“Words, sentences, numbers, distance to destination.”
The man touched the button and his seat moved from its upright position. He found himself staring up at the nearest of the small screens located just below the overhead bin, words and numbers changing with the progress of the flight. Altitude, air temperature, speed, time of arrival. He wanted to sleep but kept on looking.
Heure à Paris. Heure à London.
“Look,” he said, and the woman nodded faintly but kept on writing in a little blue notebook
Palabras, frases, números, distancia hasta el destino.»
El hombre presionó el botón y su asiento regresó a la posición vertical. Se encontró mirando la pantalla más cercana, situada justo debajo del compartimento superior, donde palabras y números cambiaban al ritmo del vuelo. Altitud, temperatura exterior, velocidad, hora de llegada. Quería dormir, pero no podía dejar de mirar.
Hora en París. Hora en Londres.
—Mira —dijo él—, y la mujer asintió apenas, pero siguió escribiendo en un cuadernito azul.
Don Delillo, The Silence
“I don’t believe in perfection. I believe in the tension between what you are and what you could be.”
“No creo en la perfección. Creo en la tensión entre lo que eres y lo que podrías ser».
Keith jarret
Everything is barely there. Not even people, just shadows and movements.”
Todo apenas está. Ni siquiera las personas, solo sombras y movimientos.”
Don Delillo, The Silence
Para
Un avión viaja de París a Nueva York. En un apartamento neoyorquino, Diane, Max, y Martin ( ex-alumno de Diane) están frente al televisor, listos para ver el Super Bowl. Todo parece funcionar, hasta que la pantalla se apaga, los teléfonos dejan de responder y el avión sufre una avería que obliga a aterrizar de emergencia. No hay anuncio ni explicación: el mundo simplemente se detiene. Desde ese corte —mínimo, inexplicado— comienza The Silence, la novela más breve y afilada de Don DeLillo.
No hay introducción ni escena situada. Hay cifras: altitud, temperatura, velocidad. La voz que las comunica no es de un piloto ni de un narrador: es automática, funcional. DeLillo no presenta un mundo, si acaso interrumpe uno en movimiento. Comienza por el lenguaje desprovisto de sujeto. Todo funciona. Y sin embargo, algo ya ha comenzado a vaciarse.
A partir de ahí, el lenguaje no colapsa porque el genio neoyorkino lo reduce a lo esencial. No en el sentido de lo mínimo, sino de lo que sobrevive cuando los usos convencionales se apagan. Sin ir más lejos, en los diálogos entre Diane y Martin no hay intercambio efectivo, pero sí un esfuerzo por mantenerse en una estructura conversacional, aunque frágil. Cada réplica —suspendida, indirecta, a veces tangencial— suena como si se pronunciara para no abandonar al otro. La frase ya no tiene como objetivo comunicar información: tiene como objetivo preservar un vínculo. El lenguaje no informa: sostiene.
En Max, esa lógica se extrema. Su monólogo no delira, desborda. Recita nombres de jugadores, conceptos de física, frases perdidas. No porque haya perdido el juicio, sino porque ha interiorizado una forma de emisión continua. Quien habla no es él, habla la memoria residual de la pantalla. Max continúa retransmitiendo, incluso cuando ya no hay partido. Es una forma involuntaria de lealtad. En él, la lengua no se rompe: se automatiza.
DeLillo no registra una pérdida, consigna una transformación. No hay nostalgia. No hay juicio. Hay una voluntad radical de atender cómo sigue funcionando el lenguaje cuando ya no funciona como antes. Esa es su estética: observar cómo una frase puede todavía, aunque descolgada de todo sistema, alojar una forma de cuidado. No es una épica del silencio, sino una ética de la conversación sin sostén.
En el New Vienna Concert, Keith Jarrett hace algo similar desde el piano. La primera sección —contenida, escueta, más meditativa que lírica— se establece no como desarrollo, sino como presencia. Las frases musicales no avanzan hacia un clímax. No buscan resolución. Tampoco se detienen en la repetición nostálgica. Se despliegan con extrema atención, cada una como si llevara dentro la conciencia de ser quizá la última. No hay dramatismo, pero hay una intensidad sin necesidad de recurrir a él.
