“El opio es el más ambicioso de los narcóticos: gobierna la voluntad y se entroniza en el espíritu.”

“El opio sosegaba mi angustia, pero al mismo tiempo multiplicaba la vastedad de mis sueños hasta volverlos inabarcables.”

“No hay secreto más terrible que el de un veneno que calma mientras devora.”

Thomas De Quincey, Confesiones de un inglés comedor de opio

El 11 de julio de 2025, la CNN informó de la expulsión de medio millón de afganos desde Irán. El gobierno de Teherán justificó la medida acusando a esa comunidad de servir como red de espionaje al servicio de Israel. El gesto se presentó de manera un tanto burda, como una acción de seguridad nacional, pero la magnitud del desplazamiento —familias enteras expulsadas de golpe— sugería otra cosa: no tanto una purga puntual como un movimiento masivo de población que abría interrogantes más amplios.

Conviene recordar que apenas tres años antes, en 2022, el Reino Unido había reconocido una supuesta “filtración accidental” que expuso los datos sensibles de miles de afganos colaboradores de sus tropas. Londres pidió disculpas, aseguró que el error había sido humano y destinó más de 2.700 millones de dólares a un programa de reasentamiento de emergencia. Para quienes trabajan en inteligencia, sin embargo, la versión oficial resultaba inverosímil: expedientes de ese calibre no se pierden como hojas en un despacho. Una filtración semejante, decían veteranos del sector, es tan creíble como el hallazgo intacto del pasaporte de un secuestrador del 11-S entre los escombros del World Trade Center.

Si se ponen en paralelo ambas escenas —la filtración británica y la deportación iraní— surge la sospecha de sino estaremos ante un movimiento estratégico que emplea a los refugiados como vectores. No se trata únicamente de un drama humanitario, sino de un episodio que remite a un patrón histórico bien conocido: el uso del opio como instrumento de dominio.

En efecto, la historia ofrece un espejo claro. En 1839, barcos británicos cargados de opio procedente de la India colonial fondearon en Cantón. Con ellos, Londres había encontrado la manera de equilibrar su balanza comercial con China inundando al gigante asiático con droga. Lo que siguió es conocido como las Guerras del Opio: conflictos en los que la fuerza militar británica aseguró la apertura de puertos y la multiplicación de fumaderos. Lo que para la corte Qing fue devastación social y económica, para el Imperio representó una tabla de salvación financiera.

Lo que parecía negocio de contrabandistas era en realidad la doctrina secreta del Imperio. Archivos hoy abiertos revelan que incluso la propia reina Victoria, en sus últimos veinte años de vida, consumía preparados de opio y cocaína. En Balmoral, las soluciones de heroína eran tratadas como tónicos de salón, en un ritual que The Guardian y The Times han documentado sin escándalo. Mientras tanto, en Shanghái o Cantón, los fumaderos absorbían a campesinos y soldados por igual. La lógica era evidente: una sociedad narcotizada es más manejable, más débil, menos resistente.

Ese mecanismo no desapareció con el fin del siglo XIX. Simplemente cambió de forma. Hoy, los discursos sobre “legalización” y “reducción de daños” que circulan en comisiones internacionales repiten, bajo un nuevo envoltorio, la misma ecuación: transformar el narcotráfico en herramienta de política y finanzas. El mercado mundial de drogas, estimado en 950.000 millones de dólares anuales, no puede dejarse a merced de carteles violentos; la tentación de capturarlo desde los Estados es demasiado grande.

Aquí entra en escena la familia Falconer. El 18 de julio de 2024, Hamish Falconer fue nombrado Subsecretario General para Oriente Medio, Norte de África, Afganistán y Pakistán en la Oficina de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth. El cargo, poco mediático, tiene sin embargo un alcance directo sobre las principales regiones productoras de opio. Su designación no es casual: Falconer proviene de una estirpe vinculada al núcleo del poder británico. Su padre, Charles Falconer, barón de Thoroton, fue amigo íntimo de Tony Blair y ministro de Justicia durante la década en que el Reino Unido acompañó sin fisuras la “guerra contra el terrorismo”.

En 2021, Charles reapareció en la prensa con un gesto inesperado: en una carta abierta publicada en Unherd pidió disculpas por su rol en la “guerra contra las drogas” y defendió su legalización. No estaba solo. Ex mandatarios y políticos como Nick Clegg integran la Global Commission on Drug Policy, que promueve la regulación estatal como forma de “arrebatar el negocio a los criminales”. El argumento parece convincente, pero la coincidencia temporal con operaciones en Afganistán e Irán plantea dudas: ¿es compasión o cálculo? ¿humanitarismo o continuidad del viejo guion imperial?

