The fault, dear Brutus, is not in our stars,
But in ourselves, that we are underlings

La culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas,
sino en nosotros mismos, que aceptamos ser inferiores.

W. Shakespeare, Julius Caesar, I.II

As flies to wanton boys are we to the gods;
They kill us for their sport.

Como moscas para meninos travessos somos diante dos deuses;
matam-nos por divertimento.

W.Shakespeare,King Lear, IV.I

El doctor Fleischman, aquel médico neoyorquino exiliado en la improbable Cicely de Northern Exposure, hubiera encendido el desfibrilador antes de recibir a Trump y a Putin en su consulta. No por prever un infarto en ninguno de los dos, sino por la sospecha de que el mundo mismo, esa entelequia desbordada de ruido y símbolos, necesitaba una descarga para comprobar si aún latía algo bajo tanta superficie. Alaska, con sus montañas de granito y sus aeródromos de guerra fría, se convirtió de pronto en escenario de una obra que algunos quisieron llamar “Yalta 2” y otros rebajaron a comedia de enredos. Entre el desfibrilador imaginario de Fleischman y la mesa real del hangar de Anchorage tuvo lugar el pasado día 15 una representación cuyo eco aún resuena: dos horas y media de conversación sin resultados tangibles y, sin embargo, cargadas de sentido, como ocurre siempre en el teatro diplomático, donde lo esencial rara vez se dice.

Lo primero que quedó grabado en la retina no fue un apretón de manos ni un comunicado conjunto, sino un suéter. Serguéi Lavrov, ministro de Exteriores ruso, entró en la sala con el torso cubierto por cuatro letras blancas que parecían haber viajado desde otro siglo: CCCP. No era un descuido, ni una excentricidad de anciano con nostalgia, ni siquiera un simple trolleo. Era un gesto calculado, un recordatorio semiótico de que Rusia arrastra su historia como un fardo, o como un arma. En suelo estadounidense, en Alaska, mostrar la sigla soviética equivalía a colocar una bandera fantasma en medio del protocolo. La prensa occidental reaccionó con estridencia: provocación, broma pesada, burla al anfitrión. La prensa rusa se limitó a reírse de la histeria ajena. La escena, convertida en viral en minutos, dejó en segundo plano el verdadero motivo de la cumbre. El jersey hablaba más alto que cualquier comunicado.

La reunión, según los datos fríos, duró poco más de dos horas y media. Demasiado breve para un tratado, demasiado extensa para una foto sin contenido. No hubo alto el fuego, no hubo compromiso escrito, no hubo calendario de retirada ni levantamiento de sanciones. Los presidentes se limitaron a pronunciar las palabras que el lenguaje diplomático ha vaciado de sustancia: “constructivo”, “útil”, “franco”. Palabras flotantes, que no obligan a nada y que se olvidan al instante. Mientras tanto, los ucranianos continuaron bombardeando a civiles, a lo suyo. El mundo exterior siguió ardiendo mientras en Anchorage se servía café en vajillas discretas. La distancia entre la tragedia y la retórica nunca había sido tan evidente.

Y, sin embargo, sería ingenuo pensar que la cumbre no tuvo importancia. Para Putin, pisar suelo estadounidense después de años de sanciones y aislamiento equivalía a una victoria simbólica. No importa que no se firmara nada: el gesto bastaba para demostrar que Rusia no es un paria sino un actor inevitable. Para Trump, en plena campaña de regreso político, recibir al líder ruso le permitía recuperar la imagen de gran negociador, el hombre que “hace hablar al enemigo”. Europa, por el contrario, quedó reducida a papel secundario, observadora desde la ventana de un banquete que se celebraba sin su presencia activa. Tres lecturas incompatibles del mismo hecho: la estadounidense, la rusa, la europea. Ninguna completa, todas interesadas.

Los relatos divergieron desde el primer momento. Washington insistió en que se había presionado por un alto el fuego inmediato y en que se estaban explorando “garantías de seguridad” para Ucrania, una fórmula vaga que oscila entre la OTAN y la nada. Moscú proclamó que había quedado clara la imposibilidad de aislar a Rusia y que el encuentro se desarrolló en pie de igualdad. La prensa europea, atrapada entre la obediencia atlántica y la constatación de su irrelevancia, repitió ambos mantras sin convicción. Cada relato era un espejo deformado: ninguno mentía del todo, ninguno decía la verdad completa. El ciudadano, sometido a la lluvia de titulares, no podía discernir si Anchorage había sido un triunfo, un fracaso o un simulacro. Quizá las tres cosas a la vez.

Es aquí donde las interpretaciones alegóricas encuentran terreno fértil. Daniel Estulin, en uno de sus habituales ejercicios de metapolítica, presentó la cumbre como un enfrentamiento entre tres proyectos invisibles: el rojo, encarnado por China y su comunitarismo; el azul, representante del capital financiero globalista y la democracia liberal; y el negro, nacionalista y espiritual, con el Vaticano como núcleo. Según esta lectura, Anchorage fue un Yalta 2 en miniatura: Trump y Putin, representantes del eje negro, se aliaban tácitamente contra los otros dos polos. Ucrania era un peón, lo importante era el Ártico, la inteligencia artificial, la guerra cognitiva. Los colores, las masonerías, los símbolos ocultos. Un relato hipnótico, difícil de verificar, más cercano a la cosmogonía que al periodismo.

