Que la Historia —y lo escribo así, con mayúscula inicial, no por un prurito reverencial hacia la palabra, sino por la costumbre, quizá viciosa, de conferirle al concepto un aire de entidad que, si existiese de verdad, podría sentarse en una mesa a discutir con nosotros— haya reducido a unos pocos apellidos la imagen de todo un poder económico, y que entre esos apellidos el de los Rothschild aparezca casi siempre en primer término, es algo que dice tanto del poder de esa familia como, sobre todo, de la docilidad con que aceptamos las versiones simplificadas, esas que parecen creadas para no hacernos perder tiempo ni, sobre todo, para obligarnos a pensar en los huecos que dejan. Porque, si uno se detiene en ellos —en los huecos—, y empieza a llenarlos no con suposiciones vagas sino con datos obstinados, descubre que, mucho antes de que los Rothschild se convirtieran en sinécdoque del capital judío, ya había otras dinastías, algunas tan antiguas como las propias rutas comerciales que alimentaban, que habían levantado, con discreción y persistencia, una arquitectura de relaciones financieras y políticas sin la cual el capitalismo moderno difícilmente habría tomado la forma que tomó.

No fue, claro está, un proyecto diseñado de antemano —esa tentación de imaginar conspiraciones perfectas ignora el peso del azar, de la oportunidad y del ensayo y error—, pero sí fue una consecuencia de algo tan tangible como la circulación del dinero y tan intangible como la confianza que, dentro de ciertos linajes, podía viajar más rápido y más lejos que cualquier documento sellado. Y si hay un punto de partida para entender cómo se tejió esa red, no está en los despachos de Londres del siglo XIX, sino en las expulsiones de 1492 y 1497, cuando la monarquía hispánica primero, y la portuguesa después, forzaron la conversión o el exilio de miles de judíos sefardíes.

Aquellos conversos —marranos, en la jerga de la época, palabra que a fuerza de repetirse oscila entre el insulto y la categoría fiscal—, llevaron consigo algo más que oro o letras de cambio: llevaron la memoria de los tratos cerrados en puertos mediterráneos, el conocimiento de las tasas y aranceles en cada plaza, y sobre todo una red de parentescos que atravesaba fronteras políticas y que podía recomponerse, como un tejido vivo, allí donde las circunstancias lo exigiesen.

Holanda, y muy especialmente Ámsterdam, ofreció a partir del siglo XVI un refugio que no era, conviene decirlo, idílico —la tolerancia, incluso la holandesa, suele ser menos virtud moral que cálculo económico—, pero que sí permitió a estos comerciantes y banqueros recuperar abiertamente su fe y, con ella, su lugar como agentes visibles del comercio internacional. Allí invirtieron en expediciones ultramarinas, entraron como accionistas en la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, prestaron dinero a la Casa de Orange y consolidaron alianzas matrimoniales que, más allá del vínculo afectivo, tenían el efecto práctico de cerrar el círculo y evitar que el capital escapara de las manos de la red.

(Escena): Imagino —y la imaginación aquí no es capricho sino ejercicio de reconstrucción— la sala del Banco de Ámsterdam en un mediodía de 1650: el eco de los pasos sobre el pavimento de piedra, el olor acre de la tinta mezclada con cera de sellar, y un corredor que atraviesa la penumbra con una carta doblada en cuatro, llevando en ella el compromiso de un préstamo que, aunque firmado en la ciudad, se decidirá en realidad en las casas de familia, alrededor de una mesa donde el pan, el vino y las cifras conviven sin escándalo.

En ese escenario, familias como los López Suasso se convirtieron en actores de primer orden: Antonio, y más tarde su hijo Francisco, no solo amasaron fortunas colosales, sino que en 1688 pusieron sobre la mesa —literalmente— los dos millones de florines que hicieron posible la expedición de Guillermo de Orange a Inglaterra. Los Pereira, por su parte, compartieron con ellos el patrocinio de esa operación que, sin la menor exageración, alteró el mapa político de Europa. Los de Pinto, banqueros de altos vuelos y también intelectuales —Isaac de Pinto escribió sobre la bolsa con la frialdad de quien no confunde nunca teoría y negocio—, aportaron capital y prestigio. Los Mocatta, más especializados, hicieron del comercio de metales preciosos una vía de influencia directa sobre las finanzas londinenses. Los Rafaeli fundaron en 1787 un banco en Ámsterdam, Raphaels Bank, que trasladaron después a Londres durante las guerras napoleónicas, prueba de que el capital, cuando se mueve, rara vez lo hace a ciegas.

(Escena): Un amanecer frío en noviembre de 1688. El puerto de Hellevoetsluis, cubierto por una neblina baja. Sobre las tablas húmedas del muelle, cajas marcadas con iniciales apenas visibles: L.S., P., D.P. Dentro, doblados en cuero y lienzo, lingotes y monedas que no viajarán en la bodega con la mercancía común, sino en compartimentos discretos, casi invisibles. Los soldados hablan en bajo; los marineros fingen no oír. Ese dinero no es solo el combustible de una expedición: es el pasaporte que transformará a un príncipe holandés en rey de Inglaterra.

