Milo Manara y Anne Dufourmantelle en la liturgia del eros
“El riesgo es el lugar donde el otro me alcanza y me transforma, allí donde mi vulnerabilidad se convierte en hospitalidad.”
— Anne Dufourmantelle, Éloge du risque
“Lo erótico es siempre un umbral: no la posesión, sino la apertura que me desarma y me entrega al exceso.”
— Anne Dufourmantelle, Éloge du risque
Si uno se acerca a los dibujos de Milo Manara sin más intención que la del voyeur distraído, puede creer que se encuentra ante un repertorio de voluptuosidades fáciles, ante un catálogo de fantasías apenas enmascaradas bajo la forma de un cómic. Pero basta detenerse en la línea, en su cadencia, en esa especie de caligrafía voluptuosa que organiza cada gesto, para advertir que allí no se juega únicamente la representación del cuerpo, sino algo más grave, más antiguo: la ceremonia de la exposición. Lo erótico en Manara no consiste en mostrar carne, sino en esa atención obsesiva por la figura femenina que confiere al cuerpo la delicadeza de un icono capaz de seducir y de interpelar al mismo tiempo.”
Ese trazo, tan limpio y tan obstinado en la curvatura sensual, no es inocente. Obliga al espectador a asistir a una liturgia profana velada donde lo sagrado ya no se mide por la prohibición sino por el exceso.. Y es precisamente en este exceso —en esta estética del ofrecimiento sin medida— donde la voz filosófica de Anne Dufourmantelle resulta afín, como un contrapunto que enriquece la voluptuosidad del trazo. Porque Dufourmantelle, en su Elogio del riesgo, supo señalar que el erotismo no es entretenimiento ni adorno, que habita en el umbral donde el sujeto se abre al otro y en ese gesto deja caer control y armadura
La línea de Manara, al acariciar un hombro, al detenerse en el pliegue de un muslo, ejecuta gráficamente lo que la filósofa francesa pensaba como ética erótica: la hospitalidad radical. Y conviene subrayar lo radical de esa hospitalidad, que no se detiene en una acogida cómoda ni en una recepción cordial, se despliega como entrega peligrosa, como exposición al temblor de la alteridad. Los cuerpos de Manara son hospitalarios en esa medida: reciben la mirada, la acogen, pero al hacerlo ponen en riesgo al propio espectador, pues le devuelven la imagen de su deseo desnudo, sin coartadas ni excusas.
Hay, en este cruce, una paradoja que conviene degustar lentamente. Manara, acusado tantas veces de fetichismo y de explotación de la figura femenina, parece en realidad recordarnos que la belleza, cuando se ofrece, nunca lo hace sin ambigüedad: acoge y expone, invita y desarma. La exquisitez de su erotismo —ese preciosismo gráfico que bordea lo irreal— no es simple complacencia, sino la puesta en escena de una vulnerabilidad que la filosofía de Dufourmantelle eleva a categoría ética. Erotismo, entonces, como exceso compartido: exceso de líneas, exceso de vida, exceso de riesgo.
Lo que en la ensayista parisina se formula con palabras como hospitalidad, vulnerabilidad o riesgo, en el dibujante se plasma como una coreografía visual donde los cuerpos parecen sostenerse en un equilibrio precario: siempre al borde de ser consumidos por la mirada. Y aquí aparece lo decisivo: la obra de Manara nos recuerda que mirar también compromete, que el espectador no sale indemne, que la contemplación del erotismo es, en sí misma, una forma de exposición.
Todo lo que aquí se ha dicho podría disiparse en la levedad de las ideas, pero el erotismo exige su contraprueba en la carne, allí donde el pensamiento se encarna y tiembla. Dejaré que la palabra se pliegue a la imagen, que el pensamiento se encarne en una escena, como si Manara hubiese bajado del papel y Dufourmantelle hubiese susurrado al oído del cuerpo que se ofrece.
La habitación estaba apenas iluminada por la luz vacilante de una vela, como si la penumbra también participara del deseo. El crepúsculo interior más que esconder, parecía prolongar los pliegues del cuerpo que se insinuaba en el centro. Ella se había girado de medio lado, dejando que su espalda trazara una diagonal imposible, como si en ese gesto el horizonte se inclinara y el mundo entero se desfondara hacia la invisibilidad.
Se incorporó, fascinado por la huida que encarnaba su espalda; sus manos siguieron el giro con un temblor de ansia, y sus ojos quedaron rendidos al esplendor voluptuoso de la curva que se ofrecía ante él
Y entonces, la curva descendente llevó su atención hacia la plenitud cerrada de sus nalgas. Allí, el arabesco se hacía carne: redondez perfecta, clausura exquisita, promesa inalcanzable. Ningún dibujo podría haberlas sostenido mejor, ninguna palabra podría haberlas cercado sin empobrecerlas. Era el lugar donde la contemplación rozaba el delirio, donde la belleza adquiría un peso insoportable.
Las manos no dudaron. Avanzaron apenas unos centímetros, como tanteando el aire, como si ese gesto fuese ya una irrupción indebida. Ella, sin volverse, permanecía inmóvil, hospitalaria y a la vez inaccesible, como si su silencio fuese la única condición de acogida.
Cuando sus dedos descendieron por la línea de la espalda, la caricia se transformó en hambre: el cuerpo se ofrecía con una plenitud que lo arrastraba, y en ese ofrecimiento el deseo se desplegaba desnudo, expuesto, devorándose a sí mismo. En ese instante se revelaba la verdad del eros: un recibir que es también entregarse, un exponerse donde la plenitud se mezcla con la pérdida.
El movimiento descendió lentamente, hasta alcanzar el pliegue de la cadera. Él, rozó la curva con la reverencia de quien toca una obra de arte sabiendo que no debería. Ella arqueó apenas la espalda, y en ese tensión el horizonte volvió a huir, como si nunca pudiera ser atrapado del todo. Las nalgas, sin embargo, permanecían como perfección clausurada, como trama sinuosa que no se agota, círculo que se basta a sí mismo.
El contacto se hizo caricia, y la caricia, estremecimiento. No había palabras, porque cualquier palabra sería una intrusión grosera. Solo el roce, el temblor, la respiración contenida. Y en ese silencio, la escena se volvía absoluta: una ceremonia sin liturgia, un rito donde lo sensual encuentra su límite y lo traspasa.
Ella giró entonces el rostro, apenas un instante. Mirada cómplice que confirmaba la paradoja: se daba y se retiraba al mismo tiempo. Y fue en esa mirada, más que en cualquier roce, donde el erotismo se hizo insoportable, porque mostró que toda plenitud es siempre también pérdida.
Lo que siguió no fue un final, sino una deriva callada donde el deseo continuaba respirando. Cuerpo contra cuerpo, piel contra piel, pero siempre con la conciencia de que el placer se alimenta de la imposibilidad. La espalda seguía huyendo, las nalgas cerrándose en su perfección intocable. Y era el riesgo, abrasador e ineludible, lo que sostenía el encuentro.
Podría decirse que Manara encarna gráficamente lo que Dufourmantelle piensa: el erotismo como espacio de riesgo, exceso, hospitalidad y umbral. Allí donde la filósofa habla de la necesidad de exponerse al otro, el dibujante despliega cuerpos entregados a esa exposición. Y la pregunta que queda abierta, quizá la única posible tras la plenitud del encuentro, es si tal exposición puede sostenerse como gesto de libertad o si no acaba reduciéndose a un juego de poder en la mirada.
Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there