Aunque me hiciera «un daño insoportable» lo que deseo es vivir

Alessandro Baricco océano mar.

A qué cumbre la esperanza eleva a quien de pronto gana noble copa en sus jóvenes años generosos; su virilidad alcanza su más bello impulso; su corazón rebosa bienes más altos que la riqueza. Pero la estación de las delicias es breve y pronto acaba por destino inesquivable. Flor de un día, como el hombre; sueño de una sombra.

Píndaro

Italia es la nación en la que más y mejor se respira el ciclismo. Hay  sin duda otras naciones y lugares donde el ruído es mayor, donde la tradición y el amor por la bicicleta son parejos, cercanos a un fervor pagano rayano en el fundamentalismo, pero cuando hablamos de  respirar, de sostener un mediodía incierto entre la cintura de la mujer a la que amas, eso, llevado a las dos ruedas, sólo sucede en Italia. Desentrañar la Milán-San Remo, 289 kilómetros, desde Pavia a la Vía Roma, casi 7 horas de carrera, la mayoría serenos, hipnóticos y narcotizantes en la línea de costa del Mar Tirreno, es un ejercicio de enorme complejidad. Lo subraya la historia de la carrera, lo aleatorio de su campeones, de todo tipo, y en los que las repeticiones son escasas. Su sencillez es su misterio y ese es el encanto imbatible de Milán-San Remo, que baila un vals con el mar.

La Classicissima aporta la fatiga de una distancia extenuante y dos puntos críticos, la Cipressa y el Poggio. El Turchino es una ascensión tan lejana que solo sirve para el quebranto del ritmo en una carrera que toma temperatura en los últimos 60 kilómetros, cuando las ondulaciones son más pronunciadas. Es a partir de ese instante donde la Cipressa, pero, sobre todo, el Poggio sirven como trampolín para anidar con los brazos abiertos en Vía Roma. Pero abandonemos los lugares comunes tan caros a las estadísticas y la geografía y volvamos a la respiración: en esta ocasión, San Remo explosionó en todos y cada uno  de los 6 ataques llevados a cabo por Tadej Pogačar y  en todas y cada una de las precisas respuestas de Mathieu  Van der Poel, que incluso se atrevió con un contraataque cerca del final del Poggio, al tiempo que Pippo Ganna se preguntaba quién le había dado vela en ese entierro, mientras resistía con la contumacia de un jíbaro las embestidas de los dos gigantes sin perder en ningún momento su figura trazada a escuadra encima de una bicicleta: al italiano habría  que dejarle correr con un traje de Valentino.

 Y es que  pocas veces una carrera puede ser tan selectiva, tan suntuosamente espectacular y tan estéticamente deslumbrante como lo fue ayer el primer Monumento de la temporada. Mathieu Van der Poel es un corredor de la era espacial, ecléctico, especialista en las clásicas como pocos en la historia del ciclismo, y lo volvió a demostrar ayer en la Milán-San Remo, porque al final fue el más fuerte o el que tenía alguna bala más que sus rivales esperando en su revolver. Filippo Ganna, segundo (siempre detrás de Van der Poel) como hace dos años, confirmó una vez más que tiene cualidades para ganar un Monumento. Y Pogacar, en tercer lugar, volvió a ser el director de esta película sobre el heroísmo en bicicleta digna del mejor Bertolucci, rodada en un único plano-secuencia. Tadej corrió como el número uno, como un campeón que quiere ganar y probó todo tipo de soluciones. Primero  pidió a sus compañeros apretar en los primeros kilómetros de la Cipressa, los tres Capi se habían  sorteado en un visto y no visto, y luego arrancó con su sensacional progresión, con su paso ondulante a lo Chaplin, pero esta vez sin éxito, pues primero Ganna y luego Van der Poel se pusieron a su rueda y llegaron con él hasta Vía Roma… 

Se le resiste la Clasiccisima al superclase esloveno que seguirá obsesionado un año más con el lombardo cachalote blanco: su Moby Dick

Let`s be careful out there