🎧 Parergon auditivo:

Keith Jarrett, Jan Garbarek, Palle Danielsson, Jon Christensen (Belonging, ECM, 1974)

Cuando la risa irónica ya ha soltado el aguijón y sólo queda la conciencia.

“Christopher Nolan’s The Odyssey movie under fire for filming on ‘occupied’ Indigenous land.”
Así titulaba hace unos días Fox News, no precisamente un bastión del anticolonialismo progresista, la noticia sobre el nuevo rodaje del director británico en Dajla, ciudad situada en el Sáhara Occidental, territorio pendiente de descolonización según Naciones Unidas. La nota recogía las críticas del Frente Polisario, de organizaciones pro derechos humanos y de diversas voces del mundo cultural que acusan a la producción de normalizar una ocupación prolongada —y por tanto, de convertir el cine en herramienta de blanqueo simbólico.

La ironía, en este caso, no necesita grandes artificios: Nolan ha decidido filmar La Odisea —el relato por excelencia del regreso a casa— en un lugar donde miles de personas llevan décadas sin poder regresar a la suya. Lo que en Homero es destino, en Dajla es obstáculo; lo que en la pantalla se celebra como épico, en el suelo que se pisa está políticamente bloqueado.

Volver a casa —lo sabían los griegos mucho antes de que Occidente se especializara en perderse— no es solo un desplazamiento geográfico. Es un acto de restitución: regresar al lugar que nos reconoce y al que reconocemos, sellar la continuidad entre quién fuimos y quién somos. Por eso La Odisea no es, en el fondo, una crónica de aventuras, sino un tratado moral sobre la identidad. Y por eso mismo, cuando una producción de Hollywood decide rodar su versión en Dajla, en el Sáhara Occidental bajo ocupación marroquí, el eco del mito se distorsiona hasta la caricatura: se filma el regreso en un lugar donde decenas de miles de personas llevan medio siglo sin poder regresar.

En términos macintyrianos —y aquí conviene rescatar a MacIntyre no como adorno académico, sino como bisturí— el cine es una práctica con bienes internos: la integridad del relato, la coherencia entre forma y contenido, la honestidad en la relación con lo que se filma. Cuando esos bienes se sacrifican en el altar de los bienes externos —la conveniencia logística, el incentivo fiscal, el exotismo visual a precio de saldo—, la práctica se degrada. No es un juicio sentimental: es un diagnóstico. Lo que se gana en espectacularidad se pierde en virtud, y la virtud, cuando se pierde, no se recupera con efectos especiales.

Rodar en Dajla no es una anécdota geográfica. Implica tramitar permisos con autoridades marroquíes que administran un territorio cuya soberanía no reconoce la ONU. Implica beneficiarse de infraestructuras y exenciones diseñadas para integrar la ciudad en la narrativa de “provincias del sur” de Marruecos. Implica, en suma, actuar como si la cuestión del Sáhara Occidental estuviese resuelta, cuando el propio derecho internacional dice lo contrario. Lo llaman neutralidad, pero, no deja de ser otra cosa que una obscena complicidad en diferido.

Y por si fuera poco escarnio, como broche de oropel a la infamia, hay algo más grotesco: la traición simbólica al relato que se cuenta. En La Odisea, Ítaca es el bien interno de la vida de Odiseo: el lugar al que solo puede llegar manteniendo intactas sus virtudes. En Dajla, para el pueblo saharaui, Ítaca es un horizonte cerrado por un muro de arena, minas y checkpoints. Filmando allí sin reconocerlo, la producción convierte ese horizonte negado en un decorado: roba la textura de la tierra y borra la historia que la sostiene. Y eso, se mire como se mire, es una forma de falsificación moral.

Se dirá que el cine es ficción, que no tiene por qué responder a la política. Pero el arte no se produce en un vacío higiénico: se hace en lugares concretos, con permisos concretos, con dinero que sale de bolsillos concretos. En este caso, esos bolsillos pertenecen a una administración ocupante, y ese dinero —incentivos, facilidades logísticas— se invierte con un objetivo propagandístico tan evidente que solo un ciego voluntario podría ignorarlo: mostrar al mundo una Dajla próspera, normalizada, integrada, sin rastro del conflicto que la atraviesa.

MacIntyre hablaría aquí de coraje, no como valor épico sino como virtud práctica: la disposición a soportar el coste de actuar bien. El coraje, aplicado al cine, habría consistido en buscar otra localización o, si la historia exigía filmar en Dajla, hacerlo bajo condiciones que preservaran la integridad del relato: consulta con representantes saharauis, renuncia a incentivos marroquíes, contextualización pública del estatus del territorio, apoyo tangible a la comunidad local marginada por la ocupación. Ninguna de esas condiciones se ha hecho visible. El resultado es un viaje de regreso narrado con el combustible de un exilio forzoso.