Pero no todos fueron sefardíes. Entre los asquenazíes hubo también nombres decisivos: los Gumperz, que pasaron de suministrar armas y uniformes en la Guerra de los Treinta Años a invertir en el Banco de Inglaterra; los Cohen y los Goldsmith, que aprendieron en Ámsterdam el arte de la intermediación para luego aplicarlo en la City; los Bischofsheim, que enlazaron Ámsterdam, Amberes y Bruselas en una cadena bancaria que mantenía vínculos estrechos con la gran banca inglesa y belga.

Y no sería justo —ni exacto— cerrar este mapa como si se tratara de un gueto financiero. El capitalismo atlántico, al menos en su fase de formación, fue un mestizaje pragmático: familias no judías como los Clifford, ingleses asentados en Ámsterdam, o los Hope, escoceses con barcos propios y diamantes en sus vitrinas, compartieron riesgos y ganancias con sefardíes y asquenazíes. Juntos financiaron expediciones, guerras, infraestructuras y, en más de un caso, operaciones que hoy llamaríamos de “cambio de régimen”, aunque en su momento se presentaran como empresas legítimas.

La Revolución Gloriosa, que la narrativa escolar reduce a un relevo pacífico en el trono inglés, fue, en realidad, una operación política y financiera cuidadosamente articulada: sin el dinero de Ámsterdam, Guillermo de Orange no habría cruzado el canal; sin la victoria de Guillermo, no habría habido Banco de Inglaterra en 1694; sin el Banco, Londres no habría desplazado a Ámsterdam como capital financiera en apenas una generación. Y aquí es donde uno empieza a ver cómo, más que Westminster o el Palacio de St. James, fue la City la que ejerció de verdadero parlamento de estos intereses.

(Escena): Una sala de reuniones en Threadneedle Street, Londres, primeros años del Banco de Inglaterra. La madera oscura de las mesas, el brillo apagado de las monedas en bolsas de cuero, y sobre todo el murmullo grave de hombres que no levantan la voz: la decisión que toman —autorizar un préstamo, respaldar una emisión— afectará a colonias, ejércitos, mercados enteros, pero en ese instante parece solo un acuerdo entre conocidos que se han visto, con otras ropas y otras monedas, en Ámsterdam, Amberes o Lisboa.

A lo largo del siglo XVIII, el traslado del capital sefardí y asquenazí de Holanda a Inglaterra no fue un exilio improvisado, sino un cálculo frío: Holanda perdía fuerza, Inglaterra ofrecía estabilidad jurídica, acceso a mercados globales y un imperio en expansión. En ese movimiento, la red no se disolvió; se reconfiguró. Y Londres heredó, junto con el dinero, las prácticas y los vínculos que habían hecho de Ámsterdam la “nueva Gran Jerusalén” del siglo anterior.

Podría, llegado este punto, resumirlo todo en una fórmula y dar por cerrado el asunto: decir que estas dinastías fueron las arquitectas de la globalización financiera antes de que la palabra globalización existiera. Pero hacerlo sería traicionar lo que este relato tiene de proceso abierto. Mejor dejar la frase a medio camino, como esas puertas que se cierran mal y dejan entrar una corriente de aire: lo que inventaron, más que el capitalismo en sí, fue un modo de habitarlo; un modo que convertía el parentesco en sistema, el exilio en ventaja, la dispersión en red, y que les permitía —como sigue permitiendo a sus herederos, visibles o no— estar en todas partes y, al mismo tiempo, en ninguna.

Y acaso —después de seguir el hilo, de ver cómo el poder se recubre de respetabilidad sin dejar nunca de ser poder, de comprobar que la justicia, cuando llega, siempre lo hace tarde y por accidente— la pregunta final, más que formulada, se nos escape como un suspiro entre resignado y burlón: ¿habrá, en algún lugar, alguien que todavía espere ver a los sionistas israelíes, con Netanyahu al frente, sentados un día en el banquillo por el genocidio de Gaza? No lo pregunto para agitar conciencias vírgenes, sino para recordar —parafraseando a Goethe— que lo más difícil de todo es lo que nos parece más fácil: ver con nuestros propios ojos lo que tenemos delante de nuestras narices. Porque ahí están, a plena luz, los diez Estados del bloque BRICS+, capaces de exhibir una retórica incesante sobre un “orden mundial más justo” y, al mismo tiempo, de no mover un solo dedo: no hay sanciones, no hay ruptura de relaciones diplomáticas ni económicas, no hay embargo, ni siquiera una suspensión simbólica de la cooperación con Israel. Por el contrario, para la mayoría de ellos, las relaciones comerciales —especialmente en energía, tecnologías de vigilancia, infraestructuras o armamento— se han mantenido, e incluso intensificado, en 2024 y 2025. El doble lenguaje diplomático no es un accidente: es la prueba viva de que, cuando los principios tropiezan con los intereses geopolíticos, económicos o de seguridad, son siempre los principios los que acaban cayendo por la borda. Y, sin embargo, ahí siguen algunos, con la fe intacta, aguardando su juicio ejemplar… como si la justicia internacional no llevara siglos funcionando como un club privado donde la entrada siempre se reserva a los derrotados. Sin el sostén de Washington y la complicidad de Europa occidental, el gobierno neofascista israelí no podría continuar el genocidio. La Solución Final puesta en marcha por Netanyahu seguirá su curso, implacable: una procesión de condenados.

