Hay textos que, aun escritos hace diecisiete siglos, poseen la dureza del espejo que refleja lo que preferimos ignorar. Uno de ellos es el De mortibus persecutorum de Lactancio, panfleto cristiano compuesto hacia el 315, en el que el retórico africano, convertido en apologista, narra las persecuciones contra la Iglesia y el castigo que habrían recibido los emperadores responsables. Entre esas páginas, hay un pasaje que desborda el marco religioso y que resuena como diagnóstico político: la crítica a Diocleciano por haber implantado un sistema fiscal devastador.
El texto dice así:
“Primus omnium Diocletianus in arva hominumque capita tributa constituit… itaque per provincias oppidaque parva pestes quaedam excogitatae sunt, ut nullum ne tugurium quidem esset immunis.”
“Diocleciano fue el primero en imponer tributos sobre las tierras y sobre las cabezas de los hombres… Así, en provincias y ciudades pequeñas se idearon tales plagas, que ni siquiera una choza quedaba libre de ellas.”
El lenguaje es deliberadamente inflamado: tributo como plaga, funcionarios como parásitos, la tierra como víctima de una succión permanente. Pero más allá de la retórica cristiana, Lactancio dibuja un fenómeno real: la fiscalidad imperial romana se había transformado en un dispositivo de extracción tan intenso que los campos quedaban desiertos. La imagen de las tierras convertidas en selvas por abandono no es solo un recurso estilístico, sino el registro de un hecho: el exceso de impuestos destruye el tejido productivo y genera despoblación.
El arquetipo romano
Diocleciano, instaurador de la Tetrarquía y reformador de la administración, buscó estabilizar un Imperio al borde del colapso. Su solución fue multiplicar funcionarios, levantar catastros, medir tierras y hombres, imponer cuotas y asegurar que ninguna aldea escapase al control fiscal. Lo que pretendía ser racionalización acabó siendo hipertrofia. Lo que se concibió como orden se convirtió en opresión.
Lactancio no hace un análisis económico; lo que nos lega es algo más duradero: una metáfora arquetípica. La “plaga” de funcionarios y la “desolación” de los campos son símbolos de una experiencia que se repetirá a lo largo de los siglos: el fisco como máquina de expolio, la administración como devoradora de la vida común. Ese arquetipo, nacido en el Imperio, tendrá descendencia en la historia hispánica.
La herencia en la monarquía hispánica
Cuando se estudia la historia de los impuestos en la España de los Austrias, es imposible no escuchar el eco de Lactancio. Castilla se sostuvo durante siglos sobre un mosaico de tributos que, como las ramas de una hiedra, acabaron asfixiando al tronco social. La alcabala —un diez por ciento sobre las compraventas— gravaba la circulación de bienes; los “millones” añadieron cargas extraordinarias; los “encabezamientos” convertían en obligación perpetua lo que nacía como ayuda temporal.
El peso no era equitativo: la nobleza y el clero gozaban de exenciones, mientras la masa campesina —los pecheros— soportaba el grueso del fisco. Como en la Roma tardía, se produjo un doble efecto: la despoblación de las aldeas y la ruina de la agricultura.
Los arbitristas, esos autores lúcidos y quejumbrosos del Siglo de Oro, dejaron constancia. Martín González de Cellorigo denunciaba a comienzos del XVII que “las villas se despueblan, los campos se yermán, los labradores perecen” por el peso de tributos y consumos. El paralelismo con Lactancio es asombroso: los mismos términos de desierto, ruina y abandono.
La monarquía necesitaba dinero para sostener guerras en Europa y el mar; el recurso era siempre el mismo: exprimir más al interior. La lógica era imperial, pero sus consecuencias eran domésticas: se vaciaba Castilla para financiar Flandes. Esa disociación —el impuesto como extracción sin retorno— es el núcleo de la tradición de expolio.
Continuidades modernas
La decadencia del imperio español no puso fin a la hipertrofia fiscal, solo cambió sus formas. Durante el siglo XIX, la Hacienda liberal intentó ordenar el caos de rentas, alcabalas y aduanas interiores. Se implantaron contribuciones directas sobre la renta y la riqueza, además de impuestos de consumo que afectaban a los más pobres. El resultado fue el mismo malestar secular: el contribuyente percibía que se le exigía mucho y se le devolvía poco.
El siglo XX consolidó la fiscalidad como motor del Estado centralizado. Las dictaduras y democracias mantuvieron la misma inercia: se amplió la base fiscal, se multiplicaron organismos y entes, y la queja sobre la desproporción entre esfuerzo y beneficio se hizo permanente.
