Es el único libro español de los años sesenta que puede dialogar sin complejos con la modernidad europea.

Ignacio Echevarría, artículos críticos

Luis Martín-Santos devolvió a la narrativa española la conciencia de que el lenguaje podía ser un campo de batalla.

J.-C. Mainer, La Edad de Plata

Vuelvo a Tiempo de silencio cada cierto tiempo, no tanto para releerlo entero como para comprobar si sigue siendo tan extraño como la primera vez. Y lo es. Lo sigue siendo. Hay libros que envejecen, libros que se acomodan a nuestras lecturas posteriores, libros que aceptan su lugar. Este no. Tiempo de silencio continúa teniendo algo de intruso, de cuerpo extraño, como si hubiera llegado al escaparate literario español con un adelanto de veinte años sobre lo que el país podía digerir.

Cada vez que lo abro, me encuentro con la misma pregunta silenciosa: ¿cómo es posible que en 1962 alguien estuviera escribiendo así en España?

La historia es mínima, casi humilde. Pedro, un joven investigador, malvive en un Madrid desgarrado por la posguerra en el que hasta conseguir ratones de laboratorio se convierte en una especie de aventura degradada. Esa búsqueda estrafalaria lo arrastra hacia los arrabales, hacia las chabolas, hacia esa España que la literatura de entonces describía con compasión o distancia, pero raramente con la mezcla de lucidez e ironía con la que Martín-Santos se atreve a mirarla.

Martín-Santos renuncia a los caminos rectos y se interna en el pensamiento de sus personajes mediante frases larguísimas, monólogos interiores, cambios bruscos de perspectiva y digresiones que detienen la acción para reflexionar sobre arte, literatura, tauromaquia, pobreza o el propio sentido de vivir. Ese gesto lo conecta con Joyce, con Faulkner, con Proust y también con Baroja, pero no como un discípulo dócil, sino más bien como alguien que ha leído esas voces, las ha digerido y ha decidido hacer con ellas algo propio en un país donde casi nadie estaba escribiendo así.

Hay momentos en que parece que la novela va a descarrilar, que la digresión es demasiado grande, demasiado atrevida, pero justo entonces Martín-Santos la recupera y la devuelve al cauce de la historia. Lo hace con una naturalidad que uno no sabe si envidiar o temer, porque ese talento suele pertenecer a escritores que apenas tienen tiempo para demostrarlo. Y él no lo tuvo.

La novela es también un viaje por un Madrid que ya no existe, pero que sigue siendo reconocible en sus tensiones. La burguesía hablando en un castellano inflado, casi ornamental; los barrios bajos expresándose con una crudeza que no necesita explicación; el lector saltando de un registro al otro como quien cambia de mundo sin moverse del mismo párrafo. Martín-Santos hace sonar la desigualdad. Y lo que suena es una ciudad partida, llena de voces que no se entienden entre sí.

Y en medio de todo eso, Pedro. Pocas veces un protagonista me ha dejado una sensación tan nítida de cansancio ajeno. Cansancio moral, cansancio de existir. Pedro ve, comprende, casi adivina lo que debería hacer, pero no lo hace. Y no es que no lo haga por cobardía ni por maldad, sino por una especie de gravedad interior que lo mantiene pegado al suelo. Es uno de esos personajes que se mueven sin moverse, que avanzan porque algo los empuja, no porque quieran avanzar. Y en ese gesto hay algo profundamente humano. Quizá demasiado humano para la época que le tocó vivir.

He pensado a menudo en la frase que da título a la novela. Tiempo de silencio. ¿Qué silencio? ¿El de la posguerra? ¿El del franquismo? ¿El que se impone desde fuera o el que nace dentro de uno mismo cuando la energía para hablar se agota? Cada lector encontrará su respuesta. Yo, cada vez que vuelvo al libro, descubro un silencio distinto. Y ese silencio me impulsa a repetir.

Hay libros que se leen para pasar el rato; otros, para aprender algo; unos pocos, para acompañar un estado de ánimo. Tiempo de silencio pertenece a esa categoría más rara: la de los libros que te obligan a medir tu propia capacidad de lectura. No porque sean incomprensibles, sino porque te piden una forma de atención que rara vez ejercemos: la de escuchar lo que ocurre dentro de una conciencia al borde del colapso.

La muerte temprana de Martín-Santos convirtió esta novela en un testamento, en una promesa rota. Es imposible no preguntarse qué habría escrito después. Pero quizá parte de su fuerza venga precisamente de ahí: de que nos quedamos solo con una muestra, con una puerta entreabierta hacia una literatura española que podría haber sido otra y no lo fue.

Para los que escribimos, leemos o pensamos en libros, Tiempo de silencio sigue siendo la advertencia silenciosa de que literatura no avanza por inercia. Hablo del hecho de que para dar forma al tiempo y al espacio se necesita, como en la vida, que alguien la empuje con la intensidad suficiente como para descolocarnos. En 1962, ese empujón lo dio Martín-Santos. Y la onda expansiva todavía llega. Hablo de una intensidad para repetir.

Rferdia

Let`s be careful out there