Sólo lo difícil es estimulante. Lo que estimula en el misterio no es la falta de respuesta, sino la imposibilidad de agotar la respuesta

José Lezama Lima, La expresión americana

La imagen no es la reproducción de lo visible, sino lo invisible hecho visible

José Lezama Lima, Analecta del reloj

Lo que se fija es lo que permanece en movimiento.

José Lezama Lima, Tratados en La Habana

Este cuento es una ceremonia: un tránsito entre la infancia y la vejez, entre la mirada y el símbolo, entre la materia y su resonancia. Está escrito con la vocación de lo secreto. Lo que sucede no busca explicación. Como todo lo esencial.

El caserón se alzaba a las afueras, modesto y sereno, como si la ciudad lo hubiese olvidado a propósito. Una sola planta, un jardín donde la lavanda y el laurel crecían sin prisa, y una sombra hospitalaria que se derramaba sobre la tierra como una antigua bendición.

Lo elegí sin entusiasmo. A los sesenta, uno ya no busca casas, sino silencios. Llegué con poco equipaje y una costumbre de la soledad que se asentó con naturalidad en los rincones. Pero esa casa no era una morada: era un cuerpo latente, hecho de pausas, memorias que no eran mías, una respiración que parecía anterior a todo.

La habitación del fondo, más fresca, más densa, albergaba un mueble extraño: madera oscura, espejos opacos, cristal con vetas de neblina. Lo llamaban, en los murmullos de las antiguas tierras de Miranda, “el ojo de agua”. El nombre no explicaba nada. Sólo velaba.

Fue allí, supe sin que nadie me lo dijera, donde vivió un niño. Dormía junto al mueble, como quien custodia un umbral. No hablaba, no preguntaba. Desde una grieta mínima en el vidrio, observaba el otro lado: la habitación vecina, donde una mujer —sola, ritual— se movía con la gravedad de lo irremplazable. No era madre. No era símbolo. Era forma. Despojándose de sus prendas, peinando su cabellera ante un espejo roto, trazando sobre sí gestos densos, lentos, como quien escribe en el aire.

El niño no comprendía, pero miraba. Y al mirar, fundaba. Su contemplación no era voyerismo ni deseo. Era origen.

Una noche, la mujer no regresó. El niño, solo, se aproximó al mueble, lo abrió. El cristal ya no ofrecía reflejo. En su lugar, un paisaje: una llanura escarchada, sin contornos, iluminada por una luz sin fuente. En el centro, un cuerpo giraba: el suyo. Suspendido, sin eje. No danzaba. Se sostenía en un movimiento necesario. Cerró los ojos. Se dejó absorber por aquella geometría sin explicación.

Muchos años después, fui yo quien llegó a la misma habitación. El mueble me recibió sin resistencia. Una noche cualquiera, sin presagio, me incliné ante él. Vi.

El niño aún giraba, su silueta casi translúcida no envejecía. No se detenía. Su tránsito era la permanencia. No me miraba. No buscaba ser visto. Su existencia era suficiente.

Desde entonces, la casa respira conmigo. Las paredes crujen como si conversaran entre sí. El jardín florece sin estaciones. Y a veces, en la quietud más honda, se escucha un sonido leve, como si el mundo se replegara sobre un centro secreto.

Yo no toco. No pregunto. Observo.

Porque el ojo de agua no revela nada. Sólo recuerda. No devuelve imágenes, sino resonancias. Y yo, ya sin nombres, me limito a permanecer. Agradecido.

Le´ts be careful out there