Todas las tramas tienden a desembocar en la muerte.

Don Delillo, Ruido de fondo

Hay novelas que se imponen en la bibliografía de un autor no tanto por su ambición aparente como por la concentración de intuiciones que consiguen organizar. Ruido blanco, publicada por Don DeLillo en 1985 y distinguida con el National Book Award, es una de ellas. Así, más que un título de éxito, la novela del gigante neoyorkino, es el lugar donde cristalizan de forma excepcional sus obsesiones centrales: la muerte, la tecnología, los medios, la vida doméstica como laboratorio de todo ello, con una precisión que el propio DeLillo solo alcanzará de forma intermitente en libros posteriores, lo cual, hablando de Delillo es mucho decir.

La familia como laboratorio del miedo

El punto de partida podría anunciar una trama demasiado manida: Jack Gladney, profesor universitario y fundador de un departamento de estudios sobre Hitler en una pequeña institución del interior de Estados Unidos, descubre que ha sido expuesto a una nube tóxica que puede acortar su vida. El hombre blanco de clase media confrontado súbitamente con su mortalidad constituye casi un subgénero dentro de la narrativa norteamericana. Sin embargo, DeLillo desactiva desde el inicio las coartadas habituales de ese relato.

El matrimonio de Jack y Babette no se presenta como una unión en ruinas ni como el decorado de una crisis masculina. Se quieren, se desean, se preocupan el uno por el otro y, quizá lo más insólito, se ocupan de sus hijos con una mezcla de ternura y fatiga reconocible. La novela subraya el dato biográfico, varios matrimonios anteriores, hijos de distintas parejas, para acto seguido, neutralizar la expectativa melodramática: no hay guerra de sexos, no hay sarcasmo conyugal programático, no hay conversión de la esposa en antagonista doméstica como pretexto para la deriva del marido.

En torno a una pregunta recurrente, «¿quién morirá primero?», se organiza una intimidad que no está en crisis amorosa, sino en crisis ontológica. La amenaza no es la infidelidad ni el desamor, sino la evidencia de que perder al otro equivale a perder la única forma de vida que ambos reconocen como habitable. El miedo a la muerte, en Ruido blanco, no se plantea desde la abstracción filosófica, sino desde la fragilidad concreta de una familia que funciona razonablemente bien.

La risa al borde del abismo

Uno de los mayores aciertos de la novela reside en su capacidad para sostener a la vez la comedia y el pánico. Ruido blanco es un libro objetivamente divertido, atravesado de escenas absurdas, el rector reconvertido en asesor presidencial que muere en un telesilla; el “granero más fotografiado de Estados Unidos”; el avión que se declara en voz alta “máquina de muerte plateada”, pero el humor nunca borra el fondo inquietante de cada situación. En todo caso, lo hace más nítido.

Cuando un personaje enuncia que “todas las tramas tienden a desembocar en la muerte”, DeLillo formula de manera explícita lo que el propio libro verifica: toda narración, sentimental, política o académica, avanza hacia un punto de imposibilidad. Pero, lejos de organizar la novela como una maquinaria destinada a producir un clímax terminal, el autor opta por una estructura de anticlimax sostenido. El famoso episodio del cruce de la autopista por parte del pequeño Wilder, probablemente uno de los momentos más perturbadores del libro, no desemboca en tragedia visible: el niño sobrevive, la familia no llega a enterarse, la vida continúa.

Es en esa negativa a ofrecer la catarsis donde la sátira adquiere espesor. El lector se ríe, pero la risa no libera, sino que deja al descubierto una incomodidad que ya no puede relegarse a la categoría de simple chiste.

Tecnología, medios y supermercado: el ruido de fondo

Situada en los años ochenta, la novela despliega un inventario casi obsesivo de marcas comerciales, programas de radio, modelos de coche, champús, pastas de dientes, cadenas de supermercados, anuncios televisivos. Ese catálogo constituye algo más que un decorado: es la materia misma del “ruido blanco” que da título al libro. El mundo de Jack y Babette está hecho de datos, de eslóganes, de imágenes publicitarias que se filtran en la conversación familiar con una naturalidad desarmante.

Leída hoy, en la era de Internet y del teléfono inteligente, Ruido blanco no parece un registro arqueológico de la cultura pop de los ochenta, sino un ensayo narrativo sobre la manera en que cualquier época incorpora su propia tecnología como zumbido de fondo inevitable. DeLillo no demoniza los artefactos, pero los integra como mediación constante entre el sujeto y la realidad; todo se experimenta a través de una pantalla, de una estadística, de un informe sanitario, de una noticia que irrumpe en la televisión.

