Residuo, forma y persistencia en la escritura de Don DeLillo

“La catástrofe no es aquello que ocurre, es aquello que se repite sin cesar.”

Maurice Blanchot, La escritura del desastre

There is no escape from the voices. They must speak, they speak, they say nothing

Samuel Beckett, Texts for nothing

Toda crítica literaria arrastra una tensión entre el deseo de decir algo verdadero sobre una obra y la dificultad de hacerlo sin traicionar lo que en ella se resiste a ser dicho. A menudo, esta tensión se resuelve por la vía de la simplificación: se estructura un argumento, se ejemplifica, y se concluye. Pero algo esencial se pierde cuando el análisis sacrifica la forma para alcanzar la claridad.

Hay otra vía, acaso menos eficiente pero más fiel: hablo de escribir crítica como quien lee de verdad, es decir, sin saber del todo hacia dónde va, dejando que el objeto leído modele el modo de decir. No se trata de copiar el estilo del autor, sino de asumir que cada obra impone —por sus ritmos, sus omisiones, su densidad— una sintaxis posible del pensamiento. Porque lo que pensamos sobre un libro depende también de cómo ese libro nos obliga a pensar.

Por eso es distinto escribir sobre DeLillo que sobre Faulkner, sobre Marías que sobre Lobo Antunes. No solo por los temas, sino por el modo en que el lenguaje de esos autores produce tiempo, pausa, velocidad, respiración. El análisis no puede ignorar eso: debe responder, estar a la altura… La lectura como forma de escucha es el corazón de toda crítica respetuosa.

Esto no implica renunciar al argumento. Implica trabajar con él como se trabaja una frase: con ritmo, con conciencia, con énfasis medido. La claridad no está reñida con la complejidad, pero exige atención al tono, al peso de cada afirmación. Una crítica que solo explica corre el riesgo de explicarse a sí misma; una crítica que se demora, que tantea, que vuelve sobre lo leído, puede rozar lo que no se deja fijar.

En el mejor de los casos, la crítica literaria no simplifica una obra, la prolonga, le añade valor. No la encierra en una lectura, sino que la acompaña. Le da posada en otro lenguaje. Escribe, no para resolver, sino para hacer legible —en otro tiempo, para otro lector— la inquietud que el texto dejó abierta.

Tal vez por eso las mejores críticas no se parecen a una reseña ni a un dictamen académico, sino a una forma de escritura en busca de precisión sin dureza, de reflexión sin clausura. Como decía Blanchot, lo que importa no es lo que una obra dice, sino aquello que hace pensar a través de su decir.

Escribir crítica literaria es leer otra vez —esta vez en voz alta.

Un hombre baja por una escalera cubierta de polvo. La luz —blanca, oblicua, suspendida— revela el espesor de lo invisible, partículas flotando, memoria en forma de aire. No corre. Camina con serenidad porque el tiempo ha cambiado de ritmo. Lo que ha vivido aún no puede pensarse, y mucho menos decirse. En esa fisura entre experiencia y lenguaje comienza El hombre del salto, de Don DeLillo.

El hombre del salto, publicada en 2007, representa uno de los acercamientos más sutiles, formales y radicales al trauma del 11-S en la narrativa contemporánea. Frente al registro testimonial o al dramatismo cinematográfico que ha caracterizado muchas representaciones del evento, Don DeLillo opta por un gesto inverso: escribir desde la fisura, desde el intervalo posterior. Su novela no se sitúa en el acontecimiento, sino en su onda expansiva, y su objetivo no es narrar lo que sucedió, sino examinar cómo ese suceso altera la conciencia, el lenguaje y la duración. Keith Neudecker, el protagonista, sobrevive al derrumbe de las torres. Pero lo que sobrevive en él no es solo su cuerpo, también lo hace el tiempo alterado, la conciencia desplazada. DeLillo no lo presenta como un sujeto heroico ni plenamente racional, lo hace más bien como una figura que “habita el hueco” posterior al evento.