Las piezas encajan si se mira hacia Asia. La figura de Bo Xilai, exalcalde de Dalian, ofrece un ejemplo. Bajo su gestión, la ciudad se convirtió en un enclave financiero abierto a inversiones japonesas y surcoreanas. Allí desembarcaron bancos como Sumitomo, que ya en 1984 habían adquirido el Banco del Gottardo en Suiza tras el escándalo vaticano de Roberto Calvi. Aquella red conectaba a Goldman Sachs, al banco estatal soviético Vnesheconombank y a mafias balcánicas como la del kosovar Behgjet Pacolli.

El puente con Londres lo proporcionaba la familia Clegg, a través de la Daiwa Anglo-Japanese Foundation, mientras el Vaticano aportaba legitimidad ideológica bajo el lema del “capitalismo inclusivo”, promovido por Lynn Forester de Rothschild. Bancos como HSBC o Standard Chartered, multados por blanqueo de dinero del narcotráfico en Asia, se presentaban como adalides de la “sostenibilidad”. La contradicción es evidente: la fachada humanista oculta la misma maquinaria que en el siglo XIX abría fumaderos en Shanghái.

Cuando Bo Xilai cayó en desgracia en 2013, acusado de corrupción, Xi Jinping envió un mensaje de disciplina. Pero la red no se desmanteló del todo. En la región de Dalian y en el vecino Primorsky Krai ruso, el tráfico de drogas se multiplicó por diez en la última década, bajando costes y compitiendo con el sur de China. Nada nuevo bajo la maquinaria del Imperio: del opio en Cantón a los cargamentos en el Mar Amarillo.

En paralelo, Japón ha sido colocado como ariete geopolítico. En 2025, el primer ministro Shigeru Ishiba vinculó seguridad económica y defensa militar, asegurando la continuidad de la alianza con Estados Unidos al margen de elecciones. Washington, a su vez, presiona a Tokio para prepararse como lanzadera contra China en un horizonte de guerra hacia 2030–2032. La pregunta que se plantea en los despachos de Londres y Washington es inquietante: si un conflicto corta las rutas de drogas, ¿qué ocurrirá con una economía mundial que depende en parte de ese flujo invisible de 950.000 millones de dólares anuales?

Al otro lado del Pacífico, la grieta atraviesa Estados Unidos. Allí, Donald Trump ha hecho del enfrentamiento con el deep state su bandera. Denuncia a Obama, a Biden, a Comey, a Clapper, incluso a republicanos de su propio partido. Y aunque su retórica es excesiva, ciertos hechos le dan sustancia: los 52 billones de dólares desaparecidos del Tesoro, los 6,5 billones missing en el Pentágono, el silencio institucional frente a esos agujeros. Mientras se recortan fondos para salud o educación, el Congreso aprueba miles de millones para Ucrania.

El caso Epstein añade otra arista. Los vuelos desde Teterboro conectaban magnates, políticos y príncipes en una red donde la pedofilia funcionaba menos como perversión que como arma de chantaje. Los vínculos con la familia Rothschild, con Clinton, con figuras británicas y estadounidenses, tejían un dispositivo de control que recordaba a los viejos métodos de inteligencia. En ese contexto, los choques de Trump con Rupert Murdoch y otros aliados históricos del establishment adquieren otra dimensión: son síntomas de una guerra interna, una guerra civil fría dentro de la superpotencia.

Mientras tanto, en Oriente Medio, Irán aparece como el nuevo laboratorio del opio. La deportación de afganos no responde a una paranoia de espionaje, sino a un intento de infiltrar rutas de tráfico en su tejido social. El dato es claro: en 2016, Irán incautó 800 toneladas de drogas en un año. Para Teherán, el narcotráfico no es un problema marginal, sino una amenaza existencial. Por eso, el 20 de julio de 2025, en Moscú, Ali Larijani y parlamentarios rusos se reunieron para coordinar esfuerzos. El comunicado oficial hablaba de “seguridad regional”, pero lo que estaba en juego era algo más: blindar a Irán contra el guion histórico que ya quebró a China en el XIX.

Todo converge en una conclusión incómoda. Los nombres cambian, los discursos se actualizan, las rutas se desplazan, pero la estrategia persiste. El opio —ya sea en forma de heroína victoriana, de fentanilo en Ohio o de programas de “reasentamiento” en Europa— sigue siendo una herramienta de control social y geopolítico.

Así, la pregunta no es si estamos ante conspiraciones sin pruebas. La pregunta es cuánto tiempo puede sostenerse un orden global que necesita de la adicción para sobrevivir. El opio no es ya una mercancía: es un método. Ayer en Cantón, hoy en Teherán, mañana en cualquier lugar donde convenga debilitar a un adversario.

El humo atraviesa los siglos y actúa como un bálsamo que engrasa la maquinaria que nunca se detiene. La historia no regresa por descuido, se reactiva como un dispositivo calculado para producir la misma ruina con mayor precisión.

Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there