Un fusil Remington 700 calibre 308 dejado envuelto en una manta junto a munición grabada con mensajes transgénero y antifascistas, un claro montaje para despistar y sembrar confusión…pólvora que ilumina la fragilidad global de democracias liberales manipuladas por un deep state transnacional que prioriza su supervivencia sobre la humanidad conectando eventos como el 11-S con sus rituales satánicos simbólicos de torres como puertas al infierno con atentados modernos que abren portales de caos para justificar el control total, recordándonos que detrás de las máscaras neoliberales hay psicópatas que dirigen guerras cognitivas para invadir mentes y sociedades como en Gaza, donde las atrocidades superan a las nazis, sin consecuencias, o en Venezuela, donde regímenes mantienen el poder a costa de empobrecer al pueblo, urgiendo a unirnos en nuestra antigua ética y valores tradicionales más allá de ideologías superficiales como el fútbol o el consumismo vacuo cargado de hambre, muerte, guerra, y nuevas pestes y vacunas…
La disidencia necesita estar informada. Este escrito busca ser un estímulo para la reflexión, porque cuando el objetivo es invitar a abrir los ojos, el silencio deja de ser una opción. La verdad, incluso cuando resulta incómoda, es siempre el primer paso hacia una filosofía que aspire a ser verdaderamente ética.
La hermenéutica no es infalible, pero debe ser transparente. Y cuando se esconde tras la opacidad, deja de ser análisis y se convierte en propaganda. El problema no radica en equivocarse, lo encontramos en la voluntad deliberada de torcer los hechos hasta hacerlos encajar en narrativas preestablecidas. Cuando los datos contradicen la versión oficial, se silencian. Y cuando se silencian, la ciudadanía pierde su derecho a decidir de manera plenamente informada.
En este contexto, la muerte de Charlie Kirk —presentada como un asesinato político ocurrido el 10 de septiembre de 2025— debe ser nombrada como lo que es: un acto de violencia con valor comunicativo. Llamar a los hechos por su nombre no implica abrazar sin crítica los relatos conspirativos que lo rodean, pero tampoco aceptar sin examen la comodidad de las versiones oficiales. Lo que interesa aquí es comprender cómo estos sucesos, ciertos o supuestos, se convierten en mensajes que atraviesan el espacio público como ondas que se expanden en la memoria común.
Así, el asesinato de un líder político no es sólo un hecho biográfico interrumpido ni una mera pérdida individual. Es, sobre todo, un acto comunicativo. El asesinato de Charlie Kirk, presentado como golpe contra el movimiento MAGA, debe leerse en ese registro: no únicamente como un proyectil que atraviesa un cuerpo, sino como una flecha lanzada con precisión hacia la conciencia colectiva.
Toda comunicación implica un emisor, un código, un mensaje, un canal y un destinatario. Un asesinato público sigue esa misma estructura. El emisor —en este caso atribuido a un poder oculto, un deep state— cifra su intención en un acto simbólico de máxima contundencia. El código elegido combina elementos materiales y narrativos: un arma abandonada, símbolos inscritos en la munición, la elección de la fecha o del escenario. El canal es la visibilidad mediática: cámaras, retransmisiones, titulares que aseguran la propagación del mensaje. El destinatario no es únicamente la víctima inmediata, sino toda una comunidad política que decodifica el sentido oculto: “nadie está a salvo, la disidencia tiene un precio”.
Las flechas comunicativas, como enseñaba la antigua retórica, son eficaces no tanto por el arco que las dispara como por la diana que alcanzan. La violencia política se convierte así en discurso, en gramática de poder. El disparo comunica más allá de la herida física: disciplina, infunde miedo, refuerza hegemonías. En este sentido, el asesinato de Kirk funciona como un enunciado global que excede lo local o lo contingente inscrito en un patrón más amplio de atentados políticos contemporáneos.
La historia reciente está llena de ejemplos donde la violencia se convierte en gramática del poder. Los asesinatos de John F. Kennedy, Martin Luther King y Malcolm X no fueron solo pérdidas humanas, sino mensajes dirigidos a comunidades enteras. Cada disparo comunicó la fuerza de estructuras dispuestas a eliminar a quienes cuestionaban su dominio.
El patrón se repite en episodios más próximos: el intento de asesinato contra Donald Trump en Pensilvania, el atentado contra Robert Fico en Eslovaquia, la muerte de Daria Dugina en Rusia. Más allá de sus diferencias, todos estos hechos se insertan en una misma lógica: la violencia pública funciona como discurso, como recordatorio de que la disidencia no se tolera sin coste.
El fenómeno revela un rasgo central de la guerra cognitiva contemporánea. Los atentados ya no son solo acciones militares o policiales: son operaciones simbólicas. Se dirigen menos al control territorial que a la manipulación perceptiva. Lo decisivo no es tanto quién dispara como qué significa el disparo. La eficacia del mensaje depende de la capacidad de condicionar interpretaciones, instalar miedo, o dividir reacciones. De ahí que el mismo acontecimiento pueda ser leído como martirio por unos y como celebración por otros: la diana no es única, y la flecha se fragmenta en interpretaciones divergentes que, aun así, reproducen el efecto de polarización buscado.
La comunicación, en su esencia, es un proceso de dirección y destino. Una flecha que no acierta su blanco carece de sentido. Los actos de violencia política adquieren sentido en la medida en que logran percutir en la diana de la sociedad, produciendo obediencia, temor o alineamiento. En el caso Kirk, el mensaje se multiplica en ecos mediáticos, en redes sociales, en reacciones internacionales: cada repetición prolonga la trayectoria de la flecha, cada comentario asegura que el proyectil siga viajando, clavándose en nuevas conciencias.
La hermenéutica de estos hechos exige, por tanto, ir más allá del relato conspirativo. Comprender la estructura comunicativa del acontecimiento es tan importante como establecer la autoría material de los hechos. El poder —oculto o visible— actúa comunicando. Y comunica a través de la violencia porque sabe que no hay mensaje más claro que un cuerpo abatido en público, ni flecha más directa que la que atraviesa la carne y la mirada de millones al mismo tiempo.
De este modo, la violencia política se inserta en la misma lógica de toda comunicación: elegir un contenido, cifrarlo en un signo, transmitirlo por un canal y esperar su desciframiento. Sólo que aquí la semántica no se escribe con tinta, sino con pólvora. Y la sintaxis no articula palabras, sino muertes que significan. En ese nivel, el asesinato deja de ser mero crimen para revelarse como discurso de poder: un mensaje-flecha que hiere tanto a la víctima como a la sociedad entera, obligada a leer en el aire la advertencia de quienes dominan el arco. Claro que, para querer saber algo son necesarias la memoria, el entendimiento y la voluntad , y la masa sucia en la que nos hemos convertido apenas pasaremos de la mediana comprensión del mecanismo de la palanca ,así tengamos al mismísimo Werner Heisenberg susurrándonos al oído el porqué.
Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there