El supermercado funciona, en este sentido, como escenario privilegiado. Es un espacio de consumo, sí, pero también una suerte de refugio ritual donde la familia se recompone, pasea, se distrae. El orden de los productos, la repetición de las marcas, la luz impersonal de los pasillos configuran un paisaje que la novela presenta como extrañamente estable. Mientras los personajes viven sometidos al sobresalto del peligro tóxico, de la enfermedad, del envejecimiento, el supermercado permanece inalterable, ofreciendo la ilusión de una continuidad que el resto de la vida desmiente.

Entre los personajes que orbitan en torno a Jack, destaca Orest Mercator, el muchacho que se prepara obsesivamente para batir el récord de permanencia en una jaula con víboras de Gabón. Su objetivo, tan insensato como metódico, introduce una variante decisiva en la economía simbólica de la novela: frente al miedo abstracto y estadístico que paraliza a Jack, Orest adopta un miedo primario, biológico, casi ritual. Mientras el protagonista intenta esquivar la muerte filtrada por datos, diagnósticos y dispositivos tecnológicos, Orest elige enfrentarla en su forma más antigua y visible.

Su preparación, una combinación de disciplina, apatía y una voluntad de hierro sin motivación clara, funciona como una réplica irónica de la ansiedad moderna: donde Jack acumula información para apaciguarse sin éxito, Orest convierte la información en una vía hacia el riesgo. En cierto sentido, el joven encarna el reverso grotesco y lúcido de Jack: un sujeto que, para sobrevivir al miedo, decide entrar voluntariamente en su núcleo venenoso. Es una figura cómica y casi mística, absurda y brutal, que revela por contraste hasta qué punto el miedo de Jack es un miedo sin objeto.

Para comprender hasta qué punto DeLillo puede transformar una escena en una miniatura metafísica, basta leer un pasaje como este:

“Babette, Wilder y yo acudimos constantemente al paso elevado. Nos llevamos un termo de té helado, estacionamos el automóvil y contemplamos la puesta de sol. Las nubes no constituyen un elemento disuasorio. Las nubes intensifican el dramatismo a la vez que atrapan y modelan la luz. (…) ¿Qué más cabe añadir? Las puestas de sol no tienen prisa, y nosotros tampoco. (…) Algo dorado desciende sobre los presentes, una suavidad adquirida por el aire. (…) Algún tiempo después, cuando ya han descendido las tinieblas, los insectos comienzan a chillar bajo el calor y todos vamos dispersándonos tímida y educadamente, coche tras coche, devueltos a nuestras identidades separadas y defendibles.”

La escena, situada al final de la novela ni genera conflicto, ni revela información nueva. Pero concentra, con una precisión extraordinaria, la mezcla de asombro y desconcierto, la incapacidad para interpretar los fenómenos, la sensación de que algo, no se sabe qué, está a punto de ocurrir o tal vez ya ha ocurrido. Es un momento de suspensión, de espera sin objeto, una suerte de epifanía invertida donde lo que se revela es precisamente la oscuridad.

Wilder, Babette y las formas del miedo

También el pequeño Wilder ocupa un lugar silencioso y decisivo. Apenas pronuncia palabras, pero su presencia estructura buena parte de la novela. En la primera parte, Babette lo pierde de vista con frecuencia, lo busca por la casa presa de un pánico casi físico. Más adelante, cuando entra en escena el Dylar, el fármaco clandestino que promete neutralizar el miedo a la muerte, la dependencia se invierte: Babette se aferra al niño hasta el punto de convertirlo en una extensión de sí misma. DeLillo articula así una de las ironías más duras del libro: el episodio de peligro máximo para Wilder tiene lugar precisamente cuando la familia ha dejado de vigilarlo.

Babette, por su parte, encarna el conflicto más sutil de la novela. La revelación de su relación con el misterioso suministrador de Dylar no se resuelve en clave de drama marital convencional. Lo que se resquebraja no es tanto el matrimonio como la narrativa interna que Jack había construido sobre su esposa. A partir de entonces empieza a hablar de ella en tercera persona, a insistir en la “esencia” de Babette como mujer transparente y sin secretos, como si necesitara reafirmar un ideal que los hechos han puesto en duda. El miedo a la muerte se duplica así en miedo a la opacidad del otro y, en última instancia, a la opacidad de uno mismo.

Estilo y estructura: una precisión engañosamente ligera

Formalmente, Ruido blanco se organiza en tres partes ,“Ondas y radiación”, “El acontecimiento tóxico en el aire” y “Dylarama”, que no responden a la lógica clásica de planteamiento, nudo y desenlace, sino a una sucesión de bloques temáticos donde lo doméstico, lo académico, lo mediático y lo catastrófico se intercalan sin transición dramática marcada. La novela avanza por acumulación evitando la escalada.