La parte V del New Vienna Concert —una balada meditativa que se extiende con ritmo contenido y armonía controlada— ofrece un equivalente sonoro de la escena del hospital. No hay clímax, no hay lirismo explícito, pero sí una estructura emocional precisa. En el capítulo 5 de The Silence, titulado «Sistemas perdidos en el punto crucial de la vida cotidiana», Jim y Tessa acuden a una clínica tras el accidente. Jim recibe atención médica, pero antes de ello, se alejan de la fila de admisión, entran en un lavabo de uso público, y allí, entre el frío clínico del espejo y el metal del dispensador, ocurre algo fuera de guión: un encuentro sexual improvisado, urgente, sin anuncio ni transición. La escena está escrita sin ornamentación, sin énfasis, pero con una intensidad coreográfica. En Jarrett, esa misma lógica sostiene la parte V: una melodía que se despliega, se interrumpe, vuelve sobre sí. Sin urgencias, puro pulso.

Tengamos paciencia y hagamos cola, a ver qué nos dice la funcionaria del taburete.
-Pero primero.
-Pero primero -dijo ella.
Abandonaron la cola y al cabo de un momento encontraron un lavabo desocupado. En aquel espacio reducido él la puso contra una pared desnuda y le abrió el abrigo y ella le desabrochó el cinturón y le bajó los pantalones y los calzoncillos y le preguntó si le dolía la cabeza y él contestó desnudándola despacio y con cuidado y los dos hablaron de lo que estaban haciendo, de cómo, dónde y cuándo, sugiriendo, aconsejando, intentando no reírse, y el cuerpo de ella se deslizó pared abajo y él dobló las rodillas para mantener la distancia y el ritmo.
Alguien llamó a la puerta y les habló desde el otro lado. Un poco de consideración. Luego otra voz, con acento. Tessa susurró una lista de nacionalidades mientras completaban el acto y se secaban toscamente el uno al otro con toallitas procedentes del dispensador contiguo al espejo.
Terminaron de vestirse y se miraron durante un momento largo. La mirada resumía el día entero y el hecho de su supervivencia y la profundidad de su conexión. El estado de las cosas, el mundo de fuera, requeriría otro tipo de mirada cuando fuese oportuno.
Luego salieron por la puerta y enfilaron el pasillo. Ahora la cola era mucho más corta y decidieron sumarse a ella y esperar.
Don Delillo, El Silencio
La parte VII refuerza esta lectura. Aquí, Jarrett introduce un motivo melódico que se repite con mínimas variaciones a la vez suspendidas y afirmativas. Es una forma que no concluye, pero que insiste. En el lavabo, esa misma tensión persiste: el deseo no es liberación ni clímax, sino una manera de afirmarse en medio del colapso. La escena no explica ni resuelve. Solo se sostiene. Como en Jarrett, el espacio íntimo no está lleno de sentido: está lleno de forma. Una forma que basta.
Ambos trabajan con materiales heterogéneos—si es que admitimos divergencias entre la prosa y el sonido — pero comparten una operación formal porque restauran la atención como principio compositivo cuando la expresividad ha colapsado. Ni Jarrett ni DeLillo confían ya en el gesto exuberante, ni en la elocuencia, ni en la transmisión fluida. Lo que ofrecen es una forma de escritura (literaria o musical) en la que cada unidad ha sido deliberada, sin garantía de comunicación, pero con la certeza de que hacer forma sigue siendo necesario.
Hay una escena hacia el final de The Silence en la que Tessa —la menos definida de las voces del libro— entra en un estado casi litúrgico. No responde a nadie. Habla como si repitiera frases desde un lugar que no pertenece al presente. La escena no cierra el texto. Tampoco lo explica. Es una figura suspendida, como el acorde final de la parte VII en New Vienna donde Jarrett repite una célula mínima, la sostiene, y deja que se extinga sin énfasis. Carece de resolución. Se trata de una forma de soltar con cuidado.
Ninguno de los dos ofrece consuelo. No hay sentimentalismo en la escritura de DeLillo, como no lo hay en las notas finales de Jarrett. Lo que hay es una disciplina: decir o tocar sin exceso, sin retórica, sin defensa. Una forma de mantenerse fiel a lo que aún puede sostenerse: una línea, una frase, una nota.
DeLillo y Jarrett no restauran el orden, ni siquiera lo simulan. Se mueven en el terreno erosionado de lo expresivo sin escenificar la ruina. No apelan al efecto, ni al símbolo, ni a la nostalgia. La forma no es símbolo de nada: es lo que queda cuando todo lo demás ha cedido. Es como una silueta de dignidad. Persistir, no como consuelo, sino como categoría. Un fragmento, una línea, un acorde: no como esperanza, sino como lo último que aún puede hacerse con precisión.
/b/
Le´ts be careful out there.