En el mundo no hay criminales: hay banqueros, generales y ministros. El resto son meros figurantes

Las sociedades modernas, tan orgullosas de su transparencia, se han ido habituando a convivir con lo opaco. El dinero sucio circula mejor que el limpio, porque carece de escrúpulos, porque no pide permiso, porque se filtra por cada resquicio de la legalidad con la astucia del agua que desborda una presa. No hablamos de una excepción, de un desliz ocasional: hablamos de la regla silenciosa que sostiene al sistema. La economía global se alimenta de los mismos circuitos que dice combatir. Donde hay frontera, hay lavandería. Donde hay Estado, hay resquicio. Y donde hay institución financiera, hay silencio pactado.

La historia de este blanqueo planetario es también la historia de los nombres propios que lo han administrado. No son fuerzas abstractas, son personas, instituciones, jerarquías concretas: los directores de bancos suizos que aceptaban lingotes nazis, los abogados panameños que abrían sociedades para Noriega, los oficiales de la CIA que pagaban la guerra sucia de Centroamérica con cocaína colombiana, los ministros que miraban hacia otro lado mientras las costas españolas se convertían en almacenes de hachís y cocaína.

El Mediterráneo fue un primer laboratorio. Gibraltar, ese peñón que nunca terminó de pertenecer del todo a nadie, se convirtió en puerto libre para sociedades pantalla. La Costa del Sol, en escaparate de mafias rusas, italianas y marroquíes. Galicia, con su geografía de rías y precipicios, ofreció a los clanes del narcotráfico un santuario discreto donde lavar capitales que luego se paseaban con naturalidad por los salones del poder autonómico y nacional. La complicidad institucional fue la verdadera clave: bancos españoles sancionados una y otra vez por el blanqueo de capitales que, sin embargo, jamás vieron cuestionada su licencia para operar.

En paralelo, el Atlántico y el Caribe desplegaban su propio mapa de sombras. Panamá, bajo Noriega, fue caja registradora y lavadora de medio hemisferio. Allí se cruzaban carteles colombianos, traficantes de armas y despachos estadounidenses especializados en hacer pasar lo inconfesable por respetable. El modelo se repetía como una partitura: en las islas del Caribe, en Miami, en Ciudad de México, donde las redes de corrupción política se trenzaban con el narco hasta volverse indistinguibles.

El salto al Báltico fue apenas un giro geográfico, no moral. Letonia, Lituania y Estonia, tras la caída soviética, se ofrecieron como laboratorio de las nuevas lavanderías financieras. Bancos como el Danske Bank canalizaron miles de millones de rublos de oligarcas rusos hacia cuentas europeas y norteamericanas. El escándalo estalló tarde y mal: cuando ya no había nada que recuperar, cuando la complicidad había quedado inscrita en los propios órganos reguladores que fingían escandalizarse. Se denunció, sí, pero siempre demasiado tarde.

Canadá, con su imagen de país modélico, terminó protagonizando uno de los episodios más obscenos. El casino de Vancouver, bajo la tutela distraída del gobierno provincial, fue durante años una lavadora pública a cielo abierto. Funcionarios, empresarios chinos vinculados al Partido Comunista y redes internacionales pasaban millones de dólares en metálico por las ventanillas del juego. El organismo FINTRAC (Financial Transactions and Reports Analysis Centre of Canada) reaccionó tarde y con sordina, confirmando que los guardianes de la puerta estaban siempre dentro de la fiesta.

México, inevitablemente, condensa el guion. Allí el narcotráfico y el Estado se confunden hasta el vértigo. Los grandes bancos internacionales —HSBC, Wachovia, Citibank— fueron sorprendidos blanqueando miles de millones de dólares en efectivo, transportados en camiones de valores que pasaban a diario por la frontera. La multa fue ridícula: un pequeño porcentaje de los beneficios obtenidos. Ningún directivo pisó la cárcel. La moraleja es brutal en su sencillez: el delito es rentable si se comete con corbata.

Asia tampoco escapa. Vietnam, tras su apertura económica, se convirtió en tierra fértil para sociedades pantalla. China elevó el blanqueo a política de Estado: la guerra sin restricciones de Qiao Liang y Wang Xiangsui anticipaba ya en los años noventa que el control financiero sería un arma estratégica tan importante como los misiles. El Partido Comunista permitió y a la vez controló las fugas de capital a través de Hong Kong, Macao o redes internacionales de casinos. La connivencia de Occidente fue total: se aceptó el dinero chino porque convenía, porque lubricaba la maquinaria del capitalismo global.

En todos estos episodios aparecen nombres y estructuras que se repiten como un eco siniestro: la CIA, la DEA, el Mossad, las familias mafiosas, los clanes narcos, los bancos internacionales, las auditoras que firman balances con los ojos vendados, los ministros que firman tratados de libre comercio sabiendo que incluyen cláusulas que blindan la opacidad fiscal. No es un azar. Es un método.

