Se llama «hilos de la Virgen» a ciertos hilillos que flotan al viento y sobre los que ciertas arañas […] se lanzan al aire libre y hasta al huracán. […] [P]ero estas arañas hilan de sus propias entrañas esos hilos, esos livianos estambres en que se lanzan al espacio desconocido.
Miguel de Unamuno, La agonía del cristianismo
Después del abrumador éxito del Köln Concert y los demás conciertos de improvisación pianística de los 70, a fines de los 80, y agigantado por el bagaje de todo lo estudiado en ese entretanto en el ámbito de la música académica (Bach, Shostakovich, Gurdjieff), Keith Jarrett regresó al formato al que debe su inmortalidad de manera que este nuevo desafío lo vuelve a encontrar con el ánimo de improvisar desde un nuevo vórtice indivisible, 38.20 minutos, otra singular filigrana musical, para cerrar su portentosa improvisación con dos temas más sencillos, un standard y un blues simple. Lanzado en 1990, Paris Concert recoge el concierto de Jarrett del 17 de octubre de 1988 en la célebre sala Pleyel de París y como ha sido mencionado con anterioridad, la grabación representa el regreso de la improvisación solista de largo aliento, que Jarret había abandonado por un tiempo (aunque había dado conciertos menos improvisados o con improvisaciones breves) y, a diferencia de los famosos conciertos recogidos en Bremen/Laussane, Köln Concert y Concerts, esta vez se concentra especialmente en el lenguaje de la música académica, a la que por entonces estaba dedicando estudio y grabaciones que pronto comenzaría a lanzar. No en vano en ese mismo año grabó las variaciones Goldberg.
El concierto comienza con aires clásicos, como una sonata en la que Jarrett va insertando paulatinamente descomposiciones armónicas, pero muy discretas, y en donde las frases jazzísticas están casi absolutamente ausentes, desmadejando ovillos de delicadeza como sólo él sabe hacer.
Ni que decir tiene que estamos ante otro gran disco de piano solo de Jarrett. Así, hacia el minuto 6 realiza el primer cambio de ritmo e intención (la sensación de sonata desaparece); comienza a percutir con un pedal para llevar un ritmo más claro, y lo enfatiza con tresillos sobre los que desata la improvisación. La marca rítmica del Fa acompañará la ejecución casi hasta el final de estos 38 minutos de juego pianístico. La improvisación arriesgada, sin embargo, no pierde en ningún momento el espíritu clásico, casi mozartiano, con el que ha comenzado. No faltan, comme d’habitude, los gemidos con los que Jarrett acompaña su ejecución cuando esta lo lleva a estados emocionales intensos lo que sucede especialmente cuando la ejecución comienza a acelerar. Las armonías se vuelven entonces más pesadas, la experimentación comienza con disonancias y asonancias, y desarrolla juegos de arpegios de gran virtuosismo. No obstante, en un momento determinado, el viaje nos llevará por distintas intensidades, del forte al pianissimo, pero siempre en ese tono académico, desanudando en ciertos momentos el entramado que había forjado con tanta fuerza regalándonos breves instantes de gran dulzura, dulzura que pareciera incomodarlo pues vuelve pronto a marcar el Fa insistente. Pasados los 30 minutos, la armonización es tan llena que crea una atmósfera, como si el piano fuera una orquesta o un sintetizador; las armonías, imprecisas siempre, dejan de seguir por fin la pauta clásica. Se agolpan las notas con variaciones semitonales, el pianista grita, parece haber encontrado por fin lo que buscaba. Pero es demasiado tarde; inicia el llamado al cierre con notas agudas como gotas de lluvia: ¡eso era!, una tormenta que por fin amaina, una tempestad que se aleja, una paz que se alcanza después de haber cruzado el caos. Cierra con melodías cada vez más altas, sobre el Fa que ahora se apoya en compases alternados con el Do sostenido, ¡alguien debería usar esta música para escribir una nueva Ilíada!
L’anno del grande gelo fu il mio sedicesimo anno. Dall’autunno non si poteva indovinare un granché. Ma a gennaio la temperatura crollò, come se qualcuno l’avesse lasciata cadere. Cadeva e non si fermava. Quando si fermò non si mosse più. Usciva il sole e non cambiava nulla. Scendeva la notte e non cambiava nulla. La terra si era fermata – nella rotazione che conoscevamo si era inceppato qualcosa, e l’aveva fatto nel momento in cui l’acqua si gelava nella tazza, i fiumi diventavano vetro senza corsa, gli animali si lasciavano cadere su un fianco, ogni colore era bianco.
