Quería erigir un momumento de polvo y escombros a aquellos que, porque no eran monumentos artisticos, no habían sido respetados.

Heinrich Böll

Tengo una sala de billar en Kentucky.

_Oh. Mi padre tiene una mesa de billar en el sótano. Yo jugaba a bola ocho. Era terriblemente competitiva. ¿Jue gas al billar?

-Claro.

-¿No es muy competitivo?

-Es mejor ganar que perder.

-¿Por qué?

Eddie no respondió. Había escuchado esa pregunta antes. Ella se colocó a él ahora y empezó a echarle aceite en la espalda.

-¿A quién le importa si ganas o pierdes? -dijo.

¿Qué diferencia hay?

_ Si juegas a cincuenta dólares la partida, son cincuenta dólares de diferencia.

_Cien-dijo ella. La diferencia entre cincuenta de más y cincuenta de menos.

-Sé mi manager -dijo Eddie.

Ella se inclinó hacia adelante y empezó a presionar los músculos de su espalda a cada lado de la columna, usando más aceite. Varias veces sus pechos rozaron su costado.

Walter Trevis, El color del dinero

Billar a las nueve y media es la historia de tres generaciones de arquitectos alemanes de Colonia. Heinrich, Robert y Joseph Fähmel. El primero, Heinrich, es el fundador de la dinastía, un arquitecto de origen humilde que se trasladó desde el campo a una gran ciudad a finales del siglo XIX para forjarse un nombre y un futuro. Robert es su hijo, un experto en estática y cálculo de estructuras que nunca ha construído un edificio. En último lugar y con mucho menos peso argumental aparece también el hijo de Robert, Joseph Fähmel, que acaba de comenzar a ejercer la profesión reconstruyendo la Abadía de Sankt Anton, la primera obra importante de su abuelo, destruida durante la II Guerra Mundial. El padre construía y restauraba abadías, monasterios y demás obras de obras de arte de hormigón y ladrillo. Su hijo, el protagonista de este relato, es también arquitecto, aunque experto en estática y estructuras, pero al estallar la segunda guerra mundial, va a la guerra como oficial del ejercito. Su misión, aprovechando sus conocimientos, es volar construcciones. Cuando la guerra está perdida, aprovechando la incompetencia de su comandante volará las obras de arte que su padre alzo dentro de la propia Alemania. ¿Por qué? Se le revuelven las tripas cuando escucha que los aliados han bombardeado, han matado a dos mil personas, pero lo más relevante es que la abadía de San nosequién ha sido derruida. No soporta que se le dé más valor al arte que a las personas. Su hijo no sabe nada de esto, no quieren contarle, metáfora de la Alemania salida de la guerra que prefiere no saber lo que hicieron sus antecesores. Puede que mejor sea no saber para seguir adelante. Pero de querer saber, mejor saberlo todo, no versiones simplificadas. Mirar de frente al pasado fue siempre la obsesión de Böll. En Billar a las nueve y media se ofrece una visión aceradamente crítica de esa Alemania del siglo XX que, en aras de la gloria militar y de la prosperidad material, simbólicamente designadas en la novela como el «sacramento del búfalo», ha sacrificado y escarnecido tantas veces los principios de la moral y el respeto a la libertad de los hombres, simbolizados en el «sacramento del cordero».

Toda la obra transcurre en un solo día: 6 de septiembre de 1958, dia del cumpleaños del patriarca. Böll da una muestra de varios personajes, que representarian la idiosincrasia alemana. Cada personaje divaga en sus recuerdos y pensamientos. Esto por momentos puede confundir al lector no avezado. Por ejemplo: un personaje está sentado en una cafetería, y su mirada reposa en la mesa de enfrente. Aquí su memoria divaga; el pasado se hace presente, en ese punto exacto donde fue interrogado alguna vez…claro que la literatura de Böll no ha sido escrita  «para menores de edad » ni víctimas de la LOMLOE, el desamor, o cualquiera de las múltiples formas de intimidación ( bullying) con las que algunos justifican su desarraigo para vivir del cuento, ni para los que se demoran ante la mesa de novedades literarias sin la ayuda de metoclopramida hidrocloruro.

Para el portero, aquel ademán se había convertido ya en ceremonia, casi en liturgia, había entrado a formar parte de su carne y de su sangre: todas las mañanas, a las nueve y media en punto, descolgar la llave del tablero, sentir el contacto de la mano seca y cuidada que recogía la llave; una mirada al rostro severo, pálido, con la cicatriz rojiza sobre el hueso de la nariz; luego, pensativo, con una tenue sonrisa, que soto una mujer hubiera sido capaz de advertir, seguir con la mirada a Fähmel, que, sin hacer caso del ademán de invitación del chico del ascensor, emprendía la subida por la escalera, y, con la llave del salón de billar, iba golpeando suavemente los barrotes de latón de la barandilla: cinco, seis, siete, veces se oía sonar, como si fuera un xilófono de nota única. Medio minuto más tarde llegaba Hugo, el mayor de los botones, preguntaba: «¿Como siempre?», y el portero asentía con la cabeza, sabía que Hugo iría al restaurante, pediría un coñac doble y una jarra de agua y desaparecería hasta las once, arriba en el salón de billar. El portero presentía un drama tras aquella costumbre de jugar al billar, por la mañana entre las nueve y media y las once, siempre en compañía del mismo botones; un drama o un vicio; contra el vicio había un remedio: discreción; esta tenía un precio, una curva; discreción y dinero estaban en estrecha relación, como la abscisa y la ordenada; quien tomaba aquí una habitación, compraba conciencias discretas, ojos que veían sin ver, orejas que oían sin oír; contra el drama, en cambio, no había protección; el portero no podía poner a la puerta a todo presunto suicida, porque todos eran suicidas en potencia; llegaban tostados por el sol, con cara de artista de cine, siete maletas, sonreían al serles indicada la habitación, y en cuanto estaban estibadas las maletas y el botones se había marchado, se sacaban del bolsillo del abrigo la pistola cargada, con el seguro levantado de antemano, y se pegaban un tiro en la cabeza; o llegaban escurridizas como si salieran de la tumba, con dientes de oro, cabellos de oro, zapatos de oro, sonrientes como calaveras, fantasmas que buscaban en vano el placer, encargaban un desayuno en la habitación para las diez y media, colgaban en el pomo exterior de la puerta un cartelito: «no estorbar, por favor», amontonaban, por dentro, todas sus maletas contra la puerta, y se tragaban la cápsula de veneno. Y mucho antes de que las camareras asustadas dejaran caer las bandejas de los desayunos, se murmuraba por toda la casa: «En el número 12 hay una mujer muerta», se murmuraba ya por la noche, cuando los últimos clientes del bar se dirigían cautelosamente a sus habitaciones y se estremecían ante el silencio que había tras de la puerta de la habitación número 12; los había que sabían distinguir el silencio del sueño del silencio de la muerte. El drama: el portero lo presentía cada vez que veía a Hugo subir al salón de billar, un minuto después de las nueve y media, con el coñac doble y la jarra de agua.

Heinrich Böll, Billar a las nueve y media

En definitiva, adentrarse en sus ruinas y en su lucha con el catolicismo resulta gratificante y en ocasiones me he preguntado si es significativamente más difícil para un no alemán adentrarse en Böll que para un lector en lengua española impregnado de chorreante catolicismo romano como lo soy yo.

Pienso en Gunter Grass, la otra gran voz de la posguerra, y ahí diría que hay que ser alemán (mejor aún, de Pomerania oriental ) para sumergirse completamente en El tambor de hojalata o el  Gato y ratón.

Le’ts be careful out there