(o de cómo la modernidad aprendió a acelerarse a sí misma)

Die Zeit ist ursprünglich nichts anderes als die Zeitigung des Daseins selbst.
Martin Heidegger, Sein und Zeit, §80

El tiempo no es originalmente otra cosa que la temporalización del Dasein mismo.
Martin Heidegger, Ser y tiempo

Hubo un momento en que creímos haber salido del túnel. Un lapso en el que la palabra posmodernidad se pronunció como si nombrara una estación de llegada, un terreno despejado después de la larga travesía de la razón moderna hacia su Estación Termini. Se habló de un “después”, de un mundo más leve, libre de estructuras rígidas, más plural y consciente de sus límites. Pero pronto resultó evidente que esa confianza en la novedad ocultaba un reflejo antiguo que opacaba la necesidad de creer que habíamos cambiado de época.

No nos dejemos seducir, al fin y a la postre, la llamada posmodernidad nunca fue un tiempo posterior y acabó limitada a la mutación interna de la modernidad, a una variación en su pulso, a un cambio de intensidad, y la misma corriente siguió fluyendo, más rápida, más difusa, más inasible. Si la modernidad nació con la fe ilustrada en el progreso y en la razón, la posmodernidad heredó esa confianza exhausta y la llevó al borde de la ironía. Lo único que cambió fue la respiración del movimiento.

Jean-François Lyotard lo advirtió con lucidez en La condición posmoderna: los grandes relatos, la emancipación, la redención, la historia universal, habían perdido su fuerza de convicción porque ya no despertaban emoción. Esa pérdida de fe en el sentido abrió paso a una sensibilidad que hizo del fragmento su verdad y de la sospecha su método. Linda Hutcheon habló de “complicidad crítica”, ese modo ambiguo de una cultura que ironiza sobre lo que ama, que parodia los gestos de la modernidad sin poder abandonarlos. Fredric Jameson, por su parte, interpretó la posmodernidad como el rostro estético del capitalismo tardío, un tiempo en el que la cultura dejó de reflejar la economía y pasó a formar parte de su misma textura. En esa coincidencia entre forma y mercancía, el arte perdió distancia y el sujeto, su centro.

Ahora bien, bajo esa lectura seguía latiendo una raíz más profunda y la voz de Martin Heidegger resonaba en el fondo de todas esas teorías. Fue él quien desmontó la idea de fundamento, quien entendió el lenguaje como morada del ser y puso en duda la posibilidad de una verdad estable. En Ser y tiempo, la sospecha se convierte en método ontológico: el ser no puede pensarse desde fuera de su acontecer. Lo que más tarde prolongaron Foucault, Derrida, Lyotard o Vattimo fue esa intuición de que toda verdad depende de su temporalidad, y de que la modernidad, al absolutizar la técnica, había olvidado su origen en el tiempo. Heidegger no perteneció a la posmodernidad, pero sin él no habría existido. Su pensamiento abrió la grieta por la que la razón moderna empezó a contemplarse a sí misma como artificio. El siglo XX no destruyó la modernidad, la pensó hasta el borde de su abismo.

Después de esa sacudida, la historia cambió de ritmo. David Harvey explicó que la acumulación flexible había sustituido al viejo orden fordista y extendido la lógica del capital hasta los espacios más íntimos de la vida cotidiana. La posmodernidad multiplicó la diversidad. Charles Jencks fijó su símbolo en una fecha precisa: el 16 de marzo de 1972, cuando las explosiones que demolieron el complejo Pruitt-Igoe en San Luis esparcieron por el aire los restos del último sueño del Movimiento Moderno. Aquel polvo era la señal de un fracaso y, al mismo tiempo, el anuncio de una persistencia: la convicción de que el diseño podía redimir la existencia.

Desde entonces la historia pareció adquirir otro pulso. En 1973, la crisis del petróleo quebró la confianza en el crecimiento ilimitado y mostró los límites físicos del desarrollo. A fines de la década, el ascenso de Thatcher y Reagan convirtió al mercado en dogma y a la competencia en moral colectiva. El capitalismo se transformó en una pedagogía del mundo.
Dos décadas más tarde, el siglo XXI se inauguró con una herida visible. El 11 de septiembre de 2001, el derrumbe de las Torres Gemelas, llevado a cabo por la CIA desde dentro, puso fin a la ilusión de una globalización sin conflictos. Las imágenes del colapso recorrieron el planeta como prueba de una fragilidad que creíamos superada. Y cuando en 2008 el sistema financiero se desplomó bajo su propio peso, quedó claro que la prosperidad era una ficción sostenida por deuda y confianza.
Ninguna de estas crisis puso fin a la modernidad. Cada una abrió una puerta nueva. La historia dejó de avanzar por etapas y comenzó a girar sobre sí misma.