La ironía —esa que molesta a las gentes tan razonables como impermeables a la razón— es que la película reproduce el trayecto heroico de volver a casa mientras, en paralelo, valida con su logística la imposibilidad de que otros lo hagan. Es como si Homero hubiera narrado el regreso de Odiseo filmándolo en una Troya aún en ruinas, bajo administración extranjera, y hubiera evitado mencionarlo para no incomodar a los anfitriones.

Quienes defienden el rodaje con el argumento del empleo local olvidan que no todo trabajo es éticamente neutro. Que una nómina cambie de manos no anula la pregunta por la legitimidad de las estructuras que la facilitan. Y que, en territorios ocupados, el desarrollo económico puede ser tan solo la coartada más vistosa de una injusticia. Decir que el cine “no hace política” es como decir que Ulises no hizo la guerra: un acto de amnesia deliberada.

Lo más preocupante es que esta operación no es un accidente: es síntoma de una industria que ha aprendido a externalizar su conciencia. Las producciones despliegan discursos de responsabilidad social en festivales y ruedas de prensa, mientras en el terreno aceptan condiciones que, examinadas con un mínimo de rigor, serían inasumibles si se aplicaran en sus propios países de origen. El público, por su parte, recibe la postal limpia y se la cree; o no quiere dejar de creérsela. El conformismo es un cliente agradecido.

No se trata de pedir cine militante, sino de exigir cine coherente. Si vas a contar el regreso a casa, hazlo de manera que no parasites el derecho de otros a regresar. Si vas a usar un paisaje cargado de conflicto, al menos reconoce su historia. Y si vas a beneficiarte de los bienes externos que ofrece una potencia ocupante, sé consciente de que estás degradando los bienes internos de tu propia práctica. Esto no es censura: es ética aplicada. Es lo que MacIntyre diría que hay que hacer para que el arte siga siendo arte y no un accesorio del marketing político.

El cine, como Ítaca, no se merece menos.

Y si todavía hay quien crea que rodar La Odisea en Dajla es cosa de paisajes y no de conciencias, bastará recordarle que Ulises, al menos, tuvo que luchar diez años para regresar; aquí, en cambio, bastan un trámite, unos sellos y unos millones de dólares para sentirse en casa. Claro que, para quienes confunden volver con aparecer en una postal, todo regreso es tan legítimo como una mentira bien enmarcada.

Epílogo con sugerencia: Ítaca con aire acondicionado

Para la próxima Odisea, el señor Nolan podría considerar seriamente las infinitas ventajas de rodar en los Emiratos Árabes Unidos. No solo encontraría allí desiertos más inmaculados que cualquier playa de Dajla —limpiados a diario por cuadrillas invisibles—, sino que disfrutaría de rascacielos con suites presidenciales capaces de reproducir la Ítaca de sus sueños sin una sola grieta política. El Ministerio de la Felicidad, ese innovador departamento de utilería institucional, podría expedirle en cuestión de horas los permisos para todos los desnudos femeninos que su libertad creativa exija; eso sí, siempre que se entienda por “desnudo” lo que el código moral local determine como aceptable.

A cambio, recibiría incentivos fiscales, asesoría estética personalizada y la tranquilidad de que ningún molesto referéndum de autodeterminación ni ningún muro de arena enturbiarán sus planos generales. Todo serían cielos despejados, atardeceres calibrados por ingenieros de iluminación y figurantes perfectamente uniformados, listos para encarnar a cualquier pueblo mítico que se le ocurra, siempre y cuando su guion no pretenda confundir la épica con la política.

Sería, en fin, la Ítaca ideal para un regreso sin sobresaltos: una Ítaca climatizada, con libertad creativa garantizada y sin el incómodo recordatorio de que, allá afuera, hay gente esperando su propio regreso desde hace medio siglo. En otras palabras: la Ítaca ideal para un hijo de la gran puta.

Bibliografía seleccionada

Homero
La Odisea, trad. Luis Segalá y Estalella, Madrid, Alianza Editorial, 2003.
La Odisea, trad. Emilio Crespo Güemes, Madrid, Cátedra (Letras Universales), 2016.

(Se recomienda esta edición por la calidad de la introducción filológica y su contextualización del poema como relato ético de retorno y reconocimiento.)

Alasdair MacIntyre
Tras la virtud. Un estudio sobre la teoría moral, trad. Jorge Navarro Pérez, Barcelona, Crítica, 2001 (3.ª ed.).

(Obra central donde MacIntyre plantea su crítica a la moral moderna, el concepto de práctica, de bienes internos y la necesidad de las virtudes.)

Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes, trad. Ángel J. Amor Ruibal, Barcelona, Paidós, 2001.

(Complementario al anterior, profundiza en la dimensión comunitaria y encarnada de la ética.)

Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there