sino por lo que despierta en torno a esa grabación que sigue vibrando en mi historia personal como un punto de fuga inagotable. Así, el film de Ido Fluk, aún inédito en España, me interesa como gesto de reverberación: como eco visual de algo que vibra profundamente en mí. Y, en este momento, como una excusa para escribir, una vez más, sobre esa grabación que sigue abriéndose, que sigue respirando, como si no hubiese sido fijada nunca en los surcos de un vinilo.

Y es que más que un concierto, The Köln Concert es un fenómeno vivo, una experiencia que sigue hablando casi medio siglo después de su ejecución porque en el centro de esa grabación no hay espectáculo, ni siquiera perfección, sino la entrega absoluta al fluir del presente de un genio irrepetible con la intención indómita de habitar ese ahora con todo el cuerpo, con todo el oído.

Jarrett no había planeado nada especial para aquella noche del 24 de enero de 1975. Estaba agotado, con dolor de espalda, y el piano que le habían proporcionado era un instrumento de ensayo: deficiente, mal afinado, con registros limitados. Tocó igualmente. Y lo que ocurrió no fue simplemente un concierto improvisado: fue una forma de revelación. Cada nota, cada transición, cada suspiro de ese piano herido, trazaron una arquitectura emocional sin plano previo. Un mapa del alma en tiempo real.

La primera nota del concierto no parece iniciar nada, sino confirmar algo que ya estaba allí: una resonancia emocional que se despliega sin apuro. En la primera parte del concierto, Jarrett construye un paisaje melódico fluido, lírico, donde cada transición parece inevitable. Hay ecos de música barroca, de spirituals afroamericanos, de minimalismo, pero todo suena a sí mismo. Es una música que no argumenta, no narra, no impone. Simplemente está. Invita.

La Parte II A introduce una energía distinta. Aquí la pulsación se hace más firme, más física. Jarrett comienza a construir un patrón rítmico con insistencia, como si buscara abrir una puerta a base de repeticiones. No es un gesto agresivo, sino una invocación: una especie de mantra que se acumula y se transforma. Hay algo de trance en esta sección, como si el cuerpo tomara el relevo de la mente.

La Parte II B responde con contraste: se retira del impulso físico y vuelve a la introspección. Es más breve, casi una reflexión silenciosa después del esfuerzo. Se mueve en una zona de ambigüedad tonal, con acordes que parecen interrogar en lugar de afirmar. Es como si Jarrett nos recordara que el centro del concierto no es un clímax, sino un espacio para perderse y volver.

Ambas secciones, lejos de funcionar como episodios separados, construyen un puente hacia la inolvidable Parte II C. Pero ese corazón no sería posible sin estos dos movimientos previos: uno que empuja hacia el exterior, otro que nos recoge hacia adentro.

En la segunda parte, especialmente en el segmento que se conoce como «Part II C», el concierto se transforma. Aparece un bucle hipnótico, un patrón rítmico contagioso, donde Jarrett parece entrar en trance. Allí canta, gime, se balancea, como si el piano se hubiese convertido en su cuerpo extendido. Esa sección fue reproducida, versionada, imitada hasta el cansancio, pero nunca igualada. Porque su fuerza no reside en la secuencia armónica, sino en la convicción con que fue ejecutada. Jarrett no toca: se entrega. Y quien lo escucha, lo siente.

Aquel concierto no fue planeado como disco. Pero cuando Manfred Eicher lo escuchó, supo que tenía entre manos algo especial. Eicher editó el material con su sensibilidad habitual: portada sobria, sonido cristalino, sin artificios. No es necesario recordar que ECM era mucho más que una discográfica: era (y es) una estética. El silencio tiene en ella un valor propio. La música no se ilustra, se contempla. El sonido no se rellena, se habita. En ese contexto, The Köln Concert no fue una anomalía, sino su manifestación más pura.

Paradójicamente, el éxito masivo del disco —que vendió millones de copias en todo el mundo, incluso entre oyentes sin ningún interés por el jazz o la improvisación avant la lettre— fue para Jarrett una carga ambigua. Agradecido, sí, pero también incómodo con el hecho de que tantos quisieran “otro Köln”, sin comprender que lo que ocurrió esa noche fue irrepetible precisamente porque no fue buscado. Para él, improvisar era una forma de escucha, no de exhibición. Había que dejar que la música viniera, no empujarla. Y si no venía, había que aceptarlo. De ahí que su ética de la improvisación tenga tanto de filosófica como de musical.

En los años siguientes, Jarrett grabó docenas de conciertos en solitario: Sun Bear Concerts, Vienna Concert, Paris Concert, La Scala…Todos distintos, todos intensos. Pero ninguno tuvo el aura mítica de lo acaecido en la bella ciudad de Renania, acaso porque ninguno fue tocado contra tantas adversidades. Esa noche, Colonia fue una prueba de que no se necesitan condiciones perfectas para tocar lo sagrado.

Aun así, convertir The Köln Concert en vara de medir cada nuevo concierto sería una injusticia. Como ha escrito Tyran Grillo, uno de los más sensibles cronistas de la música de Jarrett:
“En algún punto, he aprendido a dejar de comparar cada concierto solista de Jarrett con el Köln. Si las imágenes que me inspiran son indicativas de algo, es que cada uno es su propia historia. La suya no es una vida creativa que ha transcurrido escalando una sola cumbre, sino una que, cuando llegue al final, habrá dejado un paisaje lleno de ellas, hasta donde llegue la vista.”

La cita no busca relativizar lo ocurrido en Colonia, sino liberarlo. Recordarnos que esa noche fue única, sí, pero que lo verdaderamente extraordinario es la continuidad de esa entrega, ese impulso de tocar desde lo desconocido, una y otra vez, en cada lugar del mundo.

El impacto de The Köln Concert fue profundo y transversal. Pianistas como Brad Mehldau, Tord Gustavsen, Marcin Wasilewski o Esbjörn Svensson han reconocido la influencia de Jarrett, no solo en su sonido, sino en su actitud: tocar como quien respira. Compositores como Nils Frahm o Max Richter, en los márgenes entre el piano, el ambient y el minimalismo, también le deben un clima emocional. Y hasta en el mundo clásico, figuras como András Schiff o Daniel Barenboim han reconocido la singularidad de ese momento, y la enormidad de no sólo un intérprete virtuoso, sino de un músico que desaparece para que la música aparezca.

Jarrett, por su parte, siempre reclamó su filiación con Johann Sebastian Bach. No tanto por las formas, sino por la idea de que la música es un canal, no un objeto. Que el compositor (o el improvisador) debe ponerse al servicio de algo más grande que él mismo. En Köln, esa actitud se percibe con claridad: cada motivo se desarrolla como si ya estuviese escrito en el aire. Como si Jarrett solo tuviera que recordarlo, como una caricia que se despliega.

Regresar hoy, con cada escucha, 50 años después a The Köln Concert es volver a escuchar la posibilidad de que lo verdadero no necesita planificación, me refiero ( sobre todo) a aquella sobre la que las instituciones ponen sus sucias manos. Que el instante, cuando se lo habita con intensidad, puede convertirse en eternidad. Y que incluso en medio del cansancio, el dolor y la frustración, el arte puede revelarse como un acto de gracia.

Bienvenida pues sea la película. Sin duda el cine puede ayudar a recordarlo e incidir en todo aquello que lo convirtió en leyenda como al parecer pretende hacer Köln75. Pero lo esencial , por descontado, seguirá estando en la escucha. Allí donde cada nota vuelve a decirnos, sin decir nada: esto fue real. Y sigue siéndolo.

Le’ts be careful out there