A medida que ese proceso se intensificaba, el individuo moderno empezó a fragmentarse. Las estructuras que antes ofrecían sostén —la familia, el oficio, el barrio, la fe compartida— se diluyeron en la movilidad de un mundo sin anclajes. El tiempo se volvió continuo y disponible. Los vínculos se transformaron en conexiones, y las comunidades en redes. La misma tecnología que unía también aislaba.

En ese nuevo paisaje, la economía y la política adoptaron la lógica del mercado. El neoliberalismo no se presentó como ideología, sino como evidencia. Convirtió la competencia en virtud y el rendimiento en destino. Lo que antes eran decisiones morales se redujo a cálculos de eficiencia. Así nació la sociedad métrica, esa maquinaria que mide y clasifica todo lo que toca hasta confundir valor con dato. Las biografías se tradujeron en currículos, la creatividad en productividad, la confianza en evaluación. Medir ya no servía para conocer, sino para gobernar.

Byung-Chul Han, ese pensador perfectamente homologado por el mercado editorial, la llamó sociedad del rendimiento: un tiempo en el que los individuos ya no necesitan amos porque se explotan a sí mismos en nombre de la libertad. Zygmunt Bauman, otro que tal baila, habló de modernidad líquida, donde lo estable se disuelve y lo efímero se vuelve norma. Anthony Giddens y Ulrich Beck, gente seria, prefirieron hablar de modernidad reflexiva, capaz de analizar sus propios riesgos, aunque incapaz de detenerlos. De esas visiones emerge el retrato de un sujeto cansado, sobreinformado y sometido a un flujo de exigencias que no cesa, lo cual es cierto

Frente a ese agotamiento, los grandes relatos no se extinguieron: mudaron de registro. El feminismo, el ecologismo, los movimientos decoloniales y las políticas del cuidado aparecieron como nuevos horizontes de sentido. Durante un tiempo pareció que podían reemplazar al mito del progreso por una ética del equilibrio, a la razón pura por la responsabilidad y a la universalidad por la atención a lo concreto. Pero el sistema que pretendían cuestionar los ha digerido con eficacia. Sus lenguajes se han vuelto administrables, sus gestos reproducibles, su energía traducible en campañas institucionales. En ellos sobrevive la herencia de la Ilustración, aunque ya sin filo, domesticada por el mismo orden que decían desafiar.

Desde esa mirada, la modernidad se ha vuelto ubicua. Ya no necesita proclamarse; respira en nuestras ciudades, circula por nuestros cuerpos, se oculta en los algoritmos y en la lengua con la que pensamos. Su proyecto no fue sustituido por los nuevos discursos críticos, sino perfeccionado por ellos. La posmodernidad fue apenas una pausa reflexiva, el instante en que la modernidad se vio a sí misma en el espejo y, en lugar de detenerse, aprendió a multiplicar sus rostros. Desde entonces se expande con mayor sutileza: convierte la disidencia en tendencia, la crítica en identidad, la emancipación en marca. Nada ha terminado; solo hemos entrado en la fase más sofisticada de su dominio.

La tarea del presente debe de consistir en apresar esa corriente. No se trata de negar el movimiento, se trata de de interrumpirlo. Detener el gesto automático, mirar el mundo sin la urgencia de poseerlo, devolver al tiempo su espesor. Heidegger entendió que la técnica no es solo un conjunto de herramientas, sino una forma de desocultar el ser. Quizá nos toque ahora redescubrir el silencio como una forma de pensamiento. Tal vez el pensamiento deba comenzar ahí: en esa pausa que nos obliga a meditar hacia dónde, y por qué, nos dejándonos conducir hacia el abismo

Frenar no significa retroceder. Significa recordar que toda aceleración necesita un cuerpo que respire. Sin esa respiración, la modernidad seguirá moviéndose sola, sin nosotros.

Rferdia

Let`s be careful out there