El expolio en la España contemporánea
La historia fiscal española, que empezó siendo maraña de alcabalas y arbitrios, ha terminado convertida en una maquinaria sofisticada de expolio. Lo que en tiempos de los Austrias vaciaba Castilla para llenar los cofres de Flandes, hoy vacía el bolsillo del contribuyente medio para sostener un aparato político hipertrofiado que confunde Estado con botín.
España figura entre los países de la UE donde las rentas medias y bajas soportan la mayor presión efectiva, mientras las grandes fortunas encuentran cauces de elusión legal y capitales que viajan ligeros hacia Luxemburgo o Irlanda. La ficción de la progresividad se revela en la experiencia cotidiana: quien más paga no es el rico evasor ni la multinacional blindada, sino el trabajador atrapado en nómina, incapaz de escapar del embargo mensual.
La actual ministra de Hacienda, María Jesús Montero, encarna este modelo con convicción férrea. Bajo su mandato se ha consolidado la idea de que todo ingreso privado es, en realidad, dinero público provisional, susceptible de ser reclamado por el Estado con la coartada de la “justicia social”. Pero la justicia se evapora cuando se observa el destino del tributo: putas aparte, nóminas duplicadas en organismos redundantes, asesores con sueldos astronómicos, empresas públicas de dudosa utilidad, diputaciones provinciales que sobreviven como reliquias feudales, consejerías que repiten funciones ya centralizadas.
La imagen de Lactancio cobra aquí su vigencia: el enjambre de funcionarios convertido en plaga institucional. Cada consejería, cada empresa pública, cada ente semiautónomo multiplica gastos y devora recursos. Mientras tanto, la España rural se vacía: aldeas sin escuelas, sin médicos, sin trenes, sin inversión. Son los “campos desiertos” de hoy, fruto de una política que grava sin devolver, que exprime sin sembrar.
El sistema tributario actual, lejos de ser una herramienta de cohesión, actúa como un mecanismo de servidumbre. El ciudadano percibe que trabaja buena parte del año para alimentar una maquinaria que no rinde cuentas. Se invoca la solidaridad, pero el resultado es clientelismo; se promete redistribución, pero se consolida privilegio. El contribuyente deja de ser ciudadano y se convierte en vasallo: se le exige sin cesar, pero se le responde con servicios cada vez más deteriorados.
España, bajo la retórica de Montero y sus antecesores, ha perfeccionado lo que Lactancio denunciaba en Diocleciano: el tributo convertido en peste social. Dondequiera que se mire hay una tasa, un recargo, un impuesto indirecto camuflado, un peaje encubierto. Ni siquiera la choza queda exenta, como ya decía el africano del siglo IV: el modesto autónomo, el pequeño agricultor, la familia de clase media ven cómo cada factura se infla con porcentajes invisibles que sostienen la maquinaria parasitaria.
El problema no es pagar impuestos —toda sociedad organizada los necesita—, sino constatar que en España el impuesto se ha transformado en exacción desmedida, en extracción sin retorno. No se tributa para sostener bienes comunes, sino para engordar un Estado que se confunde con sus élites políticas. Lo que debería ser pacto se ha convertido en expolio.
Epílogo
Lactancio hablaba de plaga, de tierras arruinadas y de chozas sometidas a un tributo que no perdonaba a nadie. Diecisiete siglos después, la metáfora conserva su filo: la fiscalidad española ha heredado esa lógica de succión que confunde Estado con botín. Cambian las formas jurídicas, cambian los discursos —hoy se habla de igualdad, de solidaridad, de justicia social—, pero el resultado es el mismo: una extracción desproporcionada que convierte al ciudadano en siervo de un aparato político que no se corrige a sí mismo.
En este sentido, el monstruo bifronte Montero/Montoro no inventó el latrocinio, se limitó a perfeccionarlo. Bajo su dirección, el tributo se ha vuelto omnipresente: tasas, recargos, impuestos indirectos, IRPF inflado, IVA ciego. Todo ello para mantener una maquinaria donde los gastos se multiplican sin medida y donde las prioridades rara vez coinciden con las necesidades de la sociedad real.
La advertencia de Lactancio permanece vigente: allí donde el fisco se convierte en plaga, la sociedad se resquebraja. El tributo justo es pacto, el abusivo es servidumbre. La España contemporánea se debate todavía en esa frontera. Y quizás la crítica más honesta consista en recordarlo: que lo que hoy se presenta como contribución solidaria es, demasiadas veces, una forma más refinada de expolio.
Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there