He querido transformar el paisaje en un poema lleno de espacio y de sueños.
Carlo Carrà
En el mapa movedizo de las vanguardias del siglo XX, Carlo Carrà ocupa un lugar difícil de fijar. Fue futurista, metafísico, clasicista y paisajista, aunque ninguna de esas etiquetas lo define por completo. En cada una de sus etapas late la misma intuición: que el arte es crisis permanente, tránsito incesante hacia un equilibrio precario, búsqueda de lo invisible. Si el siglo lo obligó a ser testigo de revoluciones, guerras y regímenes, Carrà supo trasladar esas convulsiones al lienzo, no para comentarlas desde la distancia, sino para registrar sus síntomas. Su obra oscila entre extremos —ruido y silencio, dinamismo y quietud, modernidad y tradición—, y en esa oscilación se revela una verdad más honda que cualquier programa estético: la conciencia de que el hombre moderno, despojado de certezas, sólo puede vivir en tensión entre la fe en el porvenir y la nostalgia del origen.
Nacido en 1881 en Quargnento, en el Piamonte, Carrà se formó primero como decorador de interiores. La Europa que recorrió en su juventud le ofreció un aprendizaje fragmentario: en París conoció la vibración luminosa de Renoir y la solidez constructiva de Cézanne, pero también escuchó las proclamas de Bakunin y los ecos de Marx; en Londres se dejó arrebatar por Turner, mientras trataba con emigrados italianos que lo instaron a regresar a Milán y dedicarse con rigor a la pintura. Su formación nómada explica, en parte, la pluralidad de registros que asumirá después. No nació de la clausura académica, sino del roce directo con la modernidad artística y política.
En 1910, el encuentro con Filippo Tommaso Marinetti y Umberto Boccioni lo lanzó de lleno al futurismo. Carrà firma el Manifiesto de los pintores futuristas y, poco después, el Manifiesto técnico. Para él, el arte debía romper con el peso muerto de la tradición y encarnar el vértigo de la ciudad, el estruendo de la fábrica, la energía de la máquina. La velocidad y el dinamismo no eran metáforas, sino realidades que había que traducir al lienzo. En Los funerales del anarquista Galli, pintado en 1910-11, condensa esa visión: una multitud en pugna, banderas agitadas, caballos desbocados, la violencia policial enfrentada al clamor popular. El cuadro vibra con la energía caótica de un instante en el que la historia se manifiesta como pura fuerza material.
No se trataba de representar el mundo, sino de hacerlo estallar. Carrà comprendió que el ángulo agudo, la fuga de líneas y la multiplicación de formas podían dar cuenta de la pasión y de la violencia de la multitud. Y fue más allá: en 1913 redactó La pintura de los sonidos, ruidos y olores, donde formuló la utopía sinestésica de un arte total, capaz de integrar estímulos acústicos y olfativos en el espacio pictórico. El futurismo, en su lectura, era la aspiración a captar la totalidad sensorial de la modernidad: el humo del tren, el rugido de los motores, el olor del hierro ardiente, la embriaguez del cabaret. En esa ambición se percibe todavía la confianza de que el arte podía fundirse con la vida hasta volverse indistinguible de ella.
Pero la Primera Guerra Mundial reveló la otra cara de esa fe. Lo que había sido celebración de la máquina y del progreso se convirtió en devastación tecnológica y muerte a escala industrial. Carrà comprendió que la modernidad no era sólo promesa, sino amenaza. El entusiasmo futurista se le reveló como una crisis más, un episodio transitorio en el largo proceso del arte. El vértigo del futuro debía dejar paso a otra cosa.
El giro llegó en 1917, cuando, destinado en Ferrara durante el servicio militar, conoció a Giorgio de Chirico en un hospital psiquiátrico. De ese encuentro nació la pittura metafisica. Frente al estruendo futurista, Carrà y De Chirico descubrieron la elocuencia del silencio. Sus cuadros muestran habitaciones cerradas, suelos en damero, maniquíes sin rostro, puertas abiertas hacia un vacío negro. En obras como Pénélope o La musa metafísica, los objetos cotidianos —una raqueta, una pelota, una caja, una cruz— aparecen descontextualizados, suspendidos en un espacio sin tiempo. Lo visible se convierte en signo de lo invisible.
Aquí se abre una afinidad profunda con el clima espiritual de la Italia de entreguerras. Diversos pensadores sostenían que el arte no debía limitarse a reproducir lo real ni a la pura experimentación formal, sino abrir acceso a lo trascendente. Julius Evola, en sus primeros escritos, defendía que la pintura podía ser vehículo de conocimiento iniciático, vía de revelación de un orden superior. Carrà, desde otro terreno, llegó a una conclusión semejante: que el arte sólo tiene sentido si es capaz de transformar lo banal en símbolo y de mostrar lo que no se ve. Su pintura metafísica, con su silencio inquietante y su disposición absurda de objetos, no era un mero experimento estético, sino un intento de descifrar el misterio de la existencia.
