La belleza nos llama, porque nos recuerda lo que somos.”
“Lo Uno está en todas partes, pero no todos lo ven.”

Plotino

To see a world in a grain of sand
And a heaven in a wild flower,
Hold infinity in the palm of your hand
And eternity in an hour.

William Blake

He entrado. Pero no he atravesado. No he penetrado un cuerpo: he accedido a una presencia. He sido recibido. La música también.

Hay piezas musicales que más que interpretarse, se dibujan. «The Wind», compuesta por Russ Freeman con letra de Jerry Gladstone, pertenece a esa estirpe. Surgida en los años 50, su estructura sencilla esconde una potencia emocional capaz de invocar lo que permanece más allá de las palabras: el amor que no ha cesado, aunque haya cambiado de forma.

No hay en esta melodía ninguna voluntad de impresionar. Su línea es casi infantil por su pureza, pero justamente por eso se ofrece como un recipiente frágil y perfecto para contener lo indecible. La versión temprana de Chet Baker la envolvió en una neblina nostálgica, pero ha sido sin duda el genio creador de Keith Jarrett quien le ha extraído toda su densidad espiritual, sin necesidad de letra, sin más exigencia que un piano y el valor de esperar entre nota y nota.

Como en la novela de Gonzalo Torrente Ballester, Quizá nos lleve el viento al infinito, la clave no está en lo verosímil, sino en la disposición a atravesar un acontecimiento que no se somete a las formas habituales de la experiencia. En su advertencia inicial, el narrador afirma:

“Este relato es completamente inverosímil, lo cual no quiere decir que sea falso. […] Entre éste y ésos existe, sin embargo, otro género de diferencia: éste confiesa su inverosimilitud y advierte de ella […]”

Algo similar podría decirse del concierto de Tokio de 1987 donde Jarrett aborda «The Wind» como quien se acerca a una fotografía que aún duele mirar, y en el que las armonías se despliegan con libertad, con ese rubato que no es capricho, sino necesidad de respirar junto a la memoria. Cada modulación parece una pregunta sin respuesta. El pianista se deja llevar por la melodía, y en ese abandono, deja también que quien escucha se reconozca en ese movimiento emocional sin conclusión.

Un año después, en París, Jarrett vuelve a la pieza, pero allí, la exploración es ocupada por un espacio más contemplativo, una oquedad meditabunda. Se trata de una versión más breve y mensurada, más callada. No hay ornamento. La pasión está presente, pero no necesita manifestarse. Se ha vuelto sustancia. Ya no se escucha una evocación, sino una presencia callada que respira con quien toca. En París, «The Wind» ya no es recuerdo: es lugar.

Nada irrumpe. Todo se abre con lentitud. El sonido no inaugura una acción, sino que confirma una disponibilidad. La melodía no avanza: se asienta, se recoge, permanece. No hay intención de desarrollo. La forma no crece, no se impone. Se insinúa como una presencia que pide ser sostenida para evitar desvelarse.

El cuerpo que escucha y el cuerpo que toca se encuentran bajo una misma exigencia: la de la espera sin expectativa. No se trata de prolongar artificialmente el instante, sino de permitir su despliegue según su propio ritmo interno. El tacto —musical, carnal, respiratorio— no responde a un plan ni a una voluntad. Es respuesta a una sensibilidad anterior al lenguaje. No hay gesticulación. Cada movimiento está cargado de atención. El menor exceso lo quebraría,

Desde esta perspectiva, la música se revela como una forma de pensamiento afectivo. Tras la contemplación silenciosa, emerge ese tipo de inteligencia que no disocia, que siente para conocer, que vibra antes de afirmar. Es un saber sin discurso, tan exacto como el trazo de una melodía verdadera.

No hay afirmación, sino cuidado. Se entra, sí, pero no se irrumpe. Se atraviesa un umbral invisible. El silencio no cesa al sonar la nota; la nota lo transforma sin abolirlo. Entre cada sonido permanece una zona de suspensión: una franja de lo indecible donde nada ha sido aún fijado. La escucha habita esa franja. Y el cuerpo también.

No se trata sòlo de lo sensual, se trata de lo sensitivo. Lo que se pone en juego no es la intensidad del placer, sino la delicadeza del vínculo. El sonido no llena: revela. Revela un modo de estar que no se apropia, que no fuerza, que no acelera. Lo mismo ocurre en el cuerpo, cuando la caricia no busca su destino, sino que explora el tiempo del otro, sin reducirlo al propio compás. El acontecer no se precipita: se sostiene sin clausura. No hay llegada, sólo continuidad atenta.

La melodía de The Wind —sostenida en un tempo que desarma toda expectativa— expone con claridad el vórtice del contacto. Un vórtice sin límite. En ella, el sonido no representa una emoción, sino que la encarna: en su precariedad, en su vibración controlada, en su aparición demorada. Y ese aparecer del sonido no es sólo musical: es corporal. Es el acontecer de un vínculo donde todo gesto lleva consigo la conciencia de su peso.

No hay culminación. Tampoco promesa. Lo que se despliega es una forma de estar, una forma de escucha. El cuerpo no conduce hacia un fin, ni la música hacia una resolución. Ambos permanecen en el umbral, allí donde lo que sucede no se completa, pero tampoco cesa. Se prolonga. Y en esa prolongación, encuentra su verdad más sobria: la de un presente sostenido sin violencia, sin conclusión, sin apropiación.

¿Cuánto tiempo puede sostenerse una caricia antes de convertirse en gesto? ¿Cuánto puede durar un intervalo sin volverse expectativa? La música no se mueve hacia delante. La melodía no avanza: gira en torno a algo que no se deja nombrar.

Le´ts be careful out there