Sobre el Descendimiento de Rogier van der Weyden

Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato permiso para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato lo concedió. Entonces fue y se llevó el cuerpo.

Fue también Nicodemo —el mismo que en otra ocasión había ido a verlo de noche— y trajo una mezcla de mirra y áloe, de unas cien libras.

Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en lienzos con los aromas, según la costumbre judía de sepultar.

En el lugar donde lo crucificaron había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, donde nadie había sido aún depositado.

Allí, pues, por ser para los judíos el día de la Preparación, y porque el sepulcro estaba cerca, depositaron a Jesús.

Jn 19, 38–42

Sala 58

Lo primero, siempre.
Antes que el Greco vertical, antes que las delicias del Bosco, antes incluso que la mirada infinita del Perro semihundido.
Lo primero es la sala 58.
No por costumbre.
Por necesidad.

Porque uno entra en esa sala como quien entra en el hogar después de muchos días fuera.
Como quien descalza el alma para que la mirada no tropiece.

He estado allí decenas de veces.
A solas o casi.
En mañanas sin multitudes, en tardes suspendidas, en momentos en los que el museo parece haber olvidado que es museo y se deja ser templo.
Y entonces, frente a ti, aparece la tabla.
No como cuadro.
No como objeto.
Porque la tabla es una presencia.

El Descendimiento de Rogier van der Weyden no cuelga.
Habita.
No ocupa un lugar en la pared: lo funda.
Y uno se detiene —o más bien es detenido— ante esa escena que no ocurre ni en el tiempo ni en la historia, sino en el umbral exacto entre lo humano y lo ofrecido.

Cada vez que lo veo, lo veo por primera vez.
Nada se gasta.
Nada se vuelve sabido.
Nada se entrega del todo.
Todo permanece: tenso, hondo, preciso.

El cuerpo de Cristo descendido no ha tocado aún la tierra, pero ya pesa en la sala entera.
Los pliegues de los mantos no se han movido, pero siguen respirando.
La curva compartida de madre e hijo —esa simetría sin espejo, ese arco del amor que se rompe sin quebrarse— sigue conteniendo el secreto del mundo.

He mirado esa tabla en silencio decenas de veces,
anonadado
Y sin embargo, he recibido más verdad que en cualquier argumento.
Porque no hay dogma en esa escena.
Hay forma. Y en la forma, revelación.
Una revelación que se posa en mi alma iluminando con dulzura lo inefable.

Allí está siempre Magdalena, hermosa de dolor, inclinada como quien reza con el cuerpo entero.
Allí está Juan, joven para tanta pena, pero firme.
Allí están los que sujetan lo que no puede sujetarse.
Allí está el azul del manto, el rojo del luto, el blanco sin sangre.
Allí está la obediencia del gesto último.

Y allí estoy yo.
Cada vez.
Cada vez de nuevo.
Cada vez más lento.
Cada vez más cierto.

Tal vez no convenga hablar, en primera instancia, de pintura religiosa, ni mucho menos de escena sacra, pues esas categorías —por bienintencionadas que se pretendan— tienden, cuando no se las somete a examen, a clausurar el sentido bajo una retórica prefabricada que se activa en cuanto el espectador se enfrenta a un motivo piadoso. Y sin embargo, esta tabla flamenca, ejecutada por Rogier van der Weyden en los años centrales del siglo XV, opera de un modo enteramente distinto, más riguroso, más callado, más lento: no nos ofrece la escena del descendimiento como quien entrega un contenido iconográfico, sino como quien compone una forma que se basta a sí misma para decir lo que no podría, en modo alguno, ser dicho de otro modo.

Porque lo que hay aquí, si algo hay —y esto conviene afirmarlo con la reserva que exige toda experiencia artística de verdad— no es la representación de un momento narrativo del Evangelio, ni siquiera la ejemplificación del pathos de la Pasión, sino la disposición exactísima, rigurosa y conmovedoramente medida de un acontecimiento que ya no pertenece ni al orden del tiempo ni al de la historia, sino al de la permanencia.

Me refiero al modo en que el cuerpo de Cristo desciende, o más bien es descendido, pero no con ese dramatismo gesticulante al que tanto nos ha acostumbrado la iconografía barroca, ni con esa insipidez sentimental que tiende a dulcificar el sufrimiento cuando se lo presenta como objeto de consuelo. No: aquí el cuerpo no cae, no colapsa, no se derrumba; simplemente, cede, como quien se deja llevar por una gravedad que no es la de la física, sino la del sentido. Se curva, sí, pero su curvatura no responde a la inercia de la carne vencida, sino a la obediencia de un gesto último, preciso, callado, que ha aprendido a no resistirse y que, por ello, adquiere la majestad de lo irrevocable.