La revista Valori Plastici, dirigida por Mario Broglio, difundió esta poética como una doble expresión: vanguardia y tradición. Carrà volvió la mirada a Giotto y a Masaccio, convencido de que en su inmovilidad y en su solidez se encontraba un modelo intemporal. También en Henri Rousseau halló la posibilidad de recuperar una pureza perdida. Ese retorno a lo esencial coincidía con una corriente cultural más amplia: la necesidad de volver a lo arcaico frente a la disolución moderna, de hallar en el pasado un fundamento espiritual que ofreciera estabilidad en medio del caos. En esa búsqueda resonaba, de nuevo, con sensibilidades como la de Evola, aunque Carrà nunca lo formulase en términos filosóficos.
En 1919 publica Pittura Metafisica, donde expone su visión del movimiento. Aunque su relación con De Chirico se resintió por disputas de autoría, lo cierto es que Carrà concebía la metafísica como un camino poético: más que una escuela, una disposición, una forma de mirar el mundo con ojos de extrañamiento. El maniquí hierático, la puerta oscura, la geometría absurda eran herramientas para liberar al espectador de la costumbre y sumergirlo en lo enigmático.
A comienzos de los años veinte, Carrà se aleja del enigma metafísico y se orienta hacia un realismo sobrio, monumental. Las hijas de Lot encarna esa transición: dos mujeres bíblicas representadas con gravedad arcaica, en un escenario austero, con un perro flaco como único testigo. El cuadro remite a Giotto, a Masaccio, a la solemnidad de la pintura primitiva italiana. No se trata ya de fragmentar el espacio ni de congelar lo absurdo, sino de recuperar la claridad de las narraciones y la solidez de los cuerpos.
Ese viraje lo aproxima al Novecento Italiano y, más tarde, al grupo Strapaese, que exaltaban lo rural, lo nacional y lo clásico frente al cosmopolitismo. Carrà, que en su juventud había simpatizado con el anarquismo, termina acomodándose en un nacionalismo conservador y en un clima cultural afín al fascismo. Ese acomodo ha pesado en la valoración crítica de su obra. Conviene, sin embargo, leerlo no sólo como alineamiento político, sino como parte de una sensibilidad extendida en la Italia de la época: la búsqueda de un orden espiritual, de un fundamento arcaico que sostuviera la vida frente a la modernidad disolvente. En ese contexto, sus paisajes y figuras no son simples motivos pictóricos, sino encarnaciones de un orden metafísico que el régimen trató de instrumentalizar.
Durante las décadas de 1930 y 1940, ya como profesor en la Academia de Brera, Carrà se dedicó a un arte cada vez más contemplativo. Los paisajes ocuparon el centro de su interés. La Veduta della Rotonda del Brunelleschi (1940) muestra la iglesia florentina suspendida en un vacío silencioso, como si flotara fuera del tiempo. La ciudad aparece despojada de habitantes, inmersa en un mutismo absoluto. Carrà hablaba de “poemas llenos de espacio y de sueños”: esa es quizá la mejor definición de su última etapa. Tras la guerra y las convulsiones, buscaba refugio en la contemplación de la naturaleza y de la arquitectura, pero no desde el costumbrismo, sino desde una mirada interior, casi mística.
Al observar su recorrido en conjunto, se advierte un hilo secreto: en el futurismo, lo invisible era la energía de la multitud; en la metafísica, el enigma de lo cotidiano; en el clasicismo final, la serenidad del paisaje. Tres fases distintas, un mismo impulso: la voluntad de trascender lo inmediato. Allí se cruzan las afinidades con corrientes que, como la de Julius Evola, veían en el arte una vía de acceso a lo absoluto, un rescate de lo sagrado en un mundo que lo había olvidado. Carrà no lo formuló con las categorías del filósofo, pero lo encarnó en sus cuadros: primero en el caos futurista, luego en el silencio metafísico, finalmente en el paisaje soñado.
Carlo Carrà fue, en definitiva, un sismógrafo del espíritu moderno. Registró el entusiasmo por la máquina y la multitud, el desconcierto ante la guerra, la nostalgia de lo clásico, la tentación del orden, la necesidad del silencio. Su obra no es lineal ni pura, pero justamente en esa oscilación revela la condición de su tiempo. Fue futurista y metafísico, moderno y arcaico, anarquista y nacionalista. Y en cada metamorfosis mantuvo la misma obsesión: dar forma a lo invisible.
Hoy, al contemplar La musa metafísica, comprendemos que no habla sólo de un momento histórico, sino de una condición permanente del ser humano: la necesidad de encontrar sentido en lo absurdo, de descubrir misterio en lo cotidiano. Esa, y no otra, es la verdadera herencia de Carrà: la convicción de que el arte puede ser todavía una vía hacia lo trascendente, una puerta abierta a lo invisible.
Rferdia
Filósofo de formación, escritor por necesidad y ciclista por amor a la pendiente. Escribo desde una tensión que no cesa de reaparecer: cómo resistir desde la forma, cómo sostener sentido cuando el mundo se fractura. En el corazón de mi trabajo —articulado a través del dispositivo hermenéutico ZIA— habita la idea del deporte como Weltstammräumung: gesto que despeja, cuerpo que restituye, escritura que no huye.
(Neologismo de raíz alemana que alude al acto de desalojar el ruido del mundo para recuperar un espacio originario donde la forma aún tiene sentido.)
Let`s be careful out there