Coda

Por «condenados», entiendo a los excluidos. Tendremos una procesión de todos los datos que la ciencia ha tenido a bien excluir. Batallones de malditos, dirigidos por los descoloridos datos que yo he exhumado, se pondrán en marcha. Unos lívidos, otros inflamados y algunos podridos. Entre ellos, ya algunos son cadáveres, momias o esqueletos chirriantes y vacilantes, animados por todos aquellos que fueron condenados vivos. Deambularán gigantes hundidos en su sueño. Andarán entre guiñapos y teoremas como Euclides, bordeando el espíritu de la anarquía. Aquí y allá se deslizarán putas. Algunos son payasos, otros son muy respetables. Varios más son asesinos. Horribles pestilencias y supersticiones desencadenadas, sombras y burlas, caprichos y amabilidades. Lo necio, lo pedante, lo raro, lo grotesco y lo sincero, lo hipócrita, lo profundo y lo pueril recibirán la puñalada, la risa y las manos muy pacientemente de toda la decendencia. La apariencia colectiva se situará entre la dignidad y la intolerancia; la voz de la tropa adquirirá el tono de la letanía desafiante, pero el espíritu del conjunto será procesional. El poder que ha decretado que todas estas cosas sean condenadas es la ciencia dogmática, sin embargo, ellas continuarán avanzando. Las putas brincarán, los enanos y los jorobados distraerán la atención, y los payasos romperán con sus bufonadas el ritmo del grupo. Sin embargo, el desfile tendrá la impresionante estabilidad de las cosas que pasan, siguen pasando y no dejan de pasar. Por los «condenados», yo entiendo, pues, a los excluidos. Pero por los «excluidos» entiendo también a todos los que, algún día, excluirán, ya que el estado común y absurdamente denominado «existencia» es un ritmo de infiernos y de paraísos, puesto que los condenados no seguirán siendo condenados, pues la salvación precede a la perdición. Y nuestros andrajosos malditos serán, un día, ángeles melifluos que, mucho más tarde, volverán al mismo lugar de donde han venido. Sostengo que nada puede pretender ser, excepto si logra excluir algo; esto que se denomina comúnmente «ser» es una diferencia entre lo que está incluido y aquello que está excluido. Estimo también que no hay diferencias positivas, que todas las cosas son como el insecto y el ratón en el interior de su queso. Insecto y ratón: nada más distinto que estos dos seres. Permanecen allá una semana o se quedan un mes, y, acto seguido, no son más que transmutaciones de queso. Creo que todos somos insectos y ratones que tienen diferentes expresiones, pero que pertenecen al mismo queso universal. Para entenderlo mejor, el rojo no es positivamente distinto del amarillo, sino otro grado de vibración, de la cual el propio amarillo es un grado. El rojo y el amarillo son continuos o se funden en naranja; de manera que, si la ciencia, sobre la base de la cualidad de rojo o de blanco, debiera clasificar los fenómenos, incluyendo todas las cosas rojas como verdaderas y excluyendo todas las amarillas como ilusorias, la demarcación sería falsa y arbitraria, ya que los objetos naranjas constituyen una continuidad y pertenecerían a los dos lados opuestos de la frontera. Ahora bien, resultará que no se ha concebido jamás una base más razonable de clasificación, de inclusión o de exclusión, que el rojo y el amarillo. La ciencia, utilizando diferentes bases, ha incluido o excluido multitud de datos; pues, si el rojo es un continuo con el amarillo, si toda base de admisión y toda base de exclusión son un continuo, la ciencia ha debido incluir hechos que prolongaban aquellos mismos que ella aceptaba. En el rojo y el amarillo, que se funden en naranja, querría tipificar todos los test, todos los estándares, todos los medios que permitan formarse una opinión. Toda opinión posible sobre un tema cualquiera es una ilusión basada sobre este sofisma de las diferencias positivas. La búsqueda de todo entendimiento tiene por objeto un hecho, una base, una generalización, una ley, una fórmula, una premisa mayor positiva…, pero lo mejor que se ha hecho ha sido desprenderse de las evidencias. Esta es la cuestión, aunque no obtuvo resultado. Y, sin embargo, la ciencia ha actuado, ordenado, condenado, como si esta cuestión hubiera obtenido un resultado.

Charles Fort, El libro de los condenados

ramonacrobata
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)

Let`s be careful out there