No dia seguinte, vê Jesus dirigindo-se para ele e diz: «Eis o cordeiro de Deus, que tira o erro do mundo. É aquele de quem eu disse: «Depois de mim vem um homem que me passou à frente, porque existia antes de mim. «Eu não o conhecia, mas, para que ele se manifestasse a Israel, por isso é que eu vim batizar com água.» E João testemunhou, dizendo: «Vio espírito descendo como uma pomba do céu e permanecia sobre ele. E eu não o conhecia, mas quem me enviou a batizar com água disse-me: Aquele sobre quem vires o espírito descendo e permanecendo é quem batiza com espírito santo.» Eu vi e testemunhei que este é o filho de Deus
Joao.1, 29-34
En la ordenación litúrgica de la Navidad vigente en Leipzig era preceptiva la interpretación de cantata en los tres días de Navidad (25, 26 y 27 de diciembre), el día de Año Nuevo y el día de la Epifanía o de Reyes. Incidentalmente cabía la concurrencia de un máximo de dos domingos, que se ubicarían entre el 28 y 31 de diciembre y entre el 2 y el 5 de enero. Durante las Navidades de 1734-35, en que fueron interpretadas sucesivamente cada una de las seis cantatas de las que consta el Oratorio, el día de Navidad cayó en sábado, por lo que al coincidir el domingo posterior con el «segundo día de Navidad», prevaleció éste litúrgicamente; sin embargo, entre el día de Año Nuevo, sábado, y Epifanía, jueves, quedó libre el día 2, el llamado Sonntag nach Neujahr (domingo después de Año Nuevo, Dominica post festum Circumcisionis Christi, indica la partitura), para el cual Bach incluyó en el ciclo de cantatas que forma el Oratorio. El Oratorio no está elaborado de forma abstracta , no toma el evangelio del mencionado domingo ( Mt.2, 13-23) sino que sigue el curso de los acontecimientos navideños con el evangelio de Epifanía ( Mt.2,1 y ss.) Pero, al margen de curiosidades y hechos históricos, en la Navidad no celebramos el natalicio de un hombre grande cualquiera, como los hay muchos, adornando la efeméride con motivos de renos, luces de colores y demás basura luminosa «ecofriendly . Tampoco celebramos simplemente el misterio de la infancia o de la condición de niño. Ciertamente que lo puro y lo abierto del niño nos hace esperar, nos proporciona esperanza. Nos da ánimos para contar con nuevas posibilidades del hombre. Pero si nosotros nos aferramos demasiado a sólo eso, al nuevo comienzo de la vida que se da en el niño, entonces lo único que podría quedar en definitiva sería la tristeza: porque también esto «nuevo» acaba por hacerse algo viejo y usado. También el niño entrará en el campo de la competencia y de la rivalidad de la vida, participará en sus compromisos y en sus humillaciones, y, como remate de todo, acabará siendo, igual que todos, presa y botín de la muerte.
Si nosotros no tuviéramos otra cosa que celebrar que sólo el idilio del nacimiento de un ser humano y de la infancia, entonces en último extremo no quedaría nada de tal idilio. Entonces nada tendríamos que contemplar más que el morir y el volver a ser; entonces cabría preguntarse si el nacer no es algo triste, puesto que sólo lleva a la muerte. Por eso es tan importante observar que aquí ha ocurrido algo más: el Verbo se hizo carne. «Este niño es hijo de Dios». Aquí sucedió lo tremendo, lo impensable y, sin embargo, también lo siempre esperado: Dios vino a habitar entre nosotros. Él se unió tan inseparablemente con el hombre, que este hombre es efectivamente Dios de Dios, luz de luz y a la vez sigue siendo verdadero hombre.
Así vino a nosotros efectivamente el eterno sentido del mundo de tal forma que se le puede contemplar e incluso tocar ( Jn 1,1). Pues lo que Juan denomina «la Palabra» o «el Verbo», significa en griego al mismo tiempo algo así como «el sentido». Según eso, podemos también traducir nosotros: «el sentido se ha hecho carne». Pero este sentido no es simplemente una idea corriente que penetra en el mundo. El sentido se ha aplicado a nosotros y ha vuelto a nosotros. El sentido es una palabra, una alocución que se nos dirige. El sentido nos conoce, nos llama, nos conduce. El sentido no es una ley común, en la que nosotros desempeñamos algún papel. Está pensado para cada uno de una manera totalmente personal. ÉI mismo es una persona: el Hijo del Dios vivo, que nació en el establo de Belén.