Y frente a ese cuerpo —blanco como una raíz recién expuesta a la luz, liviano como una forma que ha renunciado al peso del mundo— se curva otro: el de la Madre. No hay, entre ambos, ni simetría geométrica ni correspondencia especular, sino algo mucho más sutil: una repetición en diferido, una resonancia en el plano de lo vital, como si el cuerpo que engendró al Hijo no pudiera, ahora, sino replicar su descenso con una docilidad igualmente sagrada. Y esa duplicidad —que no es mera repetición sino eco físico de un vínculo que no se disuelve con la muerte— genera, entre los dos, un hueco central: no vacío, no ausencia, sino cavidad donde el sentido se condensa sin articularse, una elipsis que contiene lo que el lenguaje no podría soportar.

Las manos —porque todo en esta escena está dicho también por las manos— no se buscan con desesperación ni se aferran como quien pretende detener el tiempo. Caen, más bien, con una lentitud que parece anterior al gesto. Se inclinan, se deslizan, se rozan sin tocarse, como si la única manera de permanecer unidas fuera no sujetarse, como si la proximidad bastara —y sobrase— para decir que el amor, cuando ha sido llevado hasta su forma más extrema, ya no necesita ni confirmación ni contacto.

En torno a ese eje —a ese doble descenso— se disponen las demás figuras. Y aquí, como en toda gran obra, el reparto de los secundarios no obedece a la jerarquía de un guión ni a la literalidad de una fuente, sino a una organización interna del sentido, que en este caso se traduce en contención, en ritmo, en cadencia moral. José de Arimatea y Nicodemo no actúan: acompañan. Juan no protege a la Virgen: le da el lugar desde donde pueda caer. Las otras mujeres no lloran a gritos: habitan el llanto como una forma. Y todos ellos, en sus gestos suspendidos, contribuyen —cada uno desde su rincón compositivo— a sostener lo que ya no se sostiene por sí solo.

No hay teatralidad, y, lo que es más admirable aún, no hay exceso. El pintor ha renunciado al pathos escenográfico y ha preferido la economía del gesto justo. La lágrima cae donde debe, el manto se pliega sin ostentación, la luz acaricia los rostros con una piedad que no abruma. Y sin embargo, todo conmueve, precisamente porque nada se concede al artificio.

María Magdalena, la más carnal de todas, la más tangible, aparece no como símbolo de la pasión sino como prueba de su transfiguración. La luz recorre su cuello y su pecho sin erotismo, sin penitencia, con el temblor de quien aún ama lo que ya no responde. En ella, el deseo ha mudado de estado, se ha vuelto perfume, se ha vuelto ungüento, se ha vuelto cuidado.

Y la cruz —casi una miniatura, una estructura que parece incapaz de haber sostenido al crucificado— queda ahora reducida a símbolo residual, a trazo de memoria. Ya no importa. Porque lo esencial ha migrado: del madero al gesto, del suplicio al descenso, del dolor al cuidado.

Así, la pintura la convoca a la fe desde una forma que no grita ni se impone, esperando. Y el creyente —si tal palabra aún tiene sentido en la penumbra de un museo— se siente llamado a profesar una especie de recogimiento expectante. A mirar sin comprender del todo. A sostener con la mirada lo que ha sido entregado.

Porque si hay una promesa en esta imagen —y quizá la haya—, no se cifra en el triunfo final, ni en la resurrección esperada, ni siquiera en la victoria de la gracia sobre la muerte.
Se cifra, más bien, en la exactitud del gesto que obedece, que cuida, que se curva con el otro, que no abandona el cuerpo vencido.

Tal vez nadie lo dijo con mayor precisión que Erwin Panofsky, cuando observó ese instante en que una única lágrima —’una perla brillante nacida de la emoción más fuerte’— encarna lo que los italianos más admiraron del primitivo flamenco: la conjugación entre un dominio pictórico impecable y una emoción contenida. En ese pequeño pedazo de óleo se juega todo el discurso visual: la técnica al servicio del silencio, el gesto al límite de lo visible.
Y en ese gesto, sobrio, grave, definitivo, se cifra también una forma del amor.
Acaso la más pura e incondicional que ni exige ni impone. Una lágrima como gema


Górecki: Symphony No. 3Op. 36: II. Lento e Largo – Tranquillissimo

ZIA · Zona Imaginal Autónoma

ramonacrobata · 2025

Let’s be careful out there