Tal como sugiere Cathy Caruth, el trauma no es lo que se recuerda, el trauma es lo que insiste: una experiencia que no se ha registrado plenamente en el instante de su ocurrencia, y que por tanto regresa fragmentada, espectral. La escritura de DeLillo adopta ese estado. Frases breves, deliberadas; no por economía, sino por pudor. La contención no es signo de frialdad, sino de pericia, de talento puro: no se escribe sobre el trauma para interpretarlo, se escribe para sostener su forma sin degradarla. Lo que no se dice permanece como una carga silenciosa, ineludible.

De este modo, la figura que da título a la novela —el hombre del salto— replica en el espacio público la caída de los cuerpos desde las torres. El hombre del salto aparece colgado de edificios, suspendido sobre el vacío. No habla. No explica. No aparece para ser entendido. Solo cae. Cae con exactitud, como si la repetición fuera lo único capaz de preservar el acontecimiento sin degradarlo. Su cuerpo silencioso sustituye al relato. Gesto sin glosa. Imagen sin mensaje. Reiteración sin consuelo; no busca representar, pretende insistir. Una caída repetida hasta volverse abstracta. Como en Beckett, el acto sustituye a la palabra. Como en Blanchot, el sentido se suspende sin perder intensidad. La novela misma se construye a base de repetición y variaciones mínimas. Las escenas vuelven, levemente desplazadas. El tiempo se pliega, se repite. Los personajes hablan con frases que no concluyen, los pensamientos se encadenan sin desenlace. Hay un orden, el del temblor, en paralelo a la trama.

Pero no es el único que cae. La novela entera cae. No en el sentido de degradarse, sino de descender con lentitud, como una hoja que se demora en tocar el suelo. Las escenas se repiten con ligeras variaciones. Los diálogos flotan, como si el lenguaje ya no sirviera para fijar nada. Keith vive con Lianne, pero viven como si compartieran un recuerdo que no se puede nombrar.

Entre los fragmentos narrativos aparece la voz —o su huella— de uno de los terroristas. No se le absuelve. No se le explica. Solo se lo sitúa: como si mirar el mal de cerca fuese necesario para no convertirlo en sombra funcional. DeLillo no distribuye justicia. Solo extiende la mirada, incluso hacia lo insoportable.

La escritura de El hombre del salto no impone una forma narrativa al trauma: más bien, adopta su ritmo, su interferencia, su estructura en bucle. Cada capítulo —breve, contenido, casi silábico en su respiración— se organiza no por progresión, sino por repetición. Las escenas vuelven, pero levemente desplazadas; los objetos —una taza, una corbata, un cuerpo colgado— se repiten con la obstinación de lo que no termina de decirse. La sintaxis también participa de esa dislocación: frases cortas, yuxtapuestas, a menudo desprovistas de nexos, como si el lenguaje mismo se negara a simular continuidad donde ya no la hay.

No hay parrafadas explicativas. No hay revelaciones. Hay cortes, silencios, fragmentos. Lo que se elude pesa tanto como lo que se enuncia. El asíndeton, la reiteración mínima, la metonimia visual —polvo, zapatos, ventanas, cuerpos— actúan como residuos concretos de lo inefable. Una retórica del colapso, que no adorna el dolor, que respeta su resistencia a ser absorbido por el discurso.

Incluso la alternancia de perspectivas —Keith, Lianne, el performer, el terrorista— no busca una pluralidad de voces, prioriza la descomposición de una mirada única. Cada foco es parcial, cada visión está herida. La novela no presenta una conciencia total, pisa un campo de esquirlas: fragmentos de interioridad, zonas de silencio, vacíos densos que flotan entre los personajes.

Toda la arquitectura de la novela —desde la sintaxis hasta la estructura, desde el símbolo hasta el tono— encarna una única decisión estética: no clausurar el acontecimiento, no apresurarlo hacia una comprensión. Sostenerlo en su estado de residuo.

Don delillo es de los pocos escritores que comprendan que ante ciertas experiencias la palabra no debe imponerse, sino retirarse con cuidado dejando espacio. DeLillo no explica el dolor, no lo dramatiza, no busca probar ninguna tesis; el genio neoyorkino observa, sostiene, escribe con la precisión de quien sabe que el lenguaje, en ciertos casos, solo puede rodear.

Let´s be careful out there