A muchos hombres, tal vez nos parece esto demasiado hermoso para que sea verdadero. Aquí se nos dice: sí, existe un sentido. Y el sentido no es una protesta impotente contra lo que carece de sentido. El sentido tiene poder. Es Dios. Y Dios es bueno. Dios no es un ser sublime y alejado, al cual nunca se puede llegar. Se halla totalmente próximo, al alcance de la voz, y se le puede alcanzar siempre. Él tiene tiempo para mí, tanto tiempo que hubo de yacer en un portal y que permanece siempre como hombre. Pero nos volvemos a preguntar: ¿puede ser esto verdad? ¿se amolda efectivamente a Dios el ser o hacerse niño? No queremos creer que la verdad es hermosa; según nuestra experiencia, la verdad es, a fin de cuentas, por lo general cruel y sucia: y cuando alguna vez parece que no lo es, entonces horadamos y cavamos en torno a ella hasta confirmar nuevamente nuestra sospecha.
Jesús nace lejos de todo y de todos, sin privilegios, sin ser reconocido ni esperado. Nosotros, en cambio, vivimos para ser confirmados en nuestra exterioridad. Sin verdadera conciencia, queremos ser respetables dentro de una sociedad, precisamente, totalmente invertida: ¿Para quién, entonces? Aquí, pues, hoy Cristo se manifiesta en todas esas realidades incómodas, ásperas, precisamente porque son proféticas, en las antípodas de ese vestido burgués que hemos querido coserle.
Cristo nace al aire libre, bajo el cielo, mientras nosotros buscamos constantemente un «hogar» en el que sentirnos acogidos, mimados, reconocidos. Nos dividimos en recintos que luchan entre sí, y por mucho que los revistamos de religiosidad, Él, que ve en el fondo, sabe que son demasiado humanos. Querríamos cerrar el mar en un jarro, querríamos reducir la fe a unas reglas morales, cuando el Misterio de la Encarnación es algo mucho más grande e inabarcable.
El anuncio llega primero a los pastores y nosotros deberíamos ser como ellos, custodios de la verdadera Sabiduría Tradicional, hombres de la tierra. En cambio, nos hemos convertido en custodios sólo de conocimientos profanos que enseñamos en mediocres centros de enseñanza, academias y universidades, mientras nos vamos desvinculando de la tierra, profesando una religiosidad demasiado insípida, mientras que a Cristo deberíamos encarnarlo en el estudio, en el trabajo, en la vida en sociedad, e incluso en el ordenamiento de la sociedad.
Del arte se dijo una vez que servía a lo bello y que esta belleza era, a su vez, splendor veritatis, el esplendor o el brillo de la verdad, su resplandor interior. Pero hoy día, el arte cree que su misión o tarea más alta consiste en desenmascarar al hombre como algo sucio y repugnante.
Si pensamos en los dramas de B. Brecht, toda la genialidad del poeta se aplica también aquí al descubrimiento de la verdad, pero no ya para mostrar sus luces, sino para demostrar que la verdad es sucia y que la suciedad es la verdad. El encuentro con la verdad no ennoblece, sino que envilece. De ahí que surja la mofa contra la Navidad y la burla contra nuestra alegría.
Pero, de hecho, si no hay Dios, entonces no hay ninguna luz, sino que sólo nos queda la sucia tierra. Ahí radica la realmente trágica verdad de tal Poesía.
Él vino como niño para quebrar nuestra soberbia. Tal vez nosotros capitularíamos antes frente al poder o a la sabiduria. Pero él no busca nuestra capitulación, sino nuestro amor. Él quiere librarnos de nuestra soberbia y así hacernos efectivamente libres. Dejemos, pues, que la alegría tranquila de este día penetre en nuestra alma. Una alegría que no es una ilusión. Es la verdad. Pues la verdad, la última, la auténtica, es hermosa y al mismo tiempo, es buena, y encontrarse con ella hace bueno al hombre. Ella habla a partir del Niño, el propio hijo de Dios, no un absurdo muñeco de nieve con el que adornar callles y plazas, no un obsceno Santa Claus, heraldo de falsas y efímeras promesas envueltas en un papel de regalo que se llevará el viento.
De repente comprendió qué significaba la expresión “hasta perderse de vista”. Era muy lejos. Incluso tanto que tal vez no existiera. Porque su propia vista no se perdía, simplemente llegaba hasta el lugar donde el tapiz del infinito se juntaba con el tapiz del cielo.»
Jean Giono, El niño que soñaba con el infinito
Let’s be careful out there