El atractivo de estas visiones no reside en su rigor factual —escaso o nulo—, sino en su capacidad de otorgar sentido en un mundo saturado de ruido. En un tiempo en el que los comunicados oficiales se reducen a palabras anodinas y los titulares de prensa se concentran en la anécdota de las corbatas, la tentación de ver símbolos donde solo hay gestos es comprensible. El suéter de Lavrov deja de ser una provocación calculada para transformarse en recordatorio de deudas invisibles con colonos judíos en Crimea. Las garantías de seguridad se convierten en la antesala de un rediseño del orden mundial. Alaska deja de ser un escenario casual para convertirse en clave masónica. La política se convierte en mito porque el mito ofrece lo que la política ya no entrega: sentido.

No se trata de ridiculizar estas narrativas. Funcionan porque llenan un vacío. La URSS colapsó no por falta de misiles ni de territorio, sino por falta de ideología. El marxismo-leninismo, eurocéntrico, se agotó frente a un capitalismo que supo presentarse como destino natural. La democracia liberal atraviesa hoy un proceso similar: percibida como simple gestión de desigualdades, pierde capacidad de movilización. En ese vacío proliferan las cosmogonías políticas, relatos totalizantes que prometen inteligibilidad. Que sean inverificables no los hace menos eficaces: organizan la imaginación, ofrecen un mapa en medio de la desorientación. Anchorage, leído como mito, funciona como mito: poco importa que no sea verdad, importa que ordena la percepción de quienes necesitan creer que todo obedece a una lógica secreta.

Pero si apartamos el velo alegórico, lo que queda es teatro. Teatro diplomático en el que cada actor recita su papel. Trump necesitaba mostrar fuerza, Putin necesitaba exhibir igualdad, Europa necesitaba al menos aparecer en la foto de grupo. El guion estaba escrito. La obra se representó. Lo que quedó fue un decorado sin desenlace. La política internacional contemporánea parece condenada a esa dramaturgia: gestos que sustituyen a hechos, símbolos que sustituyen a acuerdos. La guerra se libra tanto en el terreno como en las pantallas, tanto con misiles como con narrativas. La verdad se diluye entre comunicados y teorías conspirativas, entre propaganda y cosmogonía.

Los asuntos realmente sustantivos apenas fueron mencionados en público. El Ártico, con sus rutas marítimas que el deshielo abre y sus reservas de recursos estratégicos, se insinuó como campo de cooperación y de disputa. La ciberseguridad, terreno continuo de fricción, se trató en privado pero apenas se reflejó en los comunicados. La inteligencia artificial, la biotecnología, la guerra cognitiva aparecieron como sombras. Nadie habló de ellas en voz alta, pero todos las tenían en mente. En el fondo, el escenario de Anchorage no era casual: Alaska, frontera olvidada, convertida de pronto en bisagra entre dos imperios. El símbolo estaba servido.

Lo más inquietante de Anchorage no es lo que se dijo, sino lo que no se dijo. No se habló de los civiles muertos esa semana en Ucrania, reducidos a estadísticas invisibles. No se habló de la deuda estadounidense, convertida en cifra monstruosa que amenaza con devorar a su propio imperio. No se habló de la fragilidad demográfica de Rusia, ni de su dependencia de recursos primarios. No se habló de Europa más que como comparsa. El silencio es el lenguaje más elocuente de la diplomacia. Y en ese silencio se revela la esencia de nuestro tiempo: la política internacional como dramaturgia, donde lo que importa no es el contenido sino la puesta en escena.

La ironía, en este contexto, no es frivolidad sino defensa. El doctor Fleischman con su desfibrilador encendido es metáfora de lo que necesitamos: comprobar si aún queda pulso bajo la piel del teatro. Lo difícil no es ya separar la señal del ruido, sino reconocer cuándo el ruido ha sido fabricado para adormecernos. La mentira oficial y la teoría conspirativa se necesitan mutuamente: una banaliza, la otra desborda. Entre ambas han reducido al ciudadano a espectador irrelevante, a gleba moderna sin voz, sometida a un espectáculo de humo y espejos por quienes dirigen la tragedia sin contar con él. Divide y vencerás. Anchorage no fue Yalta 2 ni una anécdota irrelevante. Fue, como todo teatro, una representación reveladora: nos mostró que el poder se juega hoy en el campo de los símbolos, que la verdad se esconde entre gestos y silencios, y que la masa sucia ya no elegimos, apenas aguardamos —desfibrilador en mano, como gilipollas— la prueba de que el mundo aún tiene pulso, cuando el mundo en el que vivimos ha entrado en asistolia.

Ramónacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there