La prosa de DeLillo, por su parte, combina la frase lapidaria con el diálogo hipercodificado. Casi todos los personajes hablan con una fluidez conceptual que roza lo inverosímil, desde los niños hasta los profesores universitarios, pero ese artificio responde a una decisión estética clara: el mundo de Ruido blanco está saturado de discurso, de explicaciones, de teorías improvisadas sobre cualquier asunto. En ese exceso verbal se filtra, paradójicamente, la imposibilidad de encontrar una formulación que neutralice el miedo fundamental.

En más de una ocasión, DeLillo recurre a enumeraciones que encadenan marcas, conceptos técnicos y referencias históricas. No se trata de mero decorativismo cultural, sino de una manera de mostrar cómo la conciencia se ve invadida por capas de información inconexa que borran la diferencia entre lo esencial y lo trivial. El resultado es una prosa que, siendo de lectura ágil, deja una sedimentación inquietante.

Vigencia y lugar en la obra de DeLillo

El propio DeLillo ha regresado una y otra vez a los asuntos que aquí aparecen en estado de especial concentración: la multitud como forma de protección frente a la muerte (Mao II), la mediatización de la experiencia, la sensación de vivir en una época cuyo ruido excede nuestra capacidad de interpretación. Pero es difícil encontrar en su obra otra novela en la que el engranaje resulte tan ajustado y en la que el humor, la ternura y el terror convivan con semejante naturalidad.

Que Ruido blanco pueda leerse hoy sin apenas desgaste dice mucho tanto de la lucidez con que fue escrita como de la continuidad de los problemas que aborda. La nube tóxica, el medicamento milagroso, la saturación tecnológica, la familia como refugio y como foco de desinformación, el supermercado como espacio simbólico, no son ya metáforas de un momento histórico cerrado, sino figuras de una condición que se ha extendido y sofisticado.

El mayor mérito de la novela consiste en haber formulado de manera explícita aquello que suele permanecer encubierto bajo discursos consoladores como es el caso de el odio a la muerte, ese rechazo instintivo de su inevitabilidad, y la sospecha de que el valor que concedemos a la vida está siempre contaminado por el miedo. DeLillo rompe ese pacto tácito sin convertir la experiencia en sermón ni en tragedia solemne. Lo hace desde una mezcla de ironía y compasión que, más allá del ejercicio de sátira, invita al lector a reconocerse en unos temores que no son solo de Jack Gladney, sino del propio sistema de vida que la novela describe.

Ruido blanco no es únicamente una de las obras maestras de DeLillo, sino una de las formulaciones más precisas de la literatura norteamericana contemporánea sobre el vínculo entre muerte, tecnología y vida común. Un libro al que se vuelve, no para hallar consuelo, sino para recordar, con una franqueza poco habitual, que el ruido que nos rodea no elimina el miedo, pero puede, al menos, nombrarlo.

Si hubiera que situar Ruido blanco en una estantería, podría colocarse cerca de American Psycho por su tono satírico, su mirada ácida sobre la cultura de consumo y su protagonista masculino que se enfrenta a un vacío existencial. La diferencia es que DeLillo nunca recurre a la violencia espectacular ni al escándalo. No quiere sacudir a golpes al lector como lo hace Easton Ellis en su extraordinaria obra maestra. Delillo, quiere hablar con él. Establecer un diálogo lúcido y extraño sobre aquello de lo que casi nunca hablamos en serio: la muerte, el miedo, y el ruido que inventamos para no escuchar del todo el silencio que hay detrás.

Releo Ruido blanco cada pocos años. No porque sea un libro “positivo”, ni porque ofrezca consuelo religioso o filosófico, sino porque me saca del agujero y me recuerda algo muy simple: todos sentimos esto. Todos estamos intentando sobrellevarlo como podemos. La sociedad es absurda, el supermercado sigue igual, los anuncios prometen productos que no necesitamos, la tecnología nos envuelve en un zumbido constante… y a pesar de todo, dentro de ese ruido blanco todavía hay espacio para el amor, para la risa nerviosa, para salir en bicicleta, y para el pensamiento.

Ah, casi lo olvido: aquel mismo año Cormac McCarthy publicó Meridiano de sangre, como si la literatura quisiera ofrecer otro tipo de ocaso, más seco, más brutal, infinitamente más rojo. Pero, hoy no se trataba de McCarthy .

Rferdia

Let`s be careful out there