Ensayo sobre la irreparabilidad del huevo, la caída como forma de gobierno y el prestigio del muro
Humpty Dumpty sat on a wall,
Humpty Dumpty had a great fall;
All the king’s horses and all the king’s men
Couldn’t put Humpty together again.Humpty Dumpty subió a la pared,
nursery rhyme
y Humpty Dumpty se vino a caer;
ni los caballos ni los hombres del rey
pudieron volverlo a armar esta vez.
No hay estructura más eficaz que la de una canción de cuna para inocular en la conciencia de generaciones enteras el principio de irreversibilidad. Humpty Dumpty, ese nombre de redondez cómica y prosodia irrelevante, no ha dejado de caer desde hace siglos, sin que nadie se tome el tiempo de preguntarse no ya por el mecanismo de su desplome —eso sería pedirle demasiado al pensamiento de nuestros días, que detesta los mecanismos tanto como adora los efectos—, sino siquiera por las condiciones narrativas que justifican su insólito protagonismo en el folclore anglosajón. Qué hace un huevo antropomórfico sobre un muro, qué poder lo colocó ahí, con qué autoridad se sienta, a quién representa y de qué materia está hecho ese prestigio que lo sostiene hasta que —como siempre ocurre— se precipita. Porque no es el muro el que cede, ni el suelo el que lo llama: es él quien cae, como si obedeciese no a una fatalidad sino a una dramaturgia.
Humpty Dumpty, en el fondo, no es un huevo: es una forma de gobierno. Un símbolo ovalado del poder escenográfico, del dominio que se ejerce no tanto por fuerza sino por presencia, por volumen, por ocupación del centro visible. Un poder sin densidad, sin huesos, sin articulaciones, pero que exige, sin embargo, todo el aparato semántico de la realeza para ser contemplado y repetido. De ahí que cuando se rompe —porque se rompe, se rompe siempre, se romperá de nuevo— no hay nada que recomponer, no por incapacidad técnica de los caballos ni por torpeza de los hombres del rey, sino porque lo que se ha roto nunca fue unión sino ilusión de forma, fachada ontológica sostenida por un equívoco. El huevo, ya se sabe, no se arma: se contiene. Y basta un ligero desequilibrio para que lo contenido estalle y lo que se tomaba por orden natural se revele como composición frágil, teatral y, en última instancia, autoimpuesta.
Lo fascinante no es que Humpty Dumpty se caiga, sino que se le coloque ahí una y otra vez. Hay algo ritual, incluso reverencial, en esa voluntad de elevar lo inestable, como si se tratara de demostrar —al modo de ciertas democracias que se resignan a repetir su espectáculo con el mismo guion de ruinas— que el colapso es siempre noble cuando lo protagoniza quien ya ocupaba el lugar más alto. La canción no dice quién lo sube. La canción omite deliberadamente ese origen. No hay mano ni intención. Solo el resultado: un muro, un huevo, una caída, una imposibilidad. Y con eso basta. Porque eso es lo que hay que cantar. El resto —la causa, la intención, la estructura que hace que la yema se vuelva semántica— queda fuera de campo.
¿Y si Humpty no fuera un símbolo accidental? ¿Y si no representara el fracaso, sino la glorificación del desmoronamiento? El prestigio de la imposibilidad tiene raíces profundas. Cuando un poder personalista fracasa —cuando se cae, se disuelve, se dispersa en claras y yemas entre las baldosas— lo que se invoca no es la necesidad de repensarlo sino de restaurarlo. No se cuestiona la lógica del huevo sino la eficacia de los hombres del rey. Y ahí está el error. El texto de la canción es exacto, casi lapidario: nadie puede recomponerlo. Nadie. Y no porque falten medios, sino porque el huevo es irrecuperable como forma simbólica en el instante mismo en que ha dejado de sostenerse por sí solo. No hay restitución posible para lo que era ya, desde el principio, una ficción contorneada.
El Humpty Dumpty de Carroll lo entendía mejor que nadie. De ahí su arrogancia lingüística. Su control del sentido. Su dominio total sobre el significado de las palabras. “Cuando yo uso una palabra,” dice, “significa exactamente lo que yo decido que signifique: ni más ni menos.” No hay enunciado que resuma mejor la soberanía absoluta y hueca del poder en su fase crepuscular. No manda el que administra, ni el que legisla, ni el que defiende: manda el que define. Y Humpty es un definidor. Un cascarón con voz. Un rey sin corona que reina sobre las sílabas. Por eso su caída es semántica. Por eso su derrota es irreversible. Por eso su retorno es inútil. El huevo puede recomponerse en laboratorio, puede congelarse su caída con dispositivos cuánticos, puede ralentizarse su fragmentación hasta convertirla en danza gelatinosa de materia suspendida. Pero nada de eso devolverá su legitimidad, porque la legitimidad no es una función termodinámica, sino narrativa.
Y narrativamente, el huevo no vuelve. El muro no se reconstruye. Los caballos del rey no ensayan nuevas fórmulas. Se limita el reino a repetir su rima. Como si lo esencial no fuera evitar el desplome, sino garantizar su reputación.
Porque lo que Humpty Dumpty encarna no es solo la tragedia del colapso, sino la imperturbable continuidad del decorado, la inmensa molicie sobre la que somos capaces de vivir.
Shaking and Trembling · John Adams
ZIA · Zona Imaginal Autónoma
ramonacrobata · 2025
Let’s be careful out there