En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.

Federico García Lorca, Romance de la luna, luna

La luna ha mirado al hombre desde el principio. Suspendida sobre los siglos, está ahí, repitiendo su curso, idéntica y cambiante, como si cada una de sus fases fuera una forma distinta de recordarnos quiénes somos. Es una respiración lenta en el cielo, un espejo que devuelve a la tierra su imagen temblorosa.

Cuando la contemplamos, intuimos algo que no sabemos decir del todo. Tal vez porque su luz no es suya, porque vive del reflejo de otra claridad, o porque su manera de alumbrar no hiere ni exige. La luna persuade, nos habla del límite, de lo que nace y muere, de lo que cambia, de lo que se va para poder volver. Es el rostro visible del tiempo.

En los antiguos mitos fue diosa y madre, hechicera y protectora. Las aguas se movían a su compás, las semillas germinaban bajo su ritmo, el cuerpo de las mujeres respondía a su ciclo. En ella se unían el misterio de la fertilidad y el del sueño. Todo lo que vive, una flor, una ola, un ser humano, late bajo su ley de cambio.

La luna es el espejo móvil del mundo. Ningún astro encarna con igual precisión la dialéctica entre permanencia y cambio. Su fulgor prestado, convierte su figura en símbolo de lo transitorio, de aquello que sólo existe por participación. Frente al sol, fijo y afirmativo, la luna representa el reino de la ambigüedad: el poder de lo femenino, la fertilidad, la noche, la imaginación y el inconsciente.

Desde los antiguos cultos semitas hasta el cristianismo mariano, la luna ha sido madre y hechicera, matriz y tumba. Diana, Hécate, Isis, Astarté: todas ellas encarnan su doble movimiento, ascendente y descendente, luminoso y abisal. Su ciclo, hecho de apariciones y eclipses, impone una ley de metamorfosis perpetua que rige tanto el crecimiento de las plantas como el ritmo secreto de los cuerpos. En su espejo, se mide el pulso del mundo: la savia asciende, la marea respira, la mujer sangra.

De ahí su dominio sobre los símbolos del espejo y del agua. Todo lo que refleja, recibe y devuelve la forma alterada pertenece a su órbita. Los animales que hibernan, los caracoles que se repliegan, los anfibios que emergen y desaparecen son criaturas lunares. También lo son las divinidades que alternan entre mundos: Artemisa, Hathor, Isis, diosas del tránsito, de la frontera, del umbral.

Esa misma luna, desciende siglos después al mundo de Federico García Lorca. Y allí deja de ser un signo del cielo para convertirse en un ser que camina entre los hombres. En su poesía y su teatro, la luna tiene cuerpo, tiene voz, tiene destino. Baja al patio del herrero y baila con su polisón de nardos, mientras un niño la mira con la inocencia de quien aún no conoce la muerte. Ella le sonríe, pero no huye. Lo toma con dulzura, lo adormece, lo conduce a su otro reino. En ese gesto se une la belleza con la fatalidad.

Más tarde, en Bodas de sangre, brilla y habla. Es fría, clara, consciente de lo que sucede. “Quiero entrar en un pecho para poder calentarme”, dice. Y cuando habla, todo lo humano se detiene. La luna de Lorca revela los caminos. Expone lo que el día oculta. Bajo su luz se consuma la tragedia. Los amantes se encuentran, y la muerte se hace inevitable. No hay venganza ni castigo, sólo destino.

La luna, en Lorca y en el mundo, es una misma inteligencia. Arriba rige los ritmos de la materia; aquí abajo, los del alma. En ambas enseña la misma lección: lo que desaparece no se pierde, lo que mengua prepara su plenitud. Cicerón escribió que la luna recorre en un mes lo que el sol tarda un año. Lo comprendí en una noche.

Mirarla es aceptar que todo cambia. La piedra sueña, el agua recuerda, el cuerpo envejece y aprende a convivir con su sombra. Lo que parece quietud es sólo respiración. La luna nos enseña a amar esa fragilidad, a no temerla. En ocasiones, cuando la vemos sobre el campo o sobre un tejado, pensamos en quienes ya no están, y de algún modo sentimos que siguen allí, girando con ella, en su danza lenta y obstinada.

Por eso, en la blancura de la luna parece guardarse una sabiduría antigua que nos enseña que la vida no avanza, sino que gira; que lo que amamos no se pierde, sólo cambia de forma; que todo final es también el principio de algo que aún respira. Su luz no promete salvación, pero acompaña. No ofrece descanso, sino movimiento: un vaivén sereno que mantiene al mundo despierto. Y cuando la noche parece cerrarse del todo, esa misma luz nos recuerda que nada se apaga del todo, que incluso en la oscuridad persiste una memoria, un resplandor mínimo que sigue velando por nosotros.

Rferdia

Let`s be careful out there