Ortega y Gasset, con su noción de la circunstancia, nos enseñó que el hombre no se entiende fuera del medio en que vive. Aquí la circunstancia es un ecosistema de blanqueo que ha terminado por ser el aire mismo que respiramos. Donoso Cortés ya había advertido en el siglo XIX que toda política se decide, en última instancia, como un acto de fuerza frente al mal. El problema contemporáneo es que el mal ha dejado de presentarse como enemigo frontal y se ha disuelto en la trama burocrática, bancaria y diplomática que legitima lo ilegítimo. Zubiri, con su idea de la realidad radical, nos obliga a reconocer que lo real no es la máscara jurídica sino la estructura de poder que late bajo ella. La realidad es el blanqueo; la legalidad, apenas su decorado.

Al mirar atrás vemos un mismo patrón: la política contemporánea se construye sobre la hipocresía financiera. Lo sabían los suizos cuando aceptaban el oro nazi; lo sabían los norteamericanos cuando dejaban pasar toneladas de cocaína para financiar la Contra en Nicaragua; lo saben los europeos cada vez que miran hacia otro lado ante los movimientos opacos de capital que salvan a sus bancos de la quiebra.

Quien busque culpables anónimos errará el tiro. No son fuerzas impersonales. Son nombres y apellidos, con cargos, con cuentas corrientes, con pasaportes diplomáticos. Son las sonrisas de Christine Lagarde, de Alan Greenspan, de Mario Draghi. Son las rúbricas de ministros de Hacienda que firman amnistías fiscales para que regrese el capital que previamente ayudaron a huir. Son los presidentes de gobierno que viajan a China para vender la imagen de cooperación mientras sus bancos gestionan las fugas de capital hacia paraísos fiscales británicos.

El liberalismo global no ha traído la emancipación prometida, sino una red de alienación financiera que enjaula a los ciudadanos en un circuito sin salida. La democracia queda reducida a una escenografía mientras los grandes capitales se blanquean en la trastienda. El ciudadano vota, pero quien decide es el flujo de dinero opaco.

Algunos objetarán que siempre fue así, que desde el nacimiento del capitalismo el blanqueo acompañó a la acumulación originaria. Es cierto. Pero la novedad contemporánea es su escala planetaria y su aceptación social. La corrupción ya no es el fallo: es el engranaje. Y el engranaje funciona porque todos participan: bancos, estados, organismos internacionales, partidos políticos.

En este panorama, la pregunta no es si habrá otro escándalo de blanqueo, sino qué Estado, qué banco, qué ministro será el próximo en quedar expuesto. Y aun cuando se exponga, ¿qué ocurrirá? Una multa, una dimisión menor, un escándalo mediático. Después, nada. El ciclo recomienza.

La tragedia es profunda porque afecta a la confianza misma en las instituciones. Ortega habló de la desmoralización como el mal radical de los pueblos: cuando se pierde la fe en la posibilidad de regeneración. Donoso Cortés advirtió de que, frente al mal, solo cabe la decisión enérgica. Pero hoy no hay decisión, solo administración del mal. Y Zubiri nos recordaría que, sin realidad radical, sin reconocer lo que verdaderamente está ahí, todo discurso político se convierte en ficción.

Vivimos en esa ficción: la ficción de que las democracias combaten el blanqueo, cuando en realidad lo administran.

Cabría cerrar este ensayo con un gesto de esperanza, con un llamamiento regenerador. Pero sería mentir. El porvenir está marcado por la continuidad del blanqueo, porque el blanqueo es ya la forma real de la política mundial. Lo que resta es la lucidez de nombrarlo, de señalar a los banqueros, generales y ministros que lo sostienen. Esa lucidez, aunque amarga, es la única forma de libertad que nos queda.

Epílogo bibliográfico

El lector que sienta la tentación de seguir el rastro más allá de estas páginas encontrará en algunos libros aliados y adversarios útiles para su propio juicio. Entre los nuestros, Juan Donoso Cortés ilumina todavía con su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, escrito en el vértigo del XIX y sin embargo actual en su advertencia sobre los excesos de la razón liberal. De Ortega y Gasset, quizá convenga regresar a España invertebrada o a La rebelión de las masas, donde el diagnóstico de la multitud desbordada sigue interpelando nuestro presente. Y en Xavier Zubiri, tanto en El hombre y Dios como en Sobre la esencia, late la obstinación filosófica por comprender lo real sin reducirlo.

En el terreno internacional, la crudeza de Naomi Klein en La doctrina del shock muestra cómo el poder económico opera a través de la catástrofe, mientras que Niall Ferguson en El imperio británico ofrece una visión más complaciente del pasado colonial, útil como contraste. Desde la orilla española, Juan Carlos Monedero recuerda en su Curso urgente de política para gente decente que la pedagogía política es también un deber moral.

Finalmente, para comprender la anatomía de la globalización financiera, resultan imprescindibles las páginas de Saskia Sassen en Expulsiones, la mirada lúcida de Susan Strange en La retirada del Estado, o incluso los análisis de José Antonio Zarzalejos en Los guardianes de la democracia, donde la vigilancia institucional aparece como tabla de salvación precaria frente a la captura de los sistemas por fuerzas opacas.

Estos libros no agotan el asunto, pero trazan un mapa mínimo. Cada uno, a su modo, deja entrever que la historia no es un relato cerrado, sino una disputa abierta entre nombres, instituciones y pueblos.

ramonacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there