Alessandro Baricco, Abel
El año de la gran helada fue mi decimosexto año. En el otoño no se podía vaticinar gran cosa. Pero en enero la temperatura se desplomó, como si alguien la hubiera dejado caer. Caía y no se detenía. Cuando se detuvo, ya no se movió. Salía el sol y no cambiaba nada. Se hacía de noche y no cambiaba nada. La Tierra se había detenido; en la rotación que conocíamos, algo se había atascado, y lo había hecho en el momento en que el agua se congelaba en la taza, los ríos se volvían de cristal sin flujo, los animales se dejaban caer de costado, todos los colores eran el blanco.
Durante el día trabajábamos, pero de noche, con el cuerpo inmóvil, aquel frío te presionaba la cabeza hasta doler. Era una muerte, lo sabíamos. Hacíamos que las bestias se tumbaran para acurrucarnos entre sus piernas, buscando el calor de sus vientres. Ellas no lo entendían. Temblaban. Desde lejos llegaba un aullido casi continuo, porque el alma del bosque ago- nizaba: durante el día llegaba en oleadas, atravesaba los pastos, nos alcanzaba, levantábamos la cabeza, como si alguien nos hubiera llamado; bajábamos de nuevo la cabeza sobre nuestro trabajo. Pero de noche: notábamos como un olor sin forma, que llegaba dentro de ese aullido indistinto, y no cesaba hasta el amanecer. No había defensa. Entonces mi madre se levantaba, se metía bajo nuestras mantas, y junto a ella volvíamos a ser animales cálidos, vivos. Nos estrechaba entre sus brazos, y con sus labios sobre nuestros ojos nos hacía sentir el cálido aliento que nada podía apagar. De vez en cuando deslizaba una mano entre nuestras piernas, y no tenía miedo de tocarnos, y de reanimar nuestra sangre. Nos corríamos en sus manos, dispersando el semen sobre el heno tibio. Entonces nos besaba en la boca y volvía a acostarse con nuestro padre. Si lo encontraba despierto, podía ocurrir que hablaran en voz baja, de cosas remotas, en una lengua oculta.
Después de aquel invierno, no dejó de hacerlo. Pero ocurría más bien en el tórrido calor del verano, debo añadir. Los cuerpos relucientes de sudor. Casi no nos tocaba. Abría las piernas y nos acogía dentro, era como una respiración. Podía ocurrir en el pozo, o entre la hierba alta. Todos nosotros sabíamos reconocer esa mirada.
El más pequeño de nosotros tenía diez años, por entonces.
Así fue hasta que nuestra madre se marchó.
Alessandro Baricco, Abel
El segundo tema es un arreglo para piano de “The Wind”, escrito por Russ Freeman (con letra, en versiones cantadas, de Jerry Gladstone, y más tarde reescrita para una famosa interpretación de Mariah Carey), que fuera pianista de Charly Parker y Chet Baker entre otros. Es un tema suave en la frontera del bop y el cool; Baker la grabó en 1954 con Freeman al piano, y es esa una de las versiones más conocidas y la que la convertiría en standard. El arreglo de Jarrett toma como pretexto los elementos melódicos y armónicos del original para entregar una versión más lenta y suave, de una dulzura increíble, que le dará pie para la improvisación, aunque no es ya improvisación absoluta. Los elementos cool se desvanecen en la lentitud, la sensibilidad del pianista, y del original queda sólo la sugerencia de su estructura. Hay aquí, naturalmente, más lenguaje jazzístico que en la larga improvisación inicial.
El último tema, “Blues”, es una improvisación más simple sobre la estructura de ese género en plan clásico, de 12 compases; entretenido y hecho como para el esparcimiento. Que el artista se divierte con su ejecución queda claro porque es el tema sobre el que más canta (gime o gruñe). La maestría «del jazzista» se despliega lúdicamente y resulta un estupendo cierre, después del tour de force de improvisación sobre elementos clásicos de la primera ejecución.
Otra gran muestra de Jarrett encarnándose en ese canal para la «transmisión de lo espiritual universal, como se ha descrito a sí mismo».
Let’s be careful out there