El ritmo no está en el golpe, sino en la respiración que lo antecede.
Jack Dejohnette
Una música te persigue: te duele, te derriba, te desespera, te exalta, te embriaga.
Otra no te dice nada.
Hay músicas que dan ganas de creer.
¿Pero en qué?
Hay aquellas que se escuchan.
Simplemente. En silencio.Donde hay hombres, hay música.
¿Por qué?Francis Wolff
La trivialidad ha alcanzado el rango de virtud. En la actualidad, vivir significa obedecer una gramática precisa: ir a todas partes sin estar en ninguna, desear lo que otros ya poseen, entregar a tus hijos a unas instituciones del rendimiento ( colegios e institutos ) que inculcan un conformismo bobalicón y degradante, programar el ocio, comprar lo tangible y lo intangible, envidiar lo ajeno. El hombre contemporáneo no habita el mundo, sino la agenda que otros han programado para él. Fuera de ese tiempo reglamentado, sin embargo, existen quienes escuchan la vida a otro compás. Hombres para los que hoy es siempre todavía. Y Jack DeJohnette fue uno de ellos.
Murió el pasado 26 de octubre en Kingston, Nueva York, sin estrépito, con la misma serenidad con que deslizaba las baquetas y acariciaba los parches con las escobillas, como si el silencio mismo confiara en sus manos. Deja una obra imposible de medir por el número de grabaciones o colaboraciones, porque lo esencial en él no era la cantidad, sino la calidad de su virtuosismo esencial. Su nombre pertenece a esa estirpe de músicos que transformaron el acto de tocar en una forma de pensamiento. Lo que se dice Truly one of a kind.
En el trío del que formó parte junto a Keith Jarrett y Gary Peacock, quizá la alianza más fecunda del jazz moderno, su batería insinuaba el ritmo como el caminar de una mujer que ignora ser música, y sin embargo, con cada paso, ordena el mundo. No era acompañamiento, sino atmósfera. Cuando Jarrett ascendía hacia sus vuelos místicos, él, desde la sombra, mantenía el aire puro. Tocar lo justo, lo necesario, nada más. Su grandeza residía en lo que no hacía, en la inteligencia de la pausa, esa virtud secreta que lo convirtió en un monje del ritmo.
Su formación inicial como pianista explica parte de su singularidad. En sus manos, la batería se volvía un teclado disperso por el espacio. Cada tambor era una nota, cada platillo una vibración suspendida. En sus grabaciones para ECM —ese territorio donde el silencio es también sonido—, los golpes se deslizaban con la naturalidad del agua, los redobles se retiraban sin herir. Tocaba como quien respira, con la conciencia de que el aire también tiene su melodía.
Durante su paso por la banda eléctrica de Miles Davis, en los años de Bitches Brew, DeJohnette sostuvo el fuego sin quemarse. En medio del caos del rock, la psicodelia y la improvisación libre, su toque mantenía una calma inquietante. Era la brújula secreta del grupo: el latido que se mantiene bajo la llamarada. Incluso rodeado de ruido, conservaba su voz interior: precisa, contenida, lúcida.
Esa lucidez lo convierte en metáfora de algo mayor: el artista que no teme al ruido del presente, pero sabe convertirlo en pensamiento. Cada golpe suyo era una afirmación ética, cada pausa una declaración de respeto hacia la materia sonora. Tocaba sin exhibirse. DeJohnette no hablaba de sí mismo, sino a través de su instrumento. Su batería no imponía, sostenía un mundo sobre sus hombros, como un Atlante invisible que mantenía en equilibrio el pulso secreto del universo. Era menos un acto de dominio que un ejercicio de desaparición.
Escuchar hoy Autumn Leaves, en una de las innumerables versiones con el Trio de Jarret, es oír cómo el tiempo se detiene. La música se convierte en respiración colectiva: una plegaria sin credo, una forma de fe en el instante.
Con su muerte desaparece uno de los últimos guardianes del silencio. En una época saturada de estímulos, su legado recuerda que el auténtico pulso de un trío de jazz no reside en el volumen ni en la velocidad, sino en la respiración compartida entre quienes saben escucharse, en ese intervalo suspendido que enlaza el golpe con la espera.
Jack DeJohnette fue un gigante porque comprendió lo que los gigantes suelen olvidar: que la fuerza musical no está en el brillo del virtuosismo huero, sino en la hondura de quien convierte cada golpe en silencio habitado. Su batería es un calor que late en la sombra, como una almohadilla de semillas de trigo sobre el cuello; una presencia que no se impone, que flota y reposa a la vez; una respiración leve en ese instante donde el golpe se rinde al silencio.
Hay música.
Hay Bach, Beethoven, Berlioz, Bruckner, Brahms, Bizet, Bartók, Berg, Britten, Berio, Boulez, Beffa.
Hay la cantata, la sonata, la fuga, la sinfonía, el concierto, el lied, la misa, la ópera, el oratorio.
Hay la música (llamada) contemporánea: serial, dodecafónica, aleatoria, concreta, espectral, electroacústica.
Hay las músicas (llamadas) actuales: el pop, el rock, el folk, el rap, el heavy metal, la soul, el funk, la house, la techno.
Hay Art Tatum, “Duke” Ellington, Charlie Parker, Miles Davis, John Coltrane (Olé), Ornette Coleman.
Hay la nouba arabo-andaluza, el tchar mezrâb persa, el raga indio, el malouf tunecino, el country estadounidense, el afindrafindrao malgache.
Hay la chanson française, la MPB brasileña, la banda sonora, la música ligera.
Hay el minueto, el vals, el fox-trot, el charleston, el tango, la rumba, la samba, el frevo, la sevillana.
Hay músicas como un grito, la seguiriya, como un lamento, el blues, como una lágrima, el fado.
Hay canciones de amor.
Hay el llamado del muecín, la plegaria por los muertos, la salmodia del oficiante.
Hay la música que se canta en coro o en grupo improvisado, la que se marca con palmas, con el pie, gritando “¡asa!”, murmurando las palabras, de pie, con la mano en el pecho.
Hay músicas para todo, músicas para todos los usos: para bailar, para sentirse juntos, para aturdirse, para casarse, para acompañar los funerales, para comunicarse con los antepasados, para recoger el algodón, para llamar al rebaño, para subrayar un momento de suspense (o tapar el ruido del proyector), para vender cosméticos, para calmar a los pasajeros del ascensor, para hacer llover, para detener la lluvia, para despertar a la nación, para marchar al paso, para ir a la guerra y para celebrar la paz.
Una música te persigue: te duele, te derriba, te desespera, te exalta, te embriaga.
Otra no te dice nada.
Hay músicas que dan ganas de creer.
¿Pero en qué?
Hay aquellas que se escuchan.
Simplemente. En silencio.
Donde hay hombres, hay música.
¿Por qué?
Francis Wolff
Rferdia
Let`s be careful out there