«Lo verdadero no es una sustancia inmóvil, sino más bien el ser que se hace a sí mismo;
es la negatividad pura que se convierte en lo concreto mediante su propio movimiento.»
G. W. F. Hegel, Ciencia de la lógica
En la Fenomenología del espíritu, Hegel sitúa la cuestión de la libertad en el terreno donde menos cabría esperarla: en la relación entre dos conciencias que se enfrentan para afirmar su identidad. Ninguna conciencia puede reconocerse en soledad, pues sólo llega a saberse como tal en presencia de otra que también reclama reconocimiento. De ahí que la afirmación de sí desemboque necesariamente en conflicto ya que cada conciencia aspira a ser el todo y se niega a quedar reducida a una simple parte. Así, la libertad no se presenta como un don originario, sino como el resultado de una lucha, como una conquista que surge del choque entre voluntades que se niegan mutuamente.
Desde esta premisa, Hegel describe la célebre dialéctica del amo y el esclavo. El enfrentamiento inicial, que pone en juego la vida misma, se resuelve cuando una de las conciencias, vencida por el miedo a la muerte, se somete a la otra. Nace entonces una asimetría fundamental: el amo domina y el esclavo obedece. Sin embargo, la aparente victoria del primero encubre una derrota más profunda ya que depende del trabajo del vencido para satisfacer sus deseos y conservar su posición. Su libertad, por tanto, se vuelve dependiente, mediada por la labor ajena. En cambio, el esclavo, al transformar la materia mediante su trabajo, inicia un proceso de formación interior que acabará por liberarlo. En la práctica del trabajo descubre que puede dar forma a lo real y, al hacerlo, se reconoce en la permanencia de lo que produce. Mientras el amo se disuelve en el goce efímero, el esclavo aprende la paciencia del tiempo, la disciplina del hacer y la verdad del límite. De este modo, aunque la servidumbre parezca degradante, en ella anida el germen de una libertad más profunda: la libertad que se obtiene a través de la mediación y del esfuerzo.
No obstante, esta conquista no se realiza de inmediato. Tras la derrota inicial, el esclavo busca refugio en distintas figuras de la conciencia que intentan compensar su subordinación real con formas imaginarias de libertad. En primer lugar adopta la actitud estoica, convencido de que la independencia interior basta para anular las cadenas exteriores. El estoico crea un espacio mental donde ninguna adversidad puede alcanzarlo y donde la razón se declara soberana de sí misma. Sin embargo, esa libertad interior es ilusoria, pues se sostiene sobre la aceptación pasiva de la servidumbre efectiva. El pensamiento del esclavo puede elevarse por encima del mundo, pero su cuerpo sigue atado al trabajo y a la obediencia. La serenidad del sabio estoico se convierte, por tanto, en una forma refinada de resignación, en un modo de soportar la necesidad bajo la apariencia de autonomía.
Cuando la ilusión de esa serenidad se derrumba aparece la actitud escéptica. El antiguo siervo, cansado de creer en una razón que no lo redime, empieza a dudar de toda determinación. Nada le parece sólido; todo se vuelve objeto de sospecha. Aunque su victoria es hueca, en esa negación sistemática encuentra una cierta satisfacción. El escéptico, al destruir el mundo de las certezas, destruye también la posibilidad de afirmarse. Su conciencia se define únicamente por el acto de negar y, por tanto, carece de realidad propia. Si el mundo desapareciera, él desaparecería con él. Su ser consiste en decir no, en reducir todo a pura irrealidad. Por eso Hegel lo considera una conciencia radicalmente nihilista, una conciencia que, al carecer de fundamento, acaba suspendida en el vacío de su propia negación.
De este fracaso emerge la figura de la conciencia infeliz, conciencia que encarna la contradicción última, pues no puede vivir sin el mundo que considera ilusorio, pero tampoco puede reconciliarse con él. En ella, el espíritu advierte su propia escisión entre la finitud humana y la aspiración a lo absoluto. Esta figura no clausura el proceso, sino que abre el tránsito hacia una nueva etapa del saber, en la que la reconciliación del espíritu consigo mismo sólo será posible cuando la conciencia descubra que el mundo no es su enemigo, sino la materia en la que debe realizarse.
Conviene subrayar que toda esta dialéctica ,desde el enfrentamiento inicial hasta la conciencia infeliz, no describe únicamente un itinerario psicológico, sino una lógica del reconocimiento. Hegel muestra que la libertad no consiste en retirarse del mundo, sino en actuar en él, en dar forma a la negatividad que nos atraviesa. De ahí la importancia del trabajo, entendido no sólo como actividad económica, sino como el ejercicio mediante el cual el sujeto se objetiva y se educa. Trabajar es negar lo dado para hacerlo propio, es introducir ley en la materia y convertir la resistencia en sentido. En el fondo, conocer y trabajar son gestos análogos: ambos consisten en “captar la verdad” (wahrnehmen), no como posesión pasiva, sino como toma activa que organiza lo real.
Desde esta perspectiva, la lección hegeliana conserva una sorprendente actualidad. En nuestras sociedades tecnificadas, donde la dependencia adopta formas invisibles y el dominio se disfraza de autonomía, la vieja dialéctica del amo y el esclavo reaparece bajo nuevas máscaras. Los amos de hoy, sostenidos por redes de trabajo anónimo, creen ser libres mientras dependen de la producción constante de otros; los nuevos esclavos, atrapados en la lógica del rendimiento y la autoexplotación, imaginan una libertad interior hecha de aceptación o de ironía, sin advertir que ambas posturas reproducen la servidumbre que pretenden superar. Entre el estoicismo terapéutico de la autoayuda y el escepticismo corrosivo de la posverdad, el sujeto contemporáneo oscila entre la anestesia y la negación, entre el consuelo y la desesperanza.
Hegel invita, en cambio, a pensar una libertad más ardua y más real: aquella que se conquista en el trabajo sobre la forma, en la mediación paciente con la realidad y con los otros. La libertad no es un estado del alma, sino un proceso de reconocimiento recíproco. Nadie es libre si no puede ser reconocido en lo que hace, y ningún reconocimiento es verdadero si no implica transformación del mundo compartido. Por eso la educación de la libertad pasa por aprender a negar creadoramente, a transformar la negatividad en obra, a convertir el límite en ocasión de sentido.
En última instancia, la dialéctica del amo y el esclavo enseña que la libertad no consiste en escapar del conflicto, sino en habitarlo con inteligencia. Sólo quien acepta la resistencia de lo real y la enfrenta con forma puede decirse verdaderamente libre. El espíritu, recordaba Hegel, no es una sustancia inmóvil, sino un movimiento que se hace a sí mismo. Pensar, trabajar, transformar: en esas acciones el ser humano deja de ser esclavo del mundo y empieza a ser su artífice. Y quizá sea ahí, en la serena conciencia de esa tarea infinita, donde la libertad encuentre por fin su morada.
Rferdia